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Por: Yoleidys Moreno Torregroza

Amanecer es un privilegio luego de una noche en Urgencias.

La sala de urgencias luce como un compendio de retazos. Afuera, bajo un techo de eternit, ocho sillas plásticas ordenadas en dos hileras a lado y lado de la puerta principal sobreviven como un “peor es nada” entre las 15 personas que esperan bajo ese techo. Y ahora la persona número dieciséis acaba de bajar de un motocarro con un niño en brazos. Son las 11 de la mañana, pero muchos de ellos han estado esperando desde la madrugada.

Una mujer de 30 años discute a través de las ventanillas de la puerta con un hombre de camiseta amarilla que luce mayor que ella.

─ ¿Y usted sí desayunó bien? Vea que por eso es que les da esos mareos ─dice el hombre, mientras la inspecciona con la mirada.

─ Ya le dije que llevo tres días con el mismo malestar.

─ ¿Y ya se hizo la prueba de embarazo?

─ Pues será hijo suyo porque yo no tengo marido.

─ Vea, esto adentro está lleno. Mejor cruce a la farmacia y cómprese un “matrimonio”, aspirina con ibuprofeno. Eso le quita esas maluqueras.

─ ¡Bonita la vaina!, al portero le dieron título de médico! ─dice la mujer y (resignada) se da media vuelta, se escabulle entre la gente y cruza la calle.

─ No pueden tene’ un dolorcito e’ cabeza porque enseguida es pal hospital. La misma vaina le va manda’ el médico ─comenta el portero a regañadientes.

Urgencias es un desfile diario de niños con fiebre, diarrea, vómito o una gripa muy fuerte, dependiendo de cuál sea la virosis del momento; abuelos con dolores en los huesos y dificultad para respirar; madres adolescentes con carpeticas de cartón bajo el brazo; hombres accidentados en moto y mujeres haciendo fila bajo un árbol de mango para recibir un turno a odontología o algún otro de los mediocres servicios del hospital.

La puerta de hierro de la entrada huele a recién pintada. Las bisagras, por el contrario, son casi polvo de óxido. El pasillo de urgencias ha sido pintado, de blanco pulcro y beige, como parte de la millonaria inversión de la Administración. El hospital huele a nuevo pero sabe a viejo. Y la pintura barata pronto empezará a descascararse entre el roce de la gente, dejando a la luz un mar de óxido y comején.

En el pasillo, en una hilera de siete sillas plásticas aguardan algunos de los afortunados que han vencido el escáner del portero. De la puerta blanca de enfrente sale un hombre delgado, en chancletas y con una camisa desaliñada. Sus ojos se pierden en el sobrecito blanco que tiene en sus manos, mira a ambos lados y entonces se dirige a los moribundos del pasillo.

─ Disculpen, ¿ustedes saben dónde está el dispensador de agua?

─ Ay señor, demasiado lujo pa’ este hospital ─comenta una señora en tono burlesco.

─ Le toca cruzar a la tienda y comprarse una bolsa con agua ─dice un hombre sentado al lado de la señora.

─ Parece mentira pero en este momento no tengo ni $100 en el bolsillo ─responde el señor, mientras rebusca en los bolsillos delanteros de su pantalón.

─ Yo le presto ─dice la señora mientras saca una moneda de la cartera. Usted no tiene la culpa de que en este hospital no haya ni agua pa’ tomarse una pastilla.

El santo hospital

Un 31 de julio a finales de los años 70 fue inaugurado el Hospital San Roque, llamado así en honor al Santo Patrono del pueblo, el mismo cuya imagen tallada en cerámica pasean en un carruaje celestial cada 16 de agosto, en medio de una pomposa procesión.

Pablo, un curtido habitante de la región, caminó una vez la procesión a pie descalzo, a la hora en la que el sol ya casi se esconde y el pavimento libera el fogaje del mediodía. Treinta cuadras sin quejarse: el pago que había prometido a San Roque a cambio de una mejor salud para su enfermiza bebé. En la procesión caminan, así como él, cientos de fieles que confían más en los milagros de un santo que en el sistema de salud.

La fachada del hospital no ha cambiado mucho desde su inauguración hace casi 40 años. De las letras azules que un día lo nombraron, ya no queda rastro. Y el letrero que titula “urgencia” en mayúsculas rojas ahora es solo un cascarón amarillento en lo alto del techo, tan frágil que la brisa lo amenaza con el suelo en cada soplo y en sus chirridos resuena esa promesa de atención urgente a la que la gente del pueblo todavía se aferra.

Bajo el abrigo del altísimo

La habitación número 2, en el ala izquierda del pasillo, transpira un penetrante que mezcla olor a pintura rancia y a solución con yodo. Dos camillas tendidas con sábanas blancas se ubican una al lado de la otra, separadas por una cortina del mismo color. En una reposa una señora de aparentes 50 años y en la otra estoy yo, con menos de la mitad. Me duele el pecho y el resto de mi cuerpo casi no lo siento… Mejor, sí lo siento, solo que me pesa cuando intento moverlo. Me recuesto como una masa inerte reclinada en la camilla, con la boca abierta, inundando el ambiente con el agudo silbido que produce mi garganta cuando intento respirar.

Un hombre blanco sentado en una montaña pedregosa, cubierto con una túnica beige, de barba corta y cabello largo, mira hacia un horizonte iluminado. A su lado, un mensaje titulado “Salmo 91” se extiende hasta el final de la imagen y termina con un “amén”. Una placa de vidrio y un marco de acero encierran esa impoluta imagen colgada en la pared frente a nosotras.

Todas las noches antes de dormir mi mamá se sienta en la cama, abre su vieja biblia en la misma página, cierra los ojos y recita sus plegarias: “El que habita al abrigo del altísimo morará bajo la sombra del omnipotente (…) Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora…”. Ahora mi mamá está afuera, probablemente en la farmacia, comprando algo que la enfermera llamó “micronebulizador”, porque en el hospital no lo hay.

Yo trato de seguir respirando, pero el aire se siente pesado. Y ya no puedo seguir tosiendo porque mi garganta se rasga en cada intento. Mi mente repite, una y otra vez, el Salmo que está en la pared y la señora que está a mi lado se vuelve a quejar de un dolor. Tal vez ella aún no habita al abrigo del altísimo, igual que yo.

La vigilia de Cecilia

La cocina emana un olor a jengibre y limón. Cecilia vierte el agua de una olla en una taza de cerámica mientras inhala el vapor que desprende la infusión. El jengibre le pica en las fosas nasales y le quiebra los ojos, pero ella dice que es un poderoso sanador para el resfriado o una apretazón. “Y también una loratadina, por si acaso” se dice a sí misma, mientras paso a paso bordea lentamente la barra de la cocina, se detiene, tose, toma aire y vuelve a caminar.

El rocío de la madrugada se cuela por la ventana de la habitación de Cecilia. Ella intenta levantarse de la cama silenciosamente, para no despertar a la niña que duerme profunda a su lado. Un impulso doloroso le contrae el pecho y una bruma le obstruye la garganta y le quita el aliento. Cada vez entra menos aire a sus pulmones.

La niña sueña con truenos, con una tormenta, con una mano que le agarra el brazo y la zarandea. Se despierta de repente, exaltada, agitada. No es un sueño, su mamá es quien se ahