Por: Cristian Meneses, María Camila Rodríguez, Norma Serna, Gabriel Jaramillo
Lo llamamos para confirmar la hora de la cita, cuando de repente suena en el altavoz un reggaeton, ¡vaya ironía!, un hombre de 81 años a quien le gusta este tipo de música, definitivamente el artista Marcel Lombana es todo un personaje digno de contemplar.
-¡Claro chicos! a las 5:30 P.M. en mi casa- confirma Marcel con su voz suave y vibrante, como el naranja que pinta al cielo costeño cada atardecer.
Aquel viernes, todos nos dirigimos a su apartamento, ubicado en una calle poco transitada, en el tercer piso de un pequeño edificio perdido entre grandes construcciones. Al subir nos encontramos ante tres puertas sin nomenclatura, pero sólo una estaba decorada con una matera y una alfombra; parecía ser la indicada, en nuestras indecisión por tocar, nuestras plegarias fueron escuchadas, Marcel, uno de los integrantes del famoso Grupo de los 15 fundado en Bellas Artes, Cartagena, abrió la puerta con una sonrisa en su rostro, escoltado por dos pequeños perros: Lucas y Mila. Al entrar nuestras miradas se cruzaron, y tras un breve momento de asombro nos echamos a reír; ¿la razón?, habíamos imaginado un apartamento decorado con magníficas esculturas, un gran lienzo sin terminar y una “mona lisa” posando mientras Marcel la retrataba, todo un escenario extraordinario. Sin embargo, encontramos un hogar minimalista, en cuya sala colgaban algunas pinturas de su autoría, fotografías de sus mejores años, decorado de muebles blancos, un computador en la esquina, y una mecedora en cuyo vaivén nuestro protagonista se dispuso a contarnos su historia.
¿Qué cómo conocimos a Marcel?, dos de nosotros tenemos una electiva de Arte y él es nuestro profesor. Aún recordamos nuestra primera impresión de él: se abre la puerta del salón y entra un hombre de tez blanca, llena de pecas y arrugas acumuladas a través del tiempo, su cabello es canoso y su sonrisa está rodeada de una barba al estilo Van Dyke, lleva puestas unas gafas de sol, una camisa manga larga, pantalón clásico y sostiene un maletín de cuero marrón. -Buenas- dice mientras parece fingir cansancio y fatiga. Sin saberlo, a partir de ese momento nos habíamos embarcado en una aventura sin precedentes, íbamos tras la búsqueda del tiempo perdido, aquel tiempo malgastado antes de saber quién era Marcel, antes de entender mínimamente el significado del arte. Esto tal vez se debiera a que somos jóvenes millennials: una generación mimada, a veces descortés, incluso, insensible al arte. Pero todo cambió con ese nuevo viejo profesor.
De vuelta a aquella sala, donde acorde con nuestra preparación periodística y con la objetividad inherente al oficio debíamos indagar en la vida, gustos y detalles del artista, sin involucrarnos emocionalmente, parecíamos cuatro pequeños niños ansiosos por escuchar las historias del abuelo. Y esto estaba sucediendo porque Marcel, además de inspirar respeto y reflexión, tenía la capacidad de transportarnos mediante sus palabras, a un lugar y un tiempo olvidado por muchos, y anhelado por otros.
Su romance con el arte surgió a temprana edad, cuando con sólo 14 años mostraba pinceladas de su futuro artístico, e inspirado en sus hermanos mayores, los recordados Héctor y Tito Lombana, y en una foto de un Jeep que vio en una revista, comenzó la que sería su primera obra, un modelo en madera de aquel auto americano de la Segunda Guerra Mundial. Esa fue tal vez la primera manifestación consciente del talento de aquel niño independiente y libre de espíritu, el menor de seis hermanos nacidos en un hogar cartagenero, donde pronto descubrió su naturaleza autodidacta, su principal rasgo artístico. También siendo muy joven aún empezó su propio negocio vendiendo figuras de arcilla con sus amigos del colegio. Pero no sólo eso, tan prometedor era su arte, que fue contratado para realizar una escultura. Imagínense la escena: un chico de aproximadamente 15 años dirigiendo un taller de artesanos para cumplir con su encargo. Y fue a partir de ese hecho que se forjó como artista, lo cual implicó perder el miedo a que toda su tarima, construida por él junto a algunos carpinteros y sin cálculos de ingeniería, se viniera abajo.
