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   El nacimiento y desarrollo de una danza, que ayuda a la protección de estos animales. Sonidos de tradición y belleza estructural vivida a través de Baltasar, un ideólogo y visionario que rememora también al Gran Río Magdalena.

Hacía 1810, en la época de la Nueva Granada, Santa Cruz de Mompox era significativo para la vida económica de la nación.  A través del río Magdalena, los barcos navegaban cargados de mercancías provenientes de las diferentes regiones. Ese medio fluvial no sólo se constituía en un importante medio de transporte para los viajeros, sino que era el hábitat de la extensa flora y fauna de los distintos pueblos ribereños.

Cuando caía la noche, muchos habitantes de diferentes pueblos a orillas del río veían cómo los coyongos, una especie de ave de largas patas, piel morena y plumas blancas y grises, sumergían su lúcido y fino pico para atrapar a su presa, el pescado. En ese tiempo era normal ver bandadas de aves zancudas reunidas pescando pequeñas mojarras, bocachicos y bagres, peces encontrados en el Magdalena. En tierra, grupos de campesinos pescadores, ataviados con linternas de mano para encandilarlas y atarrayas para cazarlas, se disponían a entrar al río. Una vez en él, lanzaban las atarrayas y las aves quedaban atrapadas.

Y aunque los intentos por escapar eran incontrolables, estos eran en vano. Los campesinos se acercaban a la atarraya, la desenredaban y sacaban a las aves. Una vez con ellas, salían del río y les cortaban el pescuezo. Su intención: consumirlas o comercializarlas; actividad que años más adelante, condenaría a la especie a su paulatina desaparición.

Dos años después de la independencia de la Nueva Granada, en medio de la Depresión Momposina, surgiría la danza que lograría inmortalizar a los coyongos como especie; y aunque no se sabe certeramente quién desarrollo la danza en Mompox, se conocería, por medio de Baltasar Sosa Noguera, que gracias a su tío materno Moisés Calleja, llegaría la danza en 1956 a su pueblo natal Palomino, en Bolívar.

Bailes y versos que animan

A los seis años, cuando Baltasar empezaba a tener uso de razón, recibió en su casa a su papá José Joaquín Sosa en compañía del tío Moisés. Para entonces, Moisés era el director en el pueblo de la danza “Los Coyongos”. Cuando la época de carnaval llegaba, practicaban las coreografías por las polvorientas calles de Palomino. Era solo un niño cuando Baltasar empezó a ver todos los bailes y escuchar los versos que conformaban la danza. Para él Los Coyongos representaba no solo una forma de distraerse o pasar el rato, sino una actividad que muchos de sus familiares practicaban, como una especie de tradición.

Grupo de Coyongos danzan sobre la Vía 40.

En 1956 Baltasar hizo el debut como bocachico, elemento importante en la danza. Al principio le comentó a su tío que quería ingresar a la danza. “Representa al pescado” le respondió. Sin poner en duda la propuesta de su tío, Baltasar ingresó por primera vez a la danza que años más adelante traería a las calles de la ciudad de Barranquilla. A los 8 años ya Baltazar tenía clara la relación de la danza con los distintos “actores” de la época de la Colonia y a su vez el papel que desempañaba cada uno de ellos. Según su tío Moisés, la danza era de relación porque “se representaba a través de los cazadores, los coyongos y los bocachicos a los españoles, los indígenas y la tierra” respectivamente.

Baltasar sabía que la mejor manera de mostrar la danza era junto a varios familiares y amigos de colegio. Era una adolescente cuando desfiló por primera vez como patocucharo, elemento más popular e icónico de la danza. Su trabajo era hacer la coreografía del pájaro al son de la caja, la guacharaca y el acordeón, mientras se encontraba dentro de una estructura de madera la cual días antes había sido forrada con telas de colores fuertes y otros retazos adornados con lentejuelas brillantes. En la parte superior de la estructura se encontraba un pico hecho en madera que sonaba cuando Baltasar halaba un hilo que estaba amarrado en la parte inferior. Todo esto con el fin de hacer el sonido propio de los coyongos.

Que me voy para la ciudad

Como muchas personas de los pueblos a mediados del siglo XX, Baltasar tenía pensado en irse a una ciudad en busca de mejores oportunidades. El crecimiento que se venía desarrollando en las ciudades y las posibilidades de estudios y trabajo, impulsaron a Baltasar a viajar de su pueblo natal a la capital del departamento del Atlántico, Barranquilla. En 1968 Emelda Amaris, una prima, le envió unas cartas diciéndole que estaban necesitando a alguien para trabajar en una miscelánea. Con siete pesos en su bolsillo, que era lo que le costaba el viaje a Barranquilla por Brasilia, Baltasar pisó suelo barranquillero a sus veinte años.

Durante 10 años se movió entre Barranquilla y Santa Marta trabajando. Estuvo en el aeropuerto Simón Bolívar de Santa Marta durante un tiempo y luego, al ser retirado, laboró con empresas privadas en Barranquilla. En 1976 se radicó nuevamente en Barranquilla, con la intención de capacitarse técnicamente en el Sena.

