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Doce y treinta del día marca la valla publicitaria diagonal a un puesto de empanadas en la carrera 53, cuando Elías Rodríguez llega sofocado a abrir su puesto diciendo que no iba a dar ninguna entrevista, porque ya estaba aburrido de quedar como un payaso.

Con cámara y libreta en mano llegan a preguntar por él -pa’ que te hagas famoso Elías- le dicen sus vecinos, pero con todas las de la ley responde que no va a hablar con nadie así le den plata. -Inventan montajes que yo soy indigente y paramilitar- dice acalorado mientras se quita el morral.

La hora pico comienza y entre los carros que avanzan en diferentes velocidades, está Elías Rodríguez en su puesto como un elemento más del óleo que pinta. Las personas pasan y se detienen a observar, pero él permanece entregándole todo su ser al lienzo. – ¡Ya se me hacía raro que no había llegado! exclama Rafael Pérez que trabaja por el sector y lo conoce desde años.

Es un hombre bajito, canoso y siempre lleva una gorra. Luce como si tuviera 70 años, pero nadie sabe su edad porque nunca la dice y pocos se atreven a preguntarle porque es una de las cosas que jamás menciona. Pues, Elías sólo se acuerda de lo que quiere y de vez en cuando se le salen algunas incoherencias.

Con los años su oficio agoniza, debido a que los retratos hoy en día son sólo una ráfaga del tiempo y un recordatorio del pasado desplazados por las cámaras y aplicaciones. Pero en una galería a cielo abierto este retratista desempolva recuerdos con sus trabajos en todos los tamaños, colores y presentaciones.

En el piso, un letrero en poliestireno expandido (conocido como icopor en la costa Caribe) dice que restaura fotos, retratos y dibuja paisajes. El lienzo improvisado que él mismo arma mide más que él y está apoyado por dos sillas de plástico que sostienen un vaso lleno de pinceles, trapos y tarros de pintura.

Hay caras que se reconocen desde lejos, está el rostro del presidente Gustavo Petro en carboncillo, el exalcalde de Barranquilla Alejandro Char en tonos sepia y si alguien viene a comprárselos “yo los vendo y hago otros, porque eso lo tengo es para mostrarlo” dice descomplicado acomodándose las gafas. También está una rubia que parece pintada a color, pero él afirma que es técnica pastel. Un cuadro del día del juicio final y un retrato de él mismo cuando era joven que señala riéndose cuando le preguntan quién es. –Es que ahí me había dejado el bigote – dice.

No tiene horario porque “él vive aquí, es el celador de nosotros” dice el dueño del puesto de empanadas vecino. Todos saben que de mañana no está porque está en otro lado de la ciudad, al medio día está caminando, pero de una a seis de la tarde está sin falta en el lugar que también es su morada.

Un espacio de parqueadero al lado de un centro comercial y de un mural es su casa. Un afiche sostenido por cuerdas atadas constituye el techo. Un armario blanco viejo atiborrado de cosas del que sale humo es el ambientador. Además de botellas vacías, canastas, tanques de pinturas, un carro viejo de compras a un costado con dos pares de zapatos, parte de su ropa y unas tablas sostenidas por palos de madera son la puerta de su vivienda improvisada. Por el día es artista y en las noches se convierte en vigilante de un viejo carrito de empanadas, carros y motos que la gente estaciona.

– Amarro una hamaca y me acuesto ahí. Tampoco es que duerma uno mucho- señala el espacio del parqueadero.

Llega la primera cliente y lo coge desprevenido armando el lienzo, pero se apresura a pedirle que se siente. Saca de una carpeta un pliego de opalina y una pequeña cartuchera de cuero con lápices de colores manchados de tinta negra. También aparece el protagonista de este retrato, el lápiz carboncillo y empieza explicando las reglas del juego:

– Cuando yo la mire, usted me mira. Se puede mover y hasta caminar, después que yo le mire la cara no pasa nada- dice confiado.

Tanteando el lápiz empiezan los primeros trazos mientras sucede un cruce de miradas permanente que se convierte en coqueteo “con una muchacha tan linda se pone uno nervioso” dice de manera picarona.

Los años le pasan factura porque a veces inventa cosas de las que no se acuerda. Pero lo cierto es que Elías es muchas de las historias que cuentan en el sector. Unos aseguran que es el “viejito cristiano”, “el que pinta barato”, otros que es “el que no da entrevistas”, “el artista callejero”. Solo hay que sentarse frente a él para corroborar la idea de que se trata de un solitario cuyo refugio son los retratos que hace.  

