Por: Natalia De La Hoz Narváez
Se dice que el tiempo en los pueblos transcurre más lento que en cualquier ciudad del mundo, y nunca fue mejor comprobado que al entrar en la casa del poeta más antiguo de Colombia. Me siento en un sofá, al lado de un teléfono negro fijo y alámbrico, lo miro y parece que desde su mesita de madera tallada se alza como dueño de las comunicaciones, bajo la mirada y observo mi celular.
“Busca el tensiómetro”, escucho decir a la señora Ivón De La Asunción, la misma que me hizo pasar y la encargada del cuidado de mi cita de hoy.
Recuerdo la primera vez que conocí al autor del himno de Baranoa. Tenía en ese entonces 90 años mientras que yo unos escasos 10 y no entendí una sola palabra de lo que dijo aquél día sobre cómo escribió los versos que hoy canto de memoria. La única impresión de los niños y mía, fue como alguien podía tener 90 años.
Desde el pasillo viene caminando el señor Manuel Patrocinio Algarín Palma, camisa de botones, cinturón negro y pantalón clásico, lleva en su mano solo un lápiz, no se asoma un bastón y mucho menos compañía que lo ayude al andar.
Ha pasado mucho tiempo desde que lo conocí y ahora me impresiona que son 101 años que no lucen como tal, me pregunto de inmediato si el lápiz es para mí, no es de extrañar que al verme sin hoja y cálamo, (término empleado por él), considere traerme uno. Resultó que solo quería que llevara el lápiz a la biblioteca, en ese momento, lo pierdo de vista.
La biblioteca de un poeta es todo lo que debe y puede ser: hojas manuscritas y residuos de borrador, cientos de libros organizados y posiblemente categorizados, no hubo momento de verlos a profundidad. Tampoco podía faltar una foto en lo alto de la pared que retrata al señor Manuel escribiendo en su sencillo escritorio; ahora el escritorio tiene una máquina de escribir.
Por alguna razón me siguió. “Está trabada, tengo que llevarla a arreglar”, dice y me pregunto dónde se repara una máquina de escribir. A simple vista, un modelo antiguo.
“No me entienden la letra, nunca tuve buena caligrafía”. Sonrío. Él está muy concentrado desocupando el escritorio y por particular que parezca, entendí que todavía no me estaba atendiendo. La entrevista no tuvo lugar en la biblioteca como podría esperarse, sino al lado de una gran ventana con rejas, ¿cómo no lo pensé antes? Ahí está la mecedora.
El señor Manuel me entrevista, ojos sobre mí y un par de preguntas antes de yo tener la oportunidad de hacer las mías. En poco tiempo sabe lo suficiente de la joven que vino a visitarlo, se inclina hacia adelante y se lleva su mano a la oreja para escuchar con atención.
El señor Manuel Algarín a sus 18 años cursó hasta cuarto grado de primaria, no hubo oportunidad de hacer quinto ya que no existía. Gran parte de los conocimientos que hoy posee se los debe a su pasión por la lectura, a la cual se dedicó de lleno desde que se jubiló a los 88 años.
A partir de ese momento, todo su tiempo es libre. Antes de levantarse realiza la oración de la chancleta, que consiste en escanear mentalmente su cuerpo y dar gracias a Dios por pasar una buena noche y haber despertado bien, todo esto sin calzarse. En los 13 años que lleva de su tiempo libre se ha dedicado a cada día leer y por supuesto, escribir. Le pregunto por su primera poesía.
“Tengo que regresar en el tiempo a 1934, conocí a una niña bonita y le escribí Noches claras de Enero, le puse así porque fue bajo una luna hermosa”, dice.
Mas tarde en 1936 se enamoró, y como sucedía habitualmente en esa época, le tomó 15 años conquistar a Carmen Helena Blanco, la que ha sido su única esposa. Las cartas a mano que parecían novelas (por su extensión) funcionaron, tardaron, pero lo lograron.
Nunca tuvo una respuesta de Carmen, pero eso no le impidió continuar escribiendo por 5.478 días. Algunas de esas cartas están atesoradas por su esposa, en ocasiones, familia y amigos, se distraen leyéndolas, estos mismos dicen que el señor Manuel le escribía a su enamorada con sentimiento.
El poeta baranoero sin apuro o afanes escribe las poesías, crónicas, relatos y acrósticos que conformarán su quinto libro, el cual aún no tiene nombre, pero puede contener cualquier tipo de historias en cualquier formato; les escribe a todas las formas de la vida, a lo que ocurrió y ocurre, a lo que se imagina, a su natal y querida Baranoa que es motivo de constante inspiración.
Actualmente lee un libro sobre cómo se alimentan los ancianos japoneses, me da curiosidad y le pregunto si sigue los consejos, con risa me responde “no, yo como de todo”.
Algarín es dueño de una prodigiosa memoria y a medida que avanza la conversación me llena de detalles, anécdotas, me declama sus poemas y me cuenta cual sueño le queda por cumplir.
“En virtud de los años que tengo el sueño que ya no puedo realizar, es poder trabajar para tratar de humanizar la formación de niños, adolescentes y jóvenes que se levantan, que no le tienen amor al arte en general” dice, y continúa, “hacerlos amar la cultura, porque la cultura es el mejor aliado para la juventud y una juventud culta sería digna de admirar”.
Aunque este no es el único sueño que tiene el escritor, sólo ha tenido la oportunidad de asistir una vez al estadio metropolitano Roberto Meléndez de Barranquilla y anhela poder ver los partidos del equipo Junior, asegura ser su hincha más viejo y le ha escrito versos a cada una de sus estrellas.
A pesar de sus años, su estilo de vida se mantiene. Se siente dichoso de despertar cada mañana y dirigirse a su biblioteca que tantos triunfos y regocijos le ha brindado, leer sus libros dueños de su sapiencia, utilizar su lápiz como instrumento que hila las ideas y nos cuenta no historias sino historia.
Su máquina de escribir que, con tinta negra, marca en el papel al ritmo de unas manos envejecidas que, después de 101 años de poesía no se preguntan qué sigue, porque los años son solo números y este poeta, es solo letras. Y, ¿qué edad pueden tener las letras?