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Por: Maria Paula Buendía

“Aquí en Juan mina como que no hay covid” dije en voz alta mientras me bajaba del taxi. “Todo el mundo anda sin tapabocas”, continué, y el conductor se rió antes de arrancar. Todos nos miraban como si fuéramos extraños.

El sol calentaba mucho, se sentía muy cerca. Seguramente por no tener ninguna edificación alrededor que atenuara la quemazón. Unos niños jugaban a las escondidas, unos con el celular, mientras un niño pequeño, con cabellos con tonos rubios como quemados por el sol, jugaba con la arena, metiéndola en un pedazo de botella plástica. En las puertas de las casas suenan los escobazos de paja, unas armadas de palo de madera y cepillo de paja y otras ingeniosamente armadas con tubos de PVC, la cuestión es ser recursivos. Por ahí dicen que la creatividad viene de las limitaciones.

Mi papá revisaba su celular, y no se percataba del llamado de unos niños. Se empujaban y se escondían unos con otros para no dejarse ver de aquel señor vestido de camisa manga larga y pantalón clásico. “Señor, señor, detrás suyo” , por fin mi papá volteó la mirada hacia ellos. Los niños se escondieron, como pensando que se habían metido en problemas. Se señalaban entre sí: “fue Junior”, y Junior contestó, “tú sí eres sapo”, se molestaban, mi papá les respondió con una sonrisa y siguió el camino conmigo.

Un camino lleno de sube y bajas, un camino construido por el pasar de los años, por los camiones, y por los cambios de la naturaleza, un camino lleno de experiencias. Lleno de escombros, de arena, y de pasto verde por las lluvias, y de tierra oscura y fértil, característica del corregimiento de Juan Mina. Unas casas son de tabla, otras de ladrillos, de madera y de barro. Tienen variedad de materiales, pero lo que no puede faltar es un palo de mango en la puerta, y un olor a fogón de leña capaz de antojar a cualquiera que haya probado su sazón.

Me acompañó en esta travesía, mi padre. Él había hablado por teléfono con el señor Jairo, quien cuidaba la finca de unos transmisores de RCN Radio. Le comentaba a mi papá que había visto un “aparato” y que además cuando fuera le iba a regalar una yuca bien harinita y unos anones de allá de la finca.  Así fue como conocí al señor Jairo Román Guerrero González, y a su sobrino Erick Guerrero De La Cruz. Los dos presenciaron varias veces ataques de ánimas o brujas, o como ellos lo llaman, “la mala hora”.

Hace 4 meses, eran las 8 de la noche  y el señor Jairo se encontraba con su señora en la finca en Juan Mina, echándole la comida a los perros en la finca. “Ayyyyyyy” se escuchó a lo lejos un lamento profundo, cerca al jaguey. “Ayyyyy” se repitió por cuarta vez, y cada uno más fuerte que el anterior. “Mija, ¿tú escuchaste?” le preguntó a su señora. “Sí sí, ven encierrate, eso es que están golpeando a alguien”, le respondió ella, mientras se guardaba en la casa. Una vez los dos dentro de la casa el señor Jairo llamó a su sobrino Erick, quien vivía al frente, para encontrarse en la torre de los transmisores. Erick le regresó la llamada y le advirtió acerca del peligro: “devuélvase, tío, son un par de brujas que me rasguñaron por la espalda, un par de pájaros que salieron volando”.

“Juancho, desinfectame la silla, hazme el favor. Es que tengo precaución, porque ojalá salgamos de esta pandemia todos completicos” precisó el señor Jairo y con respecto a las experiencias extrañas que ha tenido, añadió: “Ya van tres veces ¿qué será? Mala hora, para mí es mala hora, o brujas, yo no sé. Yo no creo en brujas, pero de que las hay, las hay”.