Elías Rodríguez en su puesto, como de costumbre , ubicado en la carrera 53 en la ciudad de Barranquilla

Nadie sabe exactamente de dónde viene, habla con voz bajita, pero tiene un acento que lo delata -para mí que es del Santander o de esos lados de por allá- dice el vigilante de un centro comercial. No le saben muy bien el nombre, pero hasta el señor que barre calles a dos cuadras le conoce la ruta.

Para Elías nada es casualidad, cuenta que se fue de su casa a los 8 años y desde ahí emprendió su camino llegando a Venezuela, Brasil, ecuador y sigue la cuenta porque ya no recuerda más nombres.

“Yo he estado en manos de serpientes inmensas” aventura Elías.

Algunos aseguran que llegó a Barranquilla perdido y desconocido de sí, víctima de la escopolamina. Pero su versión es todo un misterio porque no la cuenta y nadie la conoce con exactitud. Lo único que se sabe es que llegó a Barranquilla pensando que estaba en otra ciudad y terminó quedándose porque siempre le gustó la costa.

Dicen que las primeras impresiones son las que cuentan, pero a Elías Rodríguez se le perdona la primera. Está tan acostumbrado a pelear con víboras que siempre está a la defensiva.

–  Una vez era la una de la mañana cuando se me apareció una tritón como de metro y medio, me quería era echar muela a mi- se ríe asomando la asimetría de sus dientes.  – Otro día una bala me cayó aquí en el pie, fue cuando se metieron a robar al banco ese- señala el banco de la esquina.

Duerme a la intemperie y la soledad no le asusta, reza todos los días una oración antes de acostarse y cuando sale lleva un cuadro del juicio final como escudo a todas partes. Si le va mal o alguien lo molesta tiene una consigna y la grita cada vez que puede: “ese es el diablo que me persigue”.

Cuando el papel es testigo de la magia, una antigua clienta se acerca, le entrega una foto y le dice: “te lo traigo de nuevo Elías, lúcete porque este lo va a ver él desde el cielo”. Mientras le da unas indicaciones él asiente sonriendo y recibe unos billetes.

Uno creería que estudió artes o algo parecido al ver los rostros dibujados. “Es una persona que, nojoda, pinta bien, sin haberlo estudiado, eso es una vaina empírica, un don de Dios” dice el dueño de un local del centro comercial.

Pero él asegura que sólo hizo un curso en internet de técnicas de profundidad y tercera dimensión. Cuando le preguntan por el precio de un retrato suelta el pincel para dar detalles. Lo interrumpen para preguntarle cuál es la técnica que más le gusta y dice que el óleo, porque “el óleo es la reina”.

Cuando está oscureciendo dice que se le pasó el tiempo. Por lo general un retrato tarda una hora, pero apenas agarra el pincel se pierde en las llamativas curvas que éste le modela. Alrededor de doce retratos pinta al día por encargo y lo que más atrae a la gente, es que “él es baratero, te cobra 30 o 40 mil barras” dice un cliente que observa.

Elías interrumpe el trazo para la hora sagrada del tinto. “Ey pase un tinto ahí pa’ estirarme” le dice al joven que está embelesado con el papel y en dos sorbos bebe el líquido caliente que funciona como energizante.

–  La fama es pasajera- expresa entre dientes mientras da el último sorbo.

Tiene el síndrome de las entrevistas “no me gusta tanta bulla ni tanta vaina” afirma sin soltar el lápiz. Le han dicho que ha salido en videos en internet que él cree ciegamente que es víctima de montajes. -Inventan que yo soy un torcido magínese- dice indignado. Por eso Elías ha decidido que para pintar siempre tendrá agenda abierta, pero si vienen buscándolo para videos o entrevistas no quiere ver a nadie ni en pintura.

Aunque le dicen que puede alcanzar el estrellato con su talento, él prefiere vivir con los trabajos que le encargan porque “poco me gusta ser protagonista”. Tanto que ni él mismo se da los créditos al no escribir su nombre en los cuadros. “Yo se lo coloco si usted quiere, pero Elitor es mi nombre artístico”.

Al parecer, tiene el espíritu de un pelao’ – troto todos los días hasta el muelle de puerto Colombia- dice orgulloso mientras los que están en el lugar se asombran, porque el famoso Puerto queda a 3 horas y 35 minutos caminando y para la edad que aparenta y bajo el sol caliente parece una misión imposible.

Los días se oscurecen y cientos de personas pasan, pero él continúa ahí. Para unos es un enigma, para otros es un personaje más que vive de la calle. Aunque algunos dicen que lleva cinco años en el lugar, él dice que sólo lleva tres, tal vez no se acuerda de los otros dos años. Pero este artista sin créditos nunca se acostumbra a estar en ningún lado porque “si Dios quiere, para donde él me lleve yo me voy con él”.