Por: Sergio Arroyave
Su discurso posee una musicalidad particular. Cada oración es un acoplamiento de sonidos pulcros y elegantes. Sus palabras son concisas, variadas y aptas para lo que está intentando explicar. Su mirada, a través de esos dos ojos negros y saltones, es igual de enérgica que sus gesticulaciones. Debajo de una boina negra exhibe una barba blanca que circunda su rostro. Leo Castillo, egresado de Lenguas Modernas de la Universidad del Atlántico, no planificó nunca su destino literario. Tampoco se lo impusieron. “A Beethoven, su padre violinista le impuso su destino musical. A mi nadie me ha impuesto nada. En mi casa no habían libros.”
Lo que sí tuvo fue una inclinación precoz y desmedida hacia el lenguaje: a los 4 años lo detenían en las calles para que leyera libros en voz alta. La velocidad con la que lo hacía dejaba maravillados a los demás. Cuando era adolescente, mientras cursaba el bachillerato en el colegio Barranquilla, decidió dejar de dormir por las noches. Se impuso la tarea de amanecer leyendo a los premios Nobel. “Aprendí a controlar un enemigo terrible de la disciplina en todos los campos: la pereza y el sueño.”
A los 43 años, sumergido en las drogas, tomó la decisión de irse a vivir a la calle. Fueron dos años de exilio en su misma ciudad. Sacrificó todo: su familia, amigos, novia, estatus. “Todo eso se fue al carajo. Yo tenía que hacer lo que me llamaba visceralmente mi dictado interior.”
Hoy, el mismo que durmió durante meses en una banca de cemento de la Universidad del Atlántico, no refleja la más mínima muestra de vergüenza cuando rememora su época como indigente. “La dignidad”, aclara, con tranquilidad, “no puede ser reducida y orientada hacia ciertos valores exclusivamente materiales. Un hombre puede ser pobre y puede aceptar ayudas de otro en el plano económico, pero eso no le resta su estatura espiritual, ni le resta su dignidad.”
Leo Castillo sigue haciendo lo que ha hecho casi toda su vida: entregarse por completo a las letras, en las cuales ha encontrado una forma de aportar al progreso estético y ético de los demás.
Educación sentimental
Los artistas, y los poetas en particular, experimentan una interacción distinta con las cosas que lo rodean. ¿Cuándo comienza en ti esa interacción artística con lo que te rodea? ¿O es algo congénito?
Yo no creo mucho en lo congénito. Creo en una sensibilidad mínima, que puede ser algo somático. Pero influye también las condiciones en las que te crías. Yo soy hijo de mujeres. No recuerdo haber pasado en toda mi vida una sola noche bajo el mismo techo con mi padre. Se ha dicho que los mejores poetas han sido criados o son hijos propiamente de mujeres. Si eso de verdad tiene alguna importancia, es probable que eso me haya ayudado a tener lo poquito de poeta que pueda tener. Mi preocupación por el lenguaje es de mi madre. Ella, desde el punto de vista físico, no ejercía ningún tipo de presión o de violencia contra mí. Todo lo hacíamos a través del lenguaje; incluso nuestro contacto físico, desde que yo tuve uso de razón, estaba reducido a la mínima expresión. Era nulo. Pero también me daba alegría: su risa, su voz que llenaba la casa…
¿Ha sido en la escritura de versos donde mejor has podido retratar esa interacción?
