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Por Brianda Jiménez Bolívar

La arena levanta su último vuelo en el suelo de la Plaza de San Nicolás de Barranquilla. Los techos de paja de las casas de bahareque a su alrededor se sacuden con el viento, pero no emprenden el mismo vuelo que la arena. Tienen fuertes ataduras a la madera. Un sol de rayos débiles marca la hora abstracta de las siete de la mañana cuando las campanas de la Iglesia de San Nicolás de Tolentino empiezan a sonar. Con cada campanazo el estruendo se hace cada vez más fuerte. Es el inicio de la misa matutina del 7 de agosto de 1919, el mismo día en el que hace 100 años, en 1819, sucedió la Batalla de Boyacá liderada por el General Simón Bolívar.

El párroco Carlos Valiente, un cartagenero de 68 años de mirada profunda, entra a la Iglesia que ha remodelado en cooperación con el párroco Pedro María Revollo y con la ayuda de las señoras del sector que recolectaron fondos entre la feligresía 22 años atrás. Con esa recolección pudieron levantar el templo hace 10 años.

Las familias de barrios aledaños empiezan a llegar en los ‘guacales’, y las más pudientes en las ‘victorias’, coches que marcaron la ruptura temporal del transporte primitivo del burro y de la mula. Muy elegantes bajan de los coches las mujeres vestidas con sus trajes largos. Los hombres con pantalones y camisas bien puestas, de la mano de sus hijos, ingresan a la Iglesia de estilo neogótico con anchos andenes a los costados.

El grisáceo templo religioso es imponente. Su cubierta la componen dos torres de veinte metros de altura con campanas en su interior, cuatro vidrieras, ocho ventanas a cada costado y cinco puertas, todos de arcos ojivales. En su interior, las elevadas bóvedas de crucería están esparcidas por el techo de la nave central. Doscientas bancas de madera de siete puestos cada una reposan en la nave izquierda y la derecha. También posee cuatro confesionarios en la entrada, y entre ellos las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús, de la Inmaculada Concepción y la de San José, que trajeron de Francia.

Algunos de los presentes escuchan atentos las palabras del párroco Valiente, quien se refiere a la independencia de Colombia, suceso ocurrido hace 100 años. Otros asistentes pierden sus miradas en las estatuas.

El hijo de la familia Márquez llora, y las lágrimas se mezclan con el sudor en sus mejillas coloradas. Hace calor. Las mujeres tratan de refrescarse agitando sus delicados abanicos traídos de Sevilla. Mueven los labios, susurran y oran. De repente, el murmullo aumenta, las personas se colocan de pie. Las maderas de los asientos crujen, anunciando la partida de los feligreses.

En cuestión de segundos la gente sale a la Plaza de San Nicolás. Hay vendedores de almojábanas, butifarra con bollo de yuca, arepas de cazabe, carimañolas de yuca, empanadas y buñuelos de maíz, dulces de almíbar, chicha de maíz y de yuca, jugo de caña de maíz y paletas caseras de frutas. Es como una época carnavalera. En donde la música, la danza, los disfraces y la alegría de los bailes de tercera o salones burreros para la gleba, son motivo de reunión en la plaza pública de San Nicolás. Sin embargo, no es el carnaval los que los mantiene curiosos y parlanchines. En pocos minutos atravesará la plaza la estatua ecuestre de Simón Bolívar.

Las huellas redentoras de las botas de Bolívar habían sido dejadas en la arena de la Plaza de San Nicolás en 1820 cuando se hospedó en la vivienda del coronel Santiago Duncan, ubicada en la calle de la Amargura en la esquina nororiental de la plaza. Y en 1830, antes de dirigirse a Santa Marta a la Quinta de San Pedro Alejandrino, visitó la única casa de estilo colonial y mampostería del sector. Era la de don Bartolomé Molinares, de dos plantas y con azotea, situada al costado oriental de la Iglesia.

Simón Bolívar regresaría por tercera vez a la Plaza de San Nicolás, pero esta vez para quedarse. Había sido resucitado y vuelto bronce por el escultor francés Emmanuel Fremiet, quien navegó 8,605 km de París hasta Barranquilla tres meses antes del evento… Quizás movido por la fuerza del amor, además de los compromisos laborales. Las mujeres y hombres charlan y comentan sobre la llegada del libertador metalizado. Andrés Obregón Arjona se encuentra entre la multitud, su presencia es obligada en el acontecimiento centenario de esta batalla. Él ha realizado la donación para que se esculpa la imagen de Simón Bolívar.

Los rayos del sol del mediodía actúan como reflectores que resaltan su oscura superficie. El rostro serio y las piernas cortas de Bolívar, y la cara de Palomo su caballo, roban la atención de los presentes. La espada blandida en el aire apuntando hacia la Iglesia de San Nicolás parece retar a Cristo. Ha llegado la estatua. Los niños corren y se escabullen entre la multitud para verla de cerca, mientras los obreros proceden a pegarla al suelo de la Plaza en aquel 7 de agosto de 1919.

La voz poética de Miguel Goenaga aplaca los murmullos. El cronista lee el discurso oficial de la entrega de la estatua que ahora está unida a la Plaza de San Nicolás como una extensión más de su historia. Está en el corazón de un pueblo. Los niños no esperan la última oración del discurso para intentar tocarla… Sin embargo, sus padres se interponen en la mitad del camino.

Hubo palmoteo de manos, y también la gente se fue dispersando poco a poco. Algunos se montaron en los coches, otros caminaron hacia los locales de comercio para comprar y se resguardaron del sol. Unos más miraron desde lejos la figura del libertador.

De pronto, la Plaza quedó vacía, excepto por la estatua ecuestre de Simón Bolívar. Que sigue mirando hacia el horizonte, apuntando hacia la Iglesia de Carlos Valiente, y esperando quizás con ansias el saludo amable de un nuevo día.

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