Inmediatamente se asomó en una moto conducida por una mujer, Erick, como si supiese que estaban hablando de él. Saludó: “Buenas como están”. “Él es mi sobrino”, lo presentó el señor Jairo, y tomó asiento. Según Erick, en la misma anécdota que relató su tío, había algo que no lo dejaba pasar, un bulto negro que luego se alejó y se divisaron las alas de unoos pájaros negors que luego se posaron en la torre. Se escuchaba una bulla, como de dos personas conversando. “Eran las 12 de la noche y yo me encomendé a Dios, de ahí pa´ lante. Me puse orejón, se me erizaron los vellos, no podía hablar de la impresión” añadió Erick con una risa temblorosa.

“A mí me decían que eso existía pero uno tiene que vivir eso para convencerse” Erick tiene ya experiencia en esos sucesos. En otra ocasión, andaba en su bicicleta, junto a su tío. Eran cerca de las 7 de la noche, y “un pelaito, negrito, completico, con piernas y brazos” lo jaló por los brazos con manos muy frías y lo tumbó de la bicicleta. Es normal que pase por ese lugar, cerca al puente. Según el señor Jairo, a todo el que pasa después de 7 de la noche, le aprece un perro grande negro, un gato o se le monta algo en la moto o si vas en caballo y el mismo animal se asusta porque tambien lo siente. “Dicen que ahí mataron a dos personas y no tuvieron la precaución de colocar una cruceta, algo para evitar el demonio o los malos espíritus” añadió el señor Jairo.

“Son cosas que son realidad, son cosas que pasan” precisó Erick entre risas, mientras posaba las manos en su cabeza. No parecía nervioso por recordar lo que me contaba, más bien porque yo no le creyera lo que decía. “Yo pensaba que era mentira, yo no creía en eso, y tienen que pasarle la cosa a uno para creerlas” repetía.

El señor Jairo, un señor como de unos 45 años, vestido de camiseta blanca un poco diluida, un jean rígido de esos que sirven para hacer todo tipo de trabajos fuertes, unas botas, y un sombrero improvisado con un trapo gris, para cubrirse del sol.  Él intervino con su segunda anécdota: “Antes de anoche eran como la 1 menos 20 y me quedé solo recogiendo las herramientas. De pronto sentí ese silencio que cayó así, y recogí la pala y sentí el primer quejido “Ayyyyy” el primer quejido, sentí otro y no eran como los que había sentido el otro día”.

Miró hacia donde salía el lamento y no vio nada. Se le erizó todo el cuerpo, y no sentía las piernas. “Dios mío esto qué es” pensó mientras se percinaba y caminaba de espaldas hasta la casa. “Ay mi mamita se murió” Ese día no pegó el ojo en toda la noche, pensando en que le podía haber pasado algo a su madre, que estaba enferma. En Juan Mina asocian la aparición de la Llorona, de las brujas, o de algún suceso paranormal con el fallecimiento de alguien.

Mi padre, al que veía más incrédulo, se sumó a la conversación: “A mi papá le gustaba mucho viajar por la finca de noche. Él me contó que una vez le salió un perro negro y otro día me dijo que le salió una bola de Candela. Me decía que cuando iba en el caballo vio la bola de candela y que iba iluminando el camino. Eran más o menos las 12 de la madrugada”. También había uno que era “el cazador del otro mundo” y se convirtió en una conversación de compadres, recordando los tiempos cuando sus padres y abuelos los sentaban en taburetes, y les echaban esos cuentos, en la puerta de la casa, iluminando con lámparas de gas o mechones. Luego me despedí de todos, y me fui caminando por el mismo camino que me trajo.

Emprendiendo el regreso o la huída: las cosas no son como parecen.

Salí de Juan Mina, cerca de la 1 de la tarde, con el sol reluciente, por una de las dos calles principales pavimentadas, me llevé una buena impresión de su gente, muy dadivosa. El tapabocas no dejaba ver mi enorme sonrisa. Llegué sin nada y regresé, con yuca, anon, unos cocos de agua, un palito de mango y una florecita color violeta. Seguí caminando y vi unas gotas de sangre fresca en la carretera. Seguía caminando y aumentaba el tamaño y el espesor de la sangre. Le dije a mi papá: ¿ya vio la sangre? ¡camina rápido! me contestó muy disimuladamente.