La gente empezó a decir que era poeta y se fue como descuidando el aspecto de la narrativa. Para mí siempre ha sido fundamental lo uno como lo otro, sino que tal vez porque dejé de publicar los cuentos. Pero la poesía empezó a identificarme. La gente fundió las dos cosas: fundió al hombre, a Leo Castillo, con el poeta. Entonces en Barranquilla los vendedores ambulantes, los estacionarios, la gente callejera, los estudiantes universitarios, los profesores me dice: “¡Poeta, poeta!”. Mucha gente no conoce mi nombre. Ellos dicen que yo soy poeta. Yo trato de no decirlo. Prefiero que lo digan los demás. Me gusta que me lo digan, la verdad. No me pone vanidoso, pero me agrada que algo a lo que yo he entregado tanto finalmente consiga una identificación. Eso me parece bueno. Pero yo no lo exijo. Yo no ando diciendo por ahí como un tonto: “yo soy un escritor, yo soy poeta”. No, no me interesa. Me parece muy aburrido y pretencioso, hasta vulgar. Tiene algo como de plebeyo. Creo que hay ser un poco más dignos. Uno debe tenerse más respeto.
¿Y cómo te has sentido con la posa? ¿Qué tan distinta es?
La prosa es un género sumamente exigente. Sucede que los frívolos, la gente corriente, los que no tienen la vivencia a fondo del lenguaje, estiman que los poemas son más fáciles y, a veces, que son más difíciles o más elaborados. Pero eso no es cierto. La prosa exige una elaboración mucho más tenaz. Rulfo se le ha ido toda la vida escribiendo las 200 paginitas de su obra. Eso es la prosa. Ahora, dice Mallarmé que la prosa no existe, que donde quiera que haya trabajo hay versificación.
¿Coincides con él?
Sí. Pues no se trata de que tenga la forma del verso ni que esté rimada. Cuando él utiliza la palabra “versificación”, lo hace en el sentido de composición elaborada, responsable, estética y con contenido definitivo. La escritura de la prosa tiene que ser tan definitiva como la muerte. No puedes escribir prosa diciendo que es frívola y que solo el verso es estéticamente exigente y es lo que puede demandar nuestros cuidados estéticos, espirituales y nuestra profundidad. No, eso no es así. Cuando eres un escritor te vas a jugar la vida en lo que escribas, ya sea prosa o verso. No hay diferencia en ese plano. Yo no le asigno ningún rango de importancia superior al verso por encima de la prosa ni viceversa. En ambos me lo juego: me lo juego en el ensayo, me lo juego en el artículo. Para mí, escribir es un acto definitivo como la muerte.
Fragmento del poema “Empalado en un rayo”
Boca arriba en la soledad
ella
hacia ti
boca abajo baja.Te vas
luego
con tres azotes de luz.
Una llamada innegable
Sin embargo, independiente de que sea prosa o verso, siempre ha sido una inclinación hacia el lenguaje, hacia la palabra. ¿Por qué crees que es así? ¿Por qué no el cine, por ejemplo?
Yo pude haber sido jugador de voleibol. Me gustaba jugar voleibol. También quise hacer cine. Eran cuestiones que iban un poco paralelas. Mi interés en el cine se debía primero como espectador. Yo consumía mucho cine. He consumido el cine del expresionismo alemán: he visto a Eisenstein, a Fritz Lang, a Robert Wiene, Herzog… También he visto el neorrealismo italiano, la Nouvelle Vague. Entonces empiezas a consumir una cultura, y sientes después la necesidad de expresar. Es como si se produjera una especie de digestión de lo que tú te estás alimentando y luego quisieras devolver eso. Como si le metieras semillas a la tierra: ella empezará a fermentar esas semillas y terminará devolviendo eso de alguna manera. Es un poco lo que sucedía con el cine. Y me interesé y quise estudiarlo. Empecé a ir a rodajes de películas. Hice incluso un curso de guión. Y todo eso se fue al carajo. La literatura se quedó con todo.
¿Por qué crees que pasó eso?
Bueno, hay un proceso de sustracción de materia. Tú empiezas a eliminar lo innecesario en tu vida. Empiezas a escoger algo que sea definitivo, visceral. Algo que te comprometa al cien. Y como en el principio fue el verbo y el verbo era yo y el verbo era con yo. Entonces ya no tenía opción, sino la opción del lenguaje, de la palabra. Es lo único que tengo. Es el pan mío de cada dia, es mi luz. Es el agua que tengo en las células, lo que me circula. No hay diferencia entre Leo Castillo y el escritor. Es una sola cosa.