En el barrio La Chinita, donde residía, y mientras compartía algunos tragos con unos vecinos y familiares, se le dio forma oficial a la “Danza de Los Coyongos”. Y en ello resultó decisiva una reunión que se cumplió en 1978, un mes antes de que iniciaran los carnavales. Ahí se concretó el proyecto. Con ayuda de los hermanos Juan Luis y Argemiro Sosa y de los vecinos, se organizó el grupo de la danza y se comenzó a ensayar y pensar en la preparación de las estructuras en madera.

A los organizadores de las casetas les llegó el rumor de los ensayos de la danza. Gracias a ello salió un contrato con la reina popular del barrio Primero de Mayo para acompañarla en el reinado y la Guacherna. De ahí recibieron quince mil pesos de los que sacaron para comprar algunos elementos de los disfraces.

Ese mismo año, la situación se tornó difícil. La danza no había podido reunir todo lo necesario para salir con tranquilidad en los carnavales. Eran 9 danzantes y todos necesitaban elaborar los disfraces. Faltando pocos días para el inicio de la Fiesta, a cada uno de los miembros de la danza les tocó comprar las medias, los zapatos, telas para la elaboración de los disfraces y pagar la música. Sin embargo, cuando todo se creía solucionado, no se encontraba la madera necesaria para la elaboración de las estructuras y los picos. Lo que era el símbolo de Los Coyongos, se convertiría en su mayor inconveniente.

Baltasar liderando su danza.

A pesar de esto, con esfuerzo comunitario, se logró conseguir los elementos y así danzar por primera vez en la Batalla de Flores. Unas aves de aproximadamente 2 metros de alto, con hombres en su interior, danzaban al son de puya mientras un río de personas aplaudía y disfrutaban de ellas. Ese año, Los Coyongos fueron nombrados como la mejor danza del Carnaval de Barranquilla, obteniendo así su primer Congo de Oro.

Baltasar fue nombrado Rey Momo del Carnaval de Barranquilla en el 2012. Desde ese primer galardón pasaron más de 30 años en los que Los Coyongos, año tras año, hicieron bailar a toda una ciudad con su andar. Junto a Andrea Jaramillo Char, Reina del Carnaval de Barranquilla de ese año, Baltasar tuvo la importante labor de rendirles tributo a todas las danzas tradicionales, esas que llevan en cada uno de sus bailes y disfraces la propia esencia del carnaval.

Manualidades y cumbiódromo

Hoy, Baltasar se encuentra en su casa en el municipio de Soledad. Este año, 2018, la danza cumple 40 años de danzar en el Carnaval. Sobre una repisa, en uno de los cuartos de la casa, Baltasar tiene expuestos y acumulados muchos de los premios que consiguió durante su vida, muchos de ellos, Congos de Oro -máximo trofeo que se otorga en el Carnaval-.

Bandera de Los Coyongos. 40 años de tradición.

Artesanías elaboradas por él mismo, una fotografía en una balsa sobre el río en la que posa para el lente de Samuel Tcherassi y algunos recortes de periódicos en los que se habla de su danza y su mandato, son parte del decorado de aquel pequeño cuarto que hace las veces de taller-museo y en el cual Baltasar ocupa parte de su tiempo para realizar piezas artísticas destinadas a las Casas Distritales de Cultura, en donde es profesor.

Ahora, en época de Carnaval, las casas se visten de colores. Se desempolvan vestidos y disfraces carnavaleros. Los vecinos prenden la música y cierran algunas calles para realizar las populares verbenas de Carnaval. Los hoteles se llenan, no cabe un alma más. Baltasar prepara los disfraces de sus hijos y nietos. En la terraza de su casa hace las estructuras y se esmera en realizar picos perfectos. Con taladro, serrucho, gubias y limas trabaja la madera, a un lado, su hermano Luis le ayuda. Una vez con las piezas de madera, Baltasar las une con alambre y puntillas de acero y las forra con telas de diferentes colores dejando un pequeño rectángulo a la altura de los ojos, para que quien vaya adentro, pueda ver.

Y que sigan vivos y alegres

Cuando llega el sábado de Carnaval, Baltasar y otros 20 danzantes -entre hermanos, hijos, nietos y amigos-, se traslada desde su casa hasta la Vía 40 vestido con pantalones de satín de colores, medias largas que llegan hasta las rodillas y zapatos negros de tela.

Al llegar, El Cumbiódromo se convierte para Los Coyongos en el río Magdalena. Hombres simulando ser aves danzan alrededor de un pez de madera mientras la euforia de la gente y la temperatura de la ciudad los ampara y acompaña.

Junto al sonido de caja y guacharaca, Los Coyongos desfilan sobre la Vía 40. Artistas de la farándula nacional sobre carrozas, las distintas reinas del Carnaval y el público sobre palcos y minipalcos, son testigo de la alegría irradiada por Baltasar y todo su grupo. De lado y lado del desfile, el público aplaude y saluda a quien un día, años atrás, tuvo la idea de compartir la danza que le da vida a la faena de aves hambrientas en busca de un pez, el bocachico.

Ahora, la danza que se rehúsa a desaparecer está bajo las riendas de las nuevas generaciones. Hijos y nietos en compañía Baltasar tendrán la responsabilidad de continuar con el legado familiar y, sobre todo, la importante labor de seguir haciendo tributo a esas aves zancudas de las riberas del río Magdalena que, emigraron al Carnaval de Barranquilla para contagiar a propios y visitantes con su danza.

Fotos: Ignacio Acuña

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