Por: Rochell De Oro S.
La vida existe después de la muerte, y si no que lo diga San Pedro Consolado; después de varios años de conflicto, y de haber perdido tanto, poco a poco la población ha ido soltando el pasado y se ha aferrado a la idea de un futuro próspero.
A lo lejos se escucha una ranchera algo mal entonada por uno de los tantos aficionados a este género musical en el lugar. La plaza, frente a la iglesia, está llena: Las botellas de Antioqueño y tres esquinas cambian de dueño cada minuto, la gente sonríe y baila. El ‘pretil’ de Crespín está lleno; una gran cantidad de jóvenes que probablemente hubiese preferido escuchar a un cantante urbano, se encuentran sentados allí. Denotan desinterés. Los primeros han decidido olvidar la historia, soltar el pasado. La gran mayoría de los últimos la desconoce.
Un grupo de hombres vestidos con uniformes militares ingresaron al pueblo. Inicialmente fueron confundidos con integrantes del ejército. Sin embargo, al observar el pañuelo que cubría gran parte del rostro y al escuchar las amenazas que iban vociferando a medida que se adentraban en San Pedro Consolado, comprendieron que se trataba de los paramilitares.
Carlos Carrillo* había decidido pasar el tiempo sentado en las afueras de su casa. Su única prioridad era mecer lo más fuerte que pudiera su cómodo sillón de después del almuerzo y de final de la tarde. Pero algo desvió su concentración de la mecedora por unos instantes. Observó a lo lejos y venía el grupo. Inmediatamente se convirtió en presa del miedo, el corazón se le paralizó unos segundos y un sudor frío cubrió su delgado cuerpo. Sin pensarlo dos veces se adentró en su hogar unos segundos antes de que los hombres pasaran por el frente de su residencia. Desde un rincón de su ventana observó todo el recorrido y el actuar de aquellos individuos antes de perder el ángulo para poder seguirlos con su mirada.
Lo que él desconocía era el objetivo por el que el grupo armado se encontraba allí. Hoy en día, aún desea no haber descubierto nunca cuál era esa finalidad. Iban detrás de dos oriundos del lugar: Lascario Guzmán y Nafer Yépez.
Juan Buelvas* se encontraba en la puerta de su casa, descamisado. No faltaba mucho tiempo para que su cama lo recibiera hasta que saliera el sol al día siguiente. Lastimosamente, eso no fue lo que ocurrió. Los hombres llegaron y le ‘pidieron’ que los acompañara a buscar la casa de Lascario Guzmán.
Ni siquiera le dieron la oportunidad de vestir su torso; con las fuertes brisas que caracterizan las noches sanpedrinas, emprendió el camino al otro extremo del pueblo acompañado de camuflados, armas y fusiles. Muchos de los habitantes tampoco no tuvieron tiempo de esconderse. Allí, estáticos, sin atreverse a pronunciar palabra alguna, observaron cómo este grupo de hombres se paseaba por las calles de su pueblo. Durante el camino hicieron algunas paradas, ingresaron a algunas tiendas, compraron gaseosas y disfrutaron de ellas hasta llegar a su destino.
Cada paso del grupo reducía los minutos de vida del señor Guzmán, quien se encontraba en su negocio acompañado de varios de sus amigos, que acostumbraban a arribar cada noche a su tienda para conversar, tomar gaseosa o comer panes.
Frente a la cancha del pueblo estaba el hogar de los Guzmán. Los paramilitares se acercaron a la casa; la esposa de Lascario los atendió y luego de varios llamados a su esposo, éste salió. En un tono bastante fuerte uno de los hombres le pidió que los acompañara a la entrada del pueblo, pues allá estaba el jefe que quería charlar con él.
Al parecer es cierto eso que dicen: Cuando te vas a morir lo sabes, pues lo primero que dijo fue: “Si me van a matar, háganlo aquí mismo”. Miedo, agonía, ansiedad, tranquilidad, valentía. Nadie nunca sabrá lo qué sintió Lascario en ese momento.
A pocos metros del lugar, caminaba Nafer Yépez, el otro objetivo de los paramilitares. Yépez venía de visitar a su tía Juana y se dirigía a su hogar, pero al observar el pequeño tumulto enfrente de la casa de su paisano decidió detener su caminata y pararse en la esquina opuesta de la cancha de futbol. Ignoraba que él era otro de los blancos y que esa parada le costaría la vida.
Con violencia el grupo armado ingresó a la casa de los Guzmán, hurgaron entre sus pertenencias. Reclamaban el dinero. Guzmán, días antes había vendido unos quintales de maíz, el dinero recibido se encontraba debajo del colchón en el que noche a noche dormía junto a su esposa, ese mismo que a partir de esa noche no volvería a hundirse bajo su peso nunca más.
Victoriosos salieron nuevamente a la cancha, donde se encontraba Lascario rodeado del resto de hombres que no habían ingresado. Finalmente ‘convencieron’ al oriundo de San Pedro de acompañarlos. En cuanto se dieron la vuelta para emprender el camino, los ojos de uno de los paramilitares se posaron en Nafer Yépez. De inmediato el hombre se le acercó y le hizo la misma petición que minutos antes le habían realizado a Lascario. Yepez.
“¿Para qué me necesitan?”, preguntó. Y la respuesta fue la misma.