Veía los rostros de las personas, a mi alrededor, sentía que todos nos miraban, como si nos estuviesen esperando para hacernos daño. Mi corazón y mis piernas aceleraban el paso a montón. Sólo pensaba en salir de Juan Mina, aunque no encontraba una salida, sólo veía que el camino se hacía más estrecho. Veía motos pasando aceleradas y sólo imaginaba lo peor.

Durante todo el tiempo que estuve hablando de ánimas y brujas no tuve miedo, sino hasta ese momento, tal vez porque para mí sí se trataba de una amenaza real. Seguí caminando y mi papá pidió una bolsa a un señor con una mirada enigmática, sospechosa, me puse nerviosa. Ni el tapabocas podía esconder mi rostro pálido del susto. Pero el señor sólo sonrió y nos consiguió la bolsa. ¿cuánto es? le preguntó mi papá. “tranquilo dejelo así”, contestó el señor, con una mirada ya no enigmática sino amable.

Avanzabamos en la carretera y ya no se veían las gotas de sangre. Llamó mi atención un hombre y una mujer, parecían esposos, con un cerdo abierto por la mitad en la terraza de su casa. El hombre estaba sacándole las vísceras, mientras la mujer colocaba un un cartel en cartulina amarilla en el que se leía: “SE VENDE CERDO FRESCO”, en ese momento mi mente hiló todos los hechos y sonreí. Había montado una película en mi cabeza. Me recordó a lo que dijo un maestro antropólogo al que entrevisté, nuestro pensamiento occidental nos hace ver a la gente del pueblo como supersticiosos, o locos, y si contamos la historia desde nuestra perspectiva, sólo causaremos miedo, asombro. Se nos olvida que estas personas crecieron con esa realidad, crecieron en contacto con el pensamiento simbólico. Crecieron ligadas a la naturaleza. Ese fue mi error, dejarme llevar por el miedo y no analizar el contexto.

La sangre fresca en el pavimento me causó miedo. No era para mí algo normal ir caminando y verla ahí. En cambio, para alguien que viva ahí, puede ser tan normal como que salga el sol. Asimismo, puedo ver sus leyendas, y anécdotas como  extraordinarias o desde lo supersticioso cuando dicen: Si pasa La Llorona es porque alguien morirá. Ellos crecieron en ese entorno, en esa realidad, junto al pensamiento simbólico, donde escuchar un espanto, puede augurar una plaga en las cosechas, o la luna puede decirte si sembrar o no. En cambio, yo, aunque provengo de padres con orígenes en pueblos anfibios, llenos de tradición oral, nací en una ciudad. Nací lejos de un vínculo que perdimos con lo simbólico.

Algo tiene Juan Mina que es habitual que estos casos se presenten. Tal vez su alta fertilidad en tierras, ha permitido que gran parte de su territorio siga siendo rural, y hayan muchas fuentes de agua, porque algo que coincide entre las leyendas es su cercanía a cuerpos de agua como ríos y jagüeys y que se dan en territorios rurales, como los montes. Pero poco tiene que ver con la tierra, cada uno ajusta sus mitos al contexto. Cada pueblo arma su narrativa, y no puedes hacer una narrativa con cosas que no conoces.

Tal vez no todo es lo que parece, no tenemos la verdad absoluta. Quizás hay varias verdades y nos dejamos llevar por el miedo, miedo a lo diferente. Tal vez sea como dijo Erick: “uno no cree hasta que lo ve” y será la misma vida que nos irá enseñando, nos dará lecciones y nos marcará. Después de todo somos tan moldeables como la tierra y como las carreteras de Juan Mina, nuestra forma es producto de todo lo que nos ha pasado por encima. Llegué a Juan Mina, en busca de La Llorona, intrigada, fascinada por lo extraordinario, y me encontré con una realidad, aunque diferente a la mía, no es menos real. Todo tiene  un sentido, y cuando empezamos a considerar eso, es porque miramos la realidad tal como ellos la quieren mostrar, no como uno quiere o espera que sea.

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