Por: Alexis Posso
Es esa escena. Esa fatídica escena en frente de aquel hotel. Streisand interpreta a Katie Morosky, una joven Judía y de salvaje pelo rizado que ha vivido enamorada de Hubbell Gardiner (Robert Redford), un brillante deportista ahora convertido en escritor. No confundan esta con una reseña cinematográfica, va más allá de eso. Tomen esta composición como una declaración catártica, una prueba inequívoca de que hoy, más que nunca, estoy celoso.
El asunto de la escena va así: La película es “The way we were” de Sydney Pollak. Es la última secuencia del largometraje y Katie (Barbra Streisand) se encuentra en Nueva York haciendo activismo político en el marco de la Campaña para el Desarme Nuclear. Ella está a punto de cruzar la calle para llegar a su puesto, pero en la acera de enfrente, está él: Hubbell (Redford), ya casado y convertido en un exitosísimo guionista de Hollywood. Entonces ella va a su encuentro, porque, acéptenlo, en el cine pasan babosadas de ese tipo. Él le presenta a su nueva esposa a ella; ella la saluda de forma muy amable y termina por retirarse rápidamente con la excusa de que va algo tarde.
El de Hubbell y Katie es un relato extraño, pero conmovedor. Se han amado toda la vida. Al menos ella lo ha amado a él; hasta el último minuto sabemos que K-K-K-Katie ama a Hubbell pero sucede que, siendo él un ser humano tan complejo y ella el doble de compleja que él, no hay manera de que puedan estar juntos y en paz. Robert Redford, enfundado en una gabardina beige y de paso en el papel de Hubbell, cruza otra vez la calle para llegar al puesto de firmas de Katie, aquí va lo interesante de la escena:
“Your girl is lovely, Hubbell”, “tu chica es encantadora, Hubbell” le dice ella, refiriéndose a la esposa: una muchacha más simple y de pelo liso, que se ha quedado esperando en el taxi frente al hotel, “deberías traerla a tomar algo, alguna vez” continúa, y aprieta los labios; “no puedo” le responde él con una mirada que sólo Robert Redford es capaz de dar, “lo sé” acaba ella, y me da rabia lo comprensivo de su tono. Entonces ella le arregla el flequillo, le mira con ese par de ojos azules que sólo puede tener Barbra Streisand, dejando ver el brillo aguado del llanto contenido en ellos. Se abrazan fuerte y en medio de todo entra la música: Memories…light the corners of my mind, Misty-water colored memories…Of the way we were…
Toda esta referencia para decir que la vida a veces supera a la ficción. Y es que todos, y el que diga que no podría estar diciendo una mentira bien gorda, tenemos a nuestro propio Hubbell Gardiner. Esa persona a la que amamos con locura; con la que tenemos historia —puede que no una historia propiamente romántica —, y a la que sencillamente no podemos dejar de querer, aunque vaya por ahí de la mano de otra persona. En mi caso, creo ser como Katie, porque al menos en ese sentido soy un buen perdedor. He tenido práctica.
Estas últimas dos semanas han sido una prueba a mis nervios. Me ha faltado mucho el sueño, y he comido poco porque, al menos a mí, el corazón me pega en el estómago y en las sienes. He tratado de verle más. Sí, a mi Hubbell. Mi mamá opinaría —de saberlo —, que soy un masoquista y de paso un imbécil de libro. Y lo cierto es que ayer acabé por creérmelo yo mismo. Verle besando a otro, y siendo el ser tierno y atento que es, con otro, me hizo pensar en todas las veces que quise que eso me pasara a mí pero fui demasiado cobarde para creer que lo merecía. Tranquilos, no soy de llorar sobre la leche derramada, al menos no todo el tiempo.
Lo cierto es que en estas cosas no hay que ser mezquino, y para gustos, los colores. Quizá la culpa es mía pero no por eso debo ensañarme con el pobre muchacho que poco o nada tiene que ver con mi pequeña historia de Katie y Hubbell. No es mentira que me gustaría estar en sus zapatos, porque el corazón me da un vuelco cada vez que los veo juntos, pero tampoco es mentira que andar por ahí llorando en taxis a las once de la noche no es un estilo de vida que quiera para mí.
Las similitudes entre aquella última escena, la del flequillo, y lo que sucede hoy, no es exacta, pero sí adecuada. La moraleja de todo esto es que hay que saber cuándo apartarse y tender la mano únicamente como gesto de amistad. Hay personas que sencillamente no son para nosotros. Entre más lo pienso, más creo que seríamos un fracaso, pero también pienso en eso y acabo por concluir que seríamos un fracaso muy bonito.
Es justo en esa eterna dualidad en la que nos debatimos insistir: intentarlo de una vez por todas, creernos capaces y declarar nuestro amor, haya o no otra persona de por medio, pero ¿vale la pena?, la respuesta es simple: sí, pero hay que tomar en cuenta algo: que un Hubbell tiene siempre, por regla, un serio problema, bien para aceptar en voz alta lo que siente, sea bueno o malo, o bien para actuar porque está convencido de que “lo correcto no siempre es lo mejor y lo mejor no es siempre lo correcto”. En estas cosas no hay cámaras y el drama sigue siendo igual o mejor que el de una película. Hoy no soy capaz de entender cuál es la función de estos amores contrariados que tienden, en una especie de broma ridícula del universo conspirador, a historias macondianas que sí, son divertidas de leer, pero sólo de leer.
No quiero tener un Hubbell, porque en efecto terminan siendo experiencias demasiado amargas, demasiado dolorosas y sobretodo demasiado largas; lo decía Neruda en aquel poema: “el amor es muy corto y el olvido muy largo”, y es en medio de mis citas poéticas y de mis amores en los tiempos del cólera que me doy cuenta de algo, de la prueba fiel de que esto será un camino largo y tormentoso: No quiero tener un Hubbell, quiero tener a mi Hubbell.
Escribo esto a las 12:45 de la noche porque he comprendido que hay algo sanador en compartir experiencias, sea de manera tan explícita como aquí o siendo más discretos y ficcionando todo un poco. No hay forma de que hoy tenga un día que no involucre altas dosis de cafeína, lo que igual va a acabar estresándome un poco más con cada taza (ese es el tipo de cosas que mi Hubbell sabe, y que no puedo evitar recordar porque sé cuánto le gusta tener la razón). A los lectores que lleguen, ojalá por equivocación, a este intento de columna/entrada de blog/diario, les pido disculpas, pero uno tiene que trabajar desde donde encuentre inspiración, les prometo escribir algo sobre faldas con volantes o conciertos de jazz para la próxima.
Sobre The Way We Were: véanla, y asegúrsense de llevar al menos un pañuelo con ustedes, de verdad que vale la pena, porque es de esas películas viejas con las que te puedes terminar identificando demasido, para la muestra, un botón. Mamá, si lees esto, hálame una oreja la próxima vez que me veas, tú no me criaste para andarme con estas pendejadas; y en efecto: tu chico es adorable, Hubbell, sé que deberíamos repetir lo de ayer, aunque no eres tú sino yo el que no puede, no soy de echarle sal a mis propias heridas, porque sé que tengo las de perder, siempre las tuve. Perdón, no es por capricho que escribo esto, pero uno tiene que dejar salir las cosas, soltarlas, aunque no estoy muy seguro de que lo que hago aquí signifique que dejo ir esto del todo, supongo que te querré hasta que ya no me duela quererte. Es muy raro, Hubbell, nunca antes se me había hecho tan difícil, supongo que no soy tan buen perdedor. La vida tiene maneras extrañas…