A través de sus palabras Marcel nos hace entender que ser artista no es un oficio que depende de estudiar en una escuela de artes, por el contrario, depende del virtuosismo, de tener la capacidad, el talento y la disciplina para desarrollar arte. “Porque el estudio obliga, pero el verdadero artista busca la oportunidad y no la riqueza, la riqueza para un artista es el conocimiento, adquirido de un simple acto: la práctica”, afirma.
Después de un breve silencio, de aquellos que hacemos para recuperar el aire, Marcel cuenta que una vez finalizado el colegio, abandonó la escuela de comercio para estudiar publicidad por correspondencia. Suspirando de nuevo, y fijando una mirada nostálgica en el vacío, nuestro profesor avanza en el tiempo para hablar de uno de los momentos más felices de su vida, cuando se convirtió en uno de los integrantes del Grupo de Los 15, ese conjunto de artistas de la Escuela de Bellas Artes de Cartagena, discípulos del respetado y recordado maestro francés Pierre Daguet, quienes entre los años 60 y 70 se destacaron por realizar exposiciones de obras colectivas en la ciudad. Entonces fueron muchas sus hazañas en aquel lugar, pero una en particular fue la de escabullirse con algunos compañeros en el anfiteatro, para ver cadáveres y poder mejorar la anatomía de sus creaciones, en especial de sus desnudos.
Junto a él, sus obras variaron y evolucionaron con el tiempo. Incursionó en el paisajismo, el desnudo, el realismo y la abstracción. En sus pinturas más recientes se denota una influencia Obregonista, por los trazos y la intensidad de los colores, característica de su personalidad caribeña. Entre sus esculturas figuran el monumento al médico Alejandro Giraldo, ubicado en la ciudad de Montería; también realizó el monumento al Almirante Padilla, y el Cristo de la Acogida, en la iglesia de la Santa Cruz, ubicado en la Ciudadela 20 de julio. Al preguntarle por su secreto, la respuesta fue inminente: “la inmediatez”, a su parecer una idea debe ser captada en el momento en el que surge.
Respecto a su labor como docente, sus clases son únicas. Además de contarnos anécdotas curiosas y la historia de la arepa de huevo, cada cátedra nos enseñó a apreciar a grandes exponentes del arte en el Caribe, como Enrique Grau, Alejandro Obregón, Darío Morales, Heriberto Cogollo, entre otros nombres que solíamos ignorar; también aprendimos que las artes son una manifestación inminente “del hombre, por el hombre y para el hombre”, por el cual debemos despertar nuestra sensibilidad, esa condición que olvidamos muchos barranquilleros, y que Marcel crítica con insistencia: “¿por qué no cuidamos nuestro arte? ¿Por qué las entidades encargadas de mantenerlo no parecen hacerlo? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?, no hay sensibilidad, y sin esta no hay humanidad”. Preservar y mejorar serían las condiciones para hacer de esta ciudad un lugar como muchas en Colombia, lugares llenos de respeto, “porque quien aprecia el arte, aprecia al otro, porque el arte nos libera, porque para quien tiene algo qué decir, el arte es la solución”.
Todavía sentado en una mecedora cuyo vaivén disminuye cada vez más, le preguntamos a Marcel por las fotografías sepia que decoran su sala. Muy amable y cariñoso cuenta las historias detrás de estas. Pero cuando se detiene en aquella donde sonreía a los 28 años junto a su esposa, sus ojos adquirieren un brillo especial, junto a esa hermosa mujer formaría un hogar con tres hijos. La nostalgia por el pasado es evidente, también es nuestra señal certera de que es la hora de partir.
Luego de los abrazos de despedida la puerta se cierra, detrás de ella ha quedado Marcel Lombana con su pasado y sus historias. Sus palabras sin embargo, nos siguen, aún resuenan en nosotros: “Bueno, no me quejo de la vida, de lo que fue y lo que fui”. Cruzamos la calle en silencio, ya es de noche y todavía nos queda mucho por delante.