Sin embargo, llega en un momento en tu vida en que, junto a la droga, le das prioridad a las letras por encima de todo.
Lo que pasa es que está la literatura por un lado, y la droga se convirtió también en una especie de combustible. Es como si estuvieras en la noche en el desierto y enciendes una hoguera y la hoguera es la droga. Entonces estás tú, está el desierto –que es la vida, el yermo– y la droga era como el fuego alrededor del cual se congregaban los fantasmas. Empezaban a danzar alrededor de la droga. Generaba una danza, un movimiento, una zarabanda, un diálogo entre los mismos fantasmas. Me refiero a mis fantasmas: mis lecturas, los versos de Homero, de Ludovico Ariosto, de Dante, de Petrarca, todo esto empezaba a girar. Y mis fantasmas de mi niñez, de mis obsesiones, de mis temores, mis esperanzas, mis intuiciones, mis sueños… Todo esto empezaba a alimentarse con el calor de la droga.
¿Y permitió una aproximación distinta a todo lo que estás contando?
Yo creo que la droga permitió una especie de intensidad porque me ayudaba a mantenerme en vigilia. La literatura es una vigilia. Vives en una especie de vigilia, no duermes. Yo siento que no duermo, siento que estoy en una especie de lucidez, un estado de alerta, un estado perceptivo y discursivo interior. Todo el tiempo estoy hablando. El budismo habla del aquietamiento, de silenciar la mente. A mí no me interesa eso. Sí creo y busco la no acción, que es muy distinto. Pero no me interesa el silencio de mi interioridad. Yo no puedo callar. El día que me calle, pues me muero porque no tengo nada más. Solo tengo mi voz interior.
¿Cómo fue esa experiencia de escribir desde la indigencia? ¿Tuviste dificultades a la hora de crear?
Yo fui un indigente porque no había otra opción para mí. Pero si yo hubiera podido tener el apoyo de mi familia y no hubiera tenido la osadía de ser yo mismo, seguramente hubiera seguido escribiendo, quizá no con las mismas características, pero sí hubiera sido lo que llaman un “escritor”. Hubiera escrito unos libracos por ahí y de pronto sería profesor de literatura latinoamericana en Francia. Pero entonces hay un nivel poderoso y terrible de la individualidad, que es atreverse a ser tú mismo. Pero al quedarte con el tú por encima de los demás, corres el riesgo de perderlos a todos también: perdí familia, perdí amigos. Todo eso se fue al carajo porque yo tenía que hacer era lo que me llamaba visceralmente el dictado interior. Lo tuve que defender a costa de todo: a costa de seguridad, de un techo, de alimentación, de un estatus social. Todo eso se va al carajo y yo me quedo con la literatura.
Renacer en medio de las llamas
Leo cuenta que eso mismo, esa experiencia de pérdida, llegó a sucederle incluso con la droga. Llegó a convertirse en un enemigo mismo. Cogió una fuerza tan desproporcionada, que, como él mismo aseguró, “el brillo de la hoguera en el desierto lo rodeó todo y ya me estaba devorando”. El poeta de la calle reconoce que en punto no tenía límites con las drogas: “ya no se veían siquiera chacales del otro lado de las llamas y tuve que hacer un alto. Ya no podía escribir ni leer, ni dejar ver a la gente lo que estaba haciendo porque las llamas me volvieron invisible”. Así, se vio obligado a dar un salto que califica de “prodigioso” porque, como él mismo lo vio, había tocado al fondo. Lo que hizo, según sus palabras, de ahí en adelante fue sencillo: se levantó, pegó un brinco, hizo una voltereta en el aire y cayó “fuera del círculo de llamas”.
¿Sientes que esa experiencia te nutrió como artista?¿De qué manera?
Sí, en el sentido que me hizo profundizar en la experiencia de la soledad de la niñez. La soledad es un laboratorio para el escritor. Al recuperar yo la soledad de la niñez, volví a concentrarme con el propósito de la búsqueda de la belleza estética y la belleza sensible. Porque lo estético y lo sensible se conjugan en la poesía.
Has manifestado reiteradas veces que con la poesía contribuyes al progreso espiritual de los demás. ¿A qué te refieres con eso?
Es un progreso estético y es también, de alguna manera, un progreso ético. Porque cuando le dices a la gente que la experiencia vital que tú estás viviendo no es particularmente política ni económica, sino que hay otras dimensiones de la experiencia vital. Hay otras maneras de relacionarse con la vida, con los otros, contigo mismo, con la lluvia. Si vivo en Barranquilla y está lloviendo digo: ‘mierda, ya no puede ir la gente a trabajar’. Eso es lo que te dicen los periódicos, lo que te dice el vecino, ¿pero yo por qué? ¿Por qué me van a obligar a tener esa visión de la lluvia? Yo puedo enfrentar a la lluvia desnudo, como un niño. El niño no sabe que tiene que ir a la escuela, a él lo arreglan, lo visten y se lo llevan. El poeta es un hombre desnudo. La desnudez de la indigencia a la que yo me llego a enfrentar es un símbolo y corresponde a la desnudez de estar desabrigado para la experiencia de la vida. Y así me quedé yo: desnudo en la calle, a sentir el impacto a la intemperie de la vida.
¿Y, estando en un país donde se lee poco, sientes que has logrado contribuir al progreso espiritual de los demás?
Hay personas que me agradecen cosas. Me dicen: ‘me has hecho ver que el golero, que es una ave carroñera y despreciable para los demás, puede estar revestida de una belleza sublime en ese poema que has escrito que se llama Tarde, verano, tucán, golero. Es lo mejor que has escrito.’ Esa es la manera de transformar la realidad. ¿Pero transformarla dónde? Yo no voy a coger al golero y lo voy a pintar de colores, sino que lo transformo en la visión del otro. La realidad se transforma pero al interior del hombre. Es allá donde debo actuar. Al actuar en mi propio interior y descubrir otros ángulos de visión, otros contenidos de la experiencia vital, los comunico y así estoy alcanzando el propósito perseguido. Los demás experimentarán un desplazamiento en su visión, en su concepción y experiencia con lo que es.
Fragmento del poema “Tarde, verano, tucán, golero”
Más al fondo y más arriba en la tarde
de luto estricto su silueta leve revestida
un golero silba al tajo de elevados aires
su susurro desasido en vertiginosa libertad.
¿El arte está obligado a influir sobre la sociedad?
Es una influencia delicada, sutil y un poco selecta. El arte no le interesa a los espíritus sin desbastar. El arte es el máximo afinamiento del hombre, junto con lo filosófico. Porque lo filosófico también puede ser estético. Nietzsche es un esteta, un poeta. Son dos cosas que van unidas. Es la visión de las cosas y el cómo de esa nueva visión. Un poeta es un científico en el sentido que es un descubridor de nuevos universos, nuevas cosas. Ve cosas que los otros no pueden ver. Ahora, ¿qué es un poeta? Es una pregunta interesante y yo la he respondido de esta manera: una vez iba pasando por el cementerio Universal, que está frente a la calle murillo. Había una madre con una niña, la tenía sujeta de la mano izquierda. En el momento en que yo paso, la niña le dice a la madre: ‘mami, me duelen los zapatos’. Cuando dice eso, sentí que recibí un ramalazo de iluminación y digo que esto solo lo puede decir un niño o un poeta. Porque a los hombres racionales normales, a los político-económicos, a los que están condicionados por los valores burgueses, están desprovistos de toda sensibilidad. El burgués es lo más tosco que hay. Solamente a un niño le pueden doler los zapatos. Esa es la definición de poeta.
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