“El jefe necesita hablar con usted”.
Nafer no opuso resistencia. Luchar contra ellos no cambiaría su futuro, de inmediato se colocó en marcha con el grupo. Con brusquedad amordazaron sus manos detrás de sus espaldas y decidieron tomar un camino alterno, que paradójicamente llevaba directo al cementerio.
A medida que avanzaban, se fueron sumando a la caminata las súplicas de los vecinos y el ruego en llanto de sus esposas y los hijos de Nafer, pues la familia Guzmán nunca llegó a tener descendientes. Llantos silenciosos, miradas suplicantes y oraciones cargadas de desespero predominaron esa noche.
Una vez que se encontraban cerca del cementerio, uno de los líderes les prohibió a los familiares continuar siguiéndolos.
“Se callan y se van si no quieren morirse ustedes también”, les dijo apuntándoles con un arma de fuego.
No hubo otra opción, más que observar por última vez a sus seres queridos y regresar por el camino que minutos antes los había visto transitar. Los seis disparos que acabaron con las vidas de aquellos hombres se escucharon en todo el pueblo.
El sudor frío que había remojado el cuerpo de Carlos alrededor de una hora antes, apareció nuevamente, esta vez con más abundancia. Esos sonidos nunca habían sido comunes dentro del territorio, sin embargo, los habitantes sabían muy bien de dónde venían. Así que él temió lo peor, y lastimosamente acertó.
Por temor no fue sino hasta la madrugada que tanto familiares como amigos decidieron ir a buscar los cuerpos, que yacían rodeados de un mar rojo en la entrada del campo santo. Con ayuda de hamacas los cargaron y los llevaron a sus hogares, para velarlos y posteriormente darles su último adiós.
A partir de entonces el sometimiento que sufrió la población fue intenso. Las amenazas propiciadas por los grupos al margen de la ley ocasionaron el desplazamiento de más de veinticinco habitantes del lugar. Además, los paramilitares decidieron radicarse en el territorio y los enfrentamientos que se venían dando entre estos y la guerrilla se intensificó. Cada sábado, al llegar las horas de la noche, ambos grupos se enfrentaban, mientras las camas de lona y las paredes de barro servían de refugio para la agonizante población que rogaba porque estos elementos lograran protegerlos del infierno que se vivía puertas afuera.
Ambos grupos aprovecharon el temor de la población para su conveniencia. Los obligaban a cocinar alimentos, tomaban animales que se encontraran en las calles o en las casas que ellos visitaran en tanto que los pequeños ganaderos que existían en ese entonces en la región debían ofrecerles diariamente la leche suficiente para saciar sus necesidades.
Al ver la gravedad del asunto, el Ejército decidió intervenir. El pueblo comenzó a regirse por una especie de ‘toque de queda’. Alrededor de las siete de la noche, las puertas de todos los hogares debían permanecer cerradas. Los campesinos no podían comenzar sus actividades antes de 5:30 de la mañana y dar vuelta a sus hogares antes de la puesta de sol. Tampoco podían llevar alimentos en cantidades y sus mochilas eran revisadas cada vez que ingresaban o salían de sus terrenos, para garantizar que ninguno de los habitantes estuviera colaborando con alguno de los grupos.
No fue sino hasta el 2006 que estas medidas dieron resultado y la tranquilidad característica del lugar volvió. En este pedacito de México ubicado en Bolívar, que lleva por nombre San Pedro Consolado, las secuelas físicas empiezan a superarse… Ahora toca hacer un esfuerzo adicional para lidiar con las emocionales.
Con el fin de lograr ese objetivo, Gonzalo Araujo emprendió el camino para consolidar un proyecto turístico en el lugar. Aprovechando la belleza de sus paisajes y las costumbres y gustos manitos que tienen sus habitantes. Esta innovadora idea, sembró esperanza en el abandonado corregimiento.
A punta de aguja e hilo, amas de casas y adolescentes trabajan en pro de la construcción de mochilas, con el fin de venderlas a los turistas y generar ingresos económicos. Además busca acondicionar los espacios naturales del lugar para que sea posible acampar y realizar gran variedad de deportes.
Turistas y residentes pueden degustar de lo mejor de la comida mexicana y del lugar, en el restaurante atendido por mujeres nativas de San pedro. Generando aún más empleo y desarrollo. “Es un buen proyecto y esperamos que funcione y genere desarrollo para los habitantes y el pueblo”, recitan los habitantes de ‘desconsolado’.
Actualmente la seguridad reina en el territorio bolivarense. Cada seis meses el pueblo recibe gran cantidad de visitantes, desde niños hasta adultos que deciden pasar sus vacaciones en este territorio, muestra de que la mejoría es evidente. Con orgullo sus pobladores comentan que hoy en día los campesinos, la población actual, todas las personas oriundas de San pedro consolado pero que actualmente viven en otros lugares y los visitantes tienen la libertad de visitar cada lugar del pueblo a cualquier hora.
Gran parte de los desplazados han regresado y luchan día a día por superar el pasado y asegurar un futuro mejor. Muchos de los nativos que años atrás migraron a la ciudad en busca de alcanzar progreso y calidad de vida han regresado y muchos otros que aún tienen compromisos en la ciudad esperan algún día regresar.
Nombres modificados por petición de las personas*