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La brisa, de un solo soplo, levanta las bolsas como si fueran confeti.

La noche asoma sus primeros visos y ahí seguía Esthercita Forero, firme, sobre su pedestal, con su brazo izquierdo extendido y en la punta de su mano, una bolsa blanca que aleteaba con fuerza para evitar su fútil naturaleza.

La Guacherna era joven hasta entonces, y los andenes de la carrera 43 tenían su propia comparsa; los asistentes a la fiesta nocturna se movilizaban como hormigas chocando unas con otras, esquivando o deteniéndose para saludar. Yo guiaba a un par de mexicanos y una gringa: Irving, con cara de asustado, y bajo de estatura, aquella noche hablaba poco; Juan Carlos, un abogado bonachón, de traza estereotípica de un guerrero azteca; y Annarose, una norte americana, parecía un faro entre la  multitud por su tez blanca. Ella más alta que los dos anteriores, por poco alcanza mi coronilla, y yo, con mis 1.86 m de estatura tampoco pasaba desapercibido.

Los ojos de los extranjeros parecían desorbitados, Irvin, el más asustadizo, caminaba con los hombros encogidos y las manos metidas en sus bolsillos, era el más prevenido por las noticias de la estación de policía del barrio San José. Juan Carlos, con su apariencia ruda, infundía respeto cuando caminaba, dejando salir en contadas ocaciones su gran sonrisa. Y, particularmente Annarose, calmada y sonriente, miraba con curiosidad todo el ambiente.

Entre la multitud nos abríamos paso, serpenteando tomados de las manos formando un mismo cuerpo alargado. Mientras nos adentrábamos en la mezcla de cuerpos para encontrar un sitio y poder mirar el desfile. Consciente de las precauciones en estos eventos, pero más pendiente de la seguridad de mis “ahijados” extranjeros, bajé la guardia y, tal vez por la confianza que amasé durante tantos años asistiendo a los eventos carnavaleros, fui víctima del “cosquilleo” y la espuma en la cara que me despojaron de mi celular.

De ahí en adelante Irvin, con sus ojos saltones,  más asustado y mudo, el bonachón “azteca”, como estudioso jurista, dándome palmadas en el hombro, mientras sentados sobre un bordillo me explicaba el procedimiento legal luego un robo, y, casi inexplicable,  Annarose, sin que se desdibujase su sonrisa, tenía la mirada más aguda observando cada detalle de nuestra selva carnavalera, – ladrones de celulares, como depredadores; sus víctimas, como su gran festín, vendedores, borrachos etc-.

Desde entonces la noche siguió entre maicena, lentejuelas y monocucos. Mis amigos foráneos lograron disfrutar de la fiesta. Terminada la Guacherna, y despojado de la dopamina  que me hacía amainar el resquemor del ego herido, regresé por el camino que transité al inicio al llegar con las mejores expectativas de esa noche observé que la bolsa blanca de plástico que aleteaba con fuerza, la que parecía aferrarse a la mano de bronce de Esthercita Forero ya no estaba; la misma que miraba con desdén desde arriba a las de su especie, quizá regresó a su mortal naturaleza, entre las canecas de los “escobitas” que a esa hora limpiaban las calles, y yo, parado en frente de la estatua de Esther, vencido por el hampa y  ahora más consciente de mi fragilidad, la brisa, de un solo soplo, levanta las bolsas como confeti y una, a la altura de mi rodilla, quedó enredada.

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