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Por: Estefany Buendía

Nada mejor que observar lo que ocurre en una clínica, en su interior, para darse cuenta que lo que permanece dentro es un mundo diferente.

Nunca había sentido atracción por el mundo de la medicina y tampoco había estado más de 2 horas en una clínica. Tengo muchos amigos y conocidos que son médicos o estudian para serlo, pero lo cierto es que la mayor parte del tiempo solo entiendo el 40% de lo que dicen. Por el otro 60% me toca hacer preguntas.

‘La Merced’ es una clínica de tercer nivel ubicada en la esquina de la calle 60 con carrera 38, en Barranquilla. Sabía que entrar no sería tarea fácil, pues como en todos los centros de salud los guardias te preguntan qué harás adentro antes de dejarte ingresar.

Mi intención era estar allí por mínimo 12 horas, pero las cosas no salieron como las tenía planeadas. El guardia de la primer puerta a la que fui no me dejó ingresar cuando le conté mi verdadera intención. No me di por vencida, pero al llegar a la segunda tuve que mentir y decir que iba a entrar a preguntar por unos exámenes que me haría.

¿12 horas preguntando por un par de exámenes? ¡Si, claro!

Creo que no sabía lo que me esperaba en el interior de este lugar.

***
Lo primero que hice fue sentarme en una sala de espera. Había 16 personas esperando para ser atendidas y, aunque ninguna se veía ‘al borde de la muerte’, casi todas tenían enfermedades degenerativas y esperaban ser hospitalizadas.

En dos ocasiones, mientras estuve allí sentada, llegó una señorita a hacer el aseo. Pasaban enfermeras con sillas de ruedas, oí llegar dos ambulancias y cada vez entraba más gente. Sin embargo, seguían en el mismo puesto las mismas 16 personas que estaban cuando llegué.

Al cabo de una hora decidí levantarme y caminar un poco. Descubrí que había otra sala de espera. En esta, había menos personas y todas se veían físicamente agotadas.
Era el área de admisiones y estas personas no estaban esperando ser atendidas como las de la sala anterior. Ellas esperaban recibir noticias de sus seres queridos que recién ingresaban al área de urgencias.

Seguí caminando y en el segundo piso encontré un par de enfermeras. Venían discutiendo cuál de las dos debía entrar en la habitación de un paciente “equis” que tenía flores en el cuarto. Inmediatamente imaginé que se trataba de flores reales, pero claramente estaba equivocada, pues se referían a que tenía visitas o familiares dentro de la habitación.

Una de ellas me miró y me preguntó qué necesitaba y simplemente respondí que un baño. Señaló en dirección a este y luego siguieron caminando.

Aquí había más movimiento de médicos y enfermeras. Me atreví a escuchar la conversación telefónica de uno de ellos.

“Hace nada que ese mismo paciente estaba pidiendo pista y hoy otra vez presenta código azul, va a tocar intervenir y partirle el pecho en menos de nada. La verdad yo no me arriesgo a tocarlo así hecho fruta”.

Sinceramente no entendí nada, pero estaba fascinada porque esa era la razón por la que estaba allí. Me tomé el trabajo de consultar con mis fuentes y la traducción de lo anterior fue la siguiente:

“Lo que quiso decir con “pidiendo pista” es que hace poco estaba a punto de morir, y como sabes, con código azul se refiere a un paro cardíaco, entonces claro, toca partirle el pecho (es decir hacerle cirugía cardiovascular) por las repetidas veces que ha estado a punto de morirse. Aunque como ves, al pobre así hecho fruta (en estado crítico) no lo quieren ni mirar”.

Si con mis amigos me sentía fuera de lugar, definitivamente aquí era mucho peor. Miré el reloj y habían pasado solo dos horas desde que estuve en sala de espera. Yo lo había sentido una eternidad y aquí comencé a preguntarme si realmente sería capaz de estar allí en secreto por nueve horas más.

La respuesta llegó a mí cuando me topé con un estudiante de medicina que hace sus prácticas allí, y me preguntó mi misión en ese lugar. Le dije la verdad en vista de que me inspiró algo de confianza. No tardó mucho en decirme “cuidado con el octavo par”.

Mire a mi lado y al ver que no había más nadie con quien pudiese estar hablando, pregunté a qué se refería. “El octavo par craneal, o sea los nervios auditivos”, me dijo con naturalidad y casi que riéndose. Aunque para ser sincera, aún sigo sin entender por qué no dijo simplemente “cuidado alguien te escucha”.

Su nombre es Cristian Rodríguez y en promedio atiende 18 pacientes al día. Sus turnos son de 12 horas entre las que se toma descansos de 20 minutos en el mejor de los casos. Lo primero que hice fue preguntarle qué tan difícil fue adaptarse a la terminología que usan en la clínica y cuáles son las palabras más usadas.

Me dijo que además de los diminutivos que normalmente uno escucha y automáticamente cobran sentido, como el electro o la quimio, también están esas siglas que a lo mejor cuesta más descifrar. Como el TAC (Tomografía Axial Computarizada), una que a lo mejor todos hemos escuchado, pero no todos sabríamos decir qué significa.

También comentaba que cuando se habla de reducción, se refieren a ajustar un hueso fracturado sin recurrir a la cirugía. Y cuando un interno deja de ser paciente para convertirse en pitufo, significa que tiene cianosis (coloración azul en la piel o labios)

Pero para Cristian, lo más difícil de asimilar es tener que ver morir a alguien.

“A esto le llamamos éxitus, y es muy difícil. Aunque digan que los médicos están acostumbrados a eso, no es fácil. No es solo que se murió y ya, es que tú lo has visto morir progresivamente y has visto cómo su estado de salud se deteriora” me dijo mientras se despedía.

Cuando me quedé sola y saqué las cuentas, llevaba solo cuatro horas en la clínica. No sabía si sería suficiente, pero mientas estuve allí, las sentí como un día entero.

Me sentía agotada, me dolían los pies y la vista me pesaba. Creo que no me había sentido así hace mucho tiempo, por no decir que nunca. No me imaginaba si quiera, cómo sería estar allí por 12 horas completas, o peor aún ir todos los días a trabajar a este lugar.

Bajando por el ascensor hacia el primer piso, pensaba lo valiente que hay que ser para querer trabajar allí. No solo es tener vocación, también hay que estar mental y físicamente preparados.

No pude dejar de pensar que si esto es lo que día a día viven mis amigos, lo mínimo que yo podía hacer era aguantarme sus pésimos chistes y preguntar por su extraña jerga.

Yo me atrevo a decir que en este lugar el tiempo pasa más lento. Tanto así que mientras recorría la clínica a escondidas del guardia en turno, 8 de las 16 personas que encontré en la primera sala de espera cuando llegué, seguían allí sentadas.

Y claro, luego de ver esto, no supe para quién de los 17 que estuvimos en esa sala de espera, había pasado más lento el tiempo.

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