Por Alexis Posso
Existe aún, en el número 53 de Christopher Street, en el barrio neoyorquino de Greenwich Village, un barecito que pone en letras grandes de neón rojo “The Stonewall Inn”. El lugar, más que un local comercial, es un sitio de peregrinaje: fue allí donde comenzó, nada más y nada menos, que el movimiento por los derechos de la comunidad LGBTI. Aquel 28 de junio de 1969 es la fecha clave para entender por qué este mes las calcomanías de tus Instagram Stories llevan arcoíris por todos lados.
“El mes del orgullo” es una gran excusa para celebrar la diversidad, es cierto. Colectivos de ciudades como Los Ángeles, San Francisco, Río de Janeiro y la misma Barranquilla organizan desfiles y encuentros para vestir localidades enteras de rojo, naranja, amarillo, verde, azul y violeta. Sin embargo, esta columna no es para contarles eso.
Hay una reflexión incisiva que llevo haciéndome desde hace ya un par de meses, cuando me invitaron a ser el maestro de ceremonias de un encuentro académico sobre la nueva generación de vías en el país. En un principio me fue dicho que, con un tema tan particularmente cuadriculado, tenía que hacer del encuentro algo más ameno; de manera que saqué todo el carisma que tan regularmente me hace falta y traté, lo juro, de ponerlo al servicio del simposio. Todo marchó bien durante las primeras intervenciones, los asistentes (estudiantes de Ingeniería Civil de varias universidades sumados a uno que otro docente) se veían muy interesados en el tema.
Para hacer la historia corta: En cierto momento, leyendo el perfil profesional de uno de los ponentes invitados, advertí en voz alta la frase “especialista en pavimentos”. Debo dejar claro que hasta ese momento de mi vida no tenía ni idea de que alguien podía estudiar para ser tal cosa, y por inercia, así se lo hice saber a la audiencia; el comentario suscitó, sin querer, una que otra risa. Ahora entiendo que, en medio de un encuentro de esa índole, las risas no tienen cabida, y menos en medio de la presentación de un ponente, pero eso tampoco es lo quiero contarles.
Un importante profesor de ingeniería se encontraba presente en la sala, y al final tuvo que cubrir a uno de los ponentes que no habían podido asistir al evento. Durante su intervención, se encargó de manifestar su disgusto por mi comentario de una forma por demás humillante. “No puede ser que este muchacho diga que no sabía que existe la especialización en pavimentos”, repetía y repetía, mientras yo, haciendo de tripas corazón, me esforzaba por no responderle, literalmente mordiéndome la lengua en un rincón del auditorio. Al final, se tomó la molestia de buscar entre sus documentos y proyectar una copia del portafolio de postgrados del departamento en la que, claramente, figuraba la “especialidad en pavimentos”. “Para que veas que sí existe”, me decía, y el auditorio entero soltaba una carcajada mortificante.
Yo no me quejo, he lidiado, y no es presunción, con peores cosas en mi vida. Lo que me preocupó, una vez estuve en mi cuarto y pude repasar todo con cabeza fría, fue el pensar en lo mucho que se repite esa situación a diario y a cuantas escalas. Cuando pensamos en una persona sobre cuyas sienes se ciñe algún tipo de autoridad, instintivamente creemos, o al menos intentamos creer, que se trata de alguien respetable. Pongamos eso en duda por un instante.
Cuando alguien poderoso usa su privilegio para hacer daño, para crear ambientes hostiles, para generar empatía a partir de la degradación del otro, es ahí cuando podemos decir que la vaina está fregada. De haber querido darme un lección que de verdad me fuese útil, hablar directamente conmigo hubiese sido una mejor opción, aconsejarme no ser “imprudente” si se quiere. Él, sin embargo, decidió hacer de mí el chiste de la tarde mencionando sin piedad el incidente, haciendo que las risas fueran más y más fuertes.
Pensemos en el subtexto de todo lo que ocurrió: un estudiante de periodismo presentando un simposio sobre vías, bien, pero uno que se atreve a jugársela y provocar risas en torno a algo tan magno como la ingeniería civil, ni pensarlo. La ingeniería es una carrera muy seria, que requiere de dedicación y esfuerzo. No como el periodismo, que ni estudiarse debería. Y para decir todo eso no necesitó pronunciar ninguna de esas palabras.
El mundo está lleno de gente así. Van en fila desde la casa blanca hasta los lugares más inimaginables. Todos hacen parte del mismo equipo y su juego es sencillo: se trata de buscar la oportunidad para reafirmarse tomando partido de la incapacidad que tiene alguien que está “por debajo de ellos” de responder. Cuando una “autoridad” se da el lujo de hacer un canallada así, es como darle permiso al resto de gente para hacer lo mismo.
¿Qué tiene que ver todo esto con el mes del orgullo?, que no existe una mejor ocasión para hacer un llamado al respeto y a la tolerancia. Mi caso es estúpido comparado con tantos otros que suceden a diario. Allá afuera hay gente dispuesta a hacerte sentir inferior, aún en pleno siglo XXI, por tu sexualidad, por tu apariencia, por tus carencias, por tus decisiones, por tus deseos, por tus sueños, por cómo te vistes, por lo que desconoces, y hoy, sinceramente, ya no se trata de todo eso. Se trata de celebrar lo iguales que somos, y de construir mejores personas basados en nuestras diferencias, dejando atrás las jerarquías inútiles y sobretodo los egos.
Piénsenlo, hay gente que se dedica a la docencia y que basa su ejercicio en estas mismas prácticas degradantes. ¿Qué clase de personas se forman en esas aulas? Futuras copias de Donald J. Trump y Nicolás Maduro. Personas emocionalmente inestables, dispuestas a humillar a cualquiera que consideren un blanco fácil, el tipo de gente que vive en constante búsqueda de la aprobación colectiva. ¿Es eso lo que necesita el mundo hoy?
Que el mes del orgullo sea el primer mes del resto de nuestras vidas. Celebremos todo lo que nos hace quienes somos: sexualidad, apariencia, carencias, decisiones, deseos, sueños, cómo te vistes, y sobre todo lo que desconoces, para que tengas una excusa para empezar a conocerlo de la mano de gente que va contigo camino a convertirse en mejores personas. Que ya no estamos para vivir de nuestros títulos, de diplomas o de andarnos con eso de “o es blanco o es negro”, hoy más que nunca, la vida puede estar pintada del color que quieras.
*Esta columna de opinión representa únicamente y exclusivamente el punto de vista del autor. De ninguna manera sus planteamientos compromenten la postura del periódico El Punto ni la de sus gestores.