[wpdts-date-time]  

Por: Sócrates

La mentira parece menor cuando se llama “piadosa”; parece justificada cuando se emplea para contrarrestar algo aparentemente nocivo y peligroso; y parece el mayor de los problemas cuando incluso sin estar presente, se invoca sobre el supuesto de que el contrario la está usando.  ¿Cuál es el mejor lugar para la mentira, entonces?

En el lenguaje político, se le suele llamar “falacia”. Nos viene en herencia desde los griegos sofistas: se trata de un argumento que parece válido, pero no lo es. Los sofistas eran especialistas en fortalecer lo débil y debilitar lo fuerte para convencer, es decir, en el arte de hacerle creer al interlocutor o a la audiencia que lo enunciado por sus labios era verdad: que lo fuera o no lo fuera carecía de importancia para el propósito.

Con un buen argumento, la falacia se desmorona; pero siempre encuentra, del otro lado, la pasión y la defensa a ultranza, venida a fuerte por la fe, por la convicción plena de quien se resiste. Sobre ese entendido, la dinamita contra la falacia no es recibida como sólido argumento de quien intenta quitar una venda, sino como arma filosa que está “tratando de derrotarlo”. Por eso, ante el buen argumento, el defensor de la falacia se enconcha, se agarra de lo que sea, y acude a dos salidas clásicas: o se cambia de escenario, o trae del pasado algo que socave el argumento, algo que convierta al interlocutor en inapropiado.

En lo primero, se acude a preguntarle al otro que “por qué no dijo nada cuando aquello”, o se le cambia el eje de discusión, llevándolo hacia una de las aristas, donde se cree tener nuevas posibilidades de salir triunfante. Una buena metáfora sería la del boxeador arrinconado, que salta de repente, en la magia del absurdo, a otro cuadrilátero y comienza a danzar desafiante esperando un nuevo intercambio de golpes.

En lo otro ¿Han oído el argumento de que alguien no tiene autoridad moral para tal o cual cosa? Bueno, eso viene de allí. Le pasa con mucha frecuencia al senador Gustavo Petro. Tiene un arsenal de cifras y argumentos cuando lo entrevistan o cuando controvierte, pero al final, luego de varios saltos entre cuadriláteros, terminan invocándole su pasado guerrillero, el holocausto del Palacio de Justicia, y varias cosas más que lo “desautorizan” como interlocutor válido y respetable.

Pero eso no es nuevo ni le pasa solo a Petro: al mismo senador Álvaro Uribe, que cuando era Presidente era recibido en salva de aplausos y de pie, ahora camina entre silbatinas e insultos, y le dicen de todo de viva voz y en carteles. Y se le ve –igual que Petro- sacando argumentos y cifras de su sombrero discursivo, pero nada: la turba encendida de odio ni siquiera contempla que en sus palabras haya algo de verdad.

Y no es nuevo porque en el pasado, cuando la disputa electoral nacional era de liberales contra conservadores, los primeros, cuando se veían en peligro de derrota, sacaban del saco de la historia las persecuciones sangrientas, a machete, desde los conservadores. Los agentes del terror eran los chulavitas (los paramilitares del momento), y entonces circulaban viñetas y documentos con recreaciones horribles sobre ese pasado, para justamente nutrir de miedo los electores: eso les esperaba si llegaba a ganar un conservador, carajo.

De manera que cambian los protagonistas y escenarios de mediación, pero se mantienen las prácticas. Recordemos que mientras avanzaban los acuerdos de paz de la Habana, los opositores emplearon toda suerte de estrategias con muchas falacias de telón de fondo. Eran tan evidentes que alguien tan marcado en sus abolengos y sus apellidos de aristócrata, como era el entonces presidente Juan Manuel Santos, terminó convertido, a la luz de maniobras discursivas, en “apoyador del terrorismo, amigo de guerrilleros, castro-chavista y, por supuesto, izquierdista”, un sujeto que “a cambio de entregarle el país a las Farc, recibió un Premio Nobel”. Estos calificativos calaron tanto, que hoy no existe un solo uribista en el país que los ponga en duda, así luzcan absurdos. Las falacias tienen ese poder. No debe extrañar, entonces, que, en boca de un expresidente conservador, Santos aparezca ahora como fraguador de un golpe de Estado.

Por todo eso, luego de la jornada de paro del 21 de noviembre pasado, lo menos sorprendente es que el mismo Presidente Iván Duque califique de “falacias” las razones de los organizadores. Él sabe que es mejor no calificarlas de “mentiras”, sino de “falacias” en cuanto argumentos, porque, como ya hemos dicho, las falacias tienen la particularidad de parecer verdad sin serlo. O sea, eso que los afectos y amigos de las protestas esgrimen como “verdades de trasfondo”, pasan a ser, en el discurso presidencial, cosas tan bien presentados que “lucen” como si fueran verdad.

Así las cosas, las falacias vuelven a ser protagonistas, pero lo curioso de la situación es que, en el discurso presidencial, la posibilidad de que existan del lado contrario es percibida como algo terrible, repudiable y censurable. Parece entonces que, en nuestra política, a las falacias les quedan dos posibilidades: ser aceptables cuando se supone que no existen y se usan para defender una posición de control; o ser repudiadas cuando se supone que existen en el discurso de la protesta.

 

 

Somos una casa periodística universitaria con mirada joven y pensamiento crítico. Funcionamos como un laboratorio de periodismo donde participan estudiantes y docentes de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad del Norte. Nos enfocamos en el desarrollo de narrativas, análisis y coberturas en distintas plataformas integradas, que orientan, informan y abren participación y diálogo sobre la realidad a un nicho de audiencia especial, que es la comunidad educativa de la Universidad del Norte.

elpunto@uninorte.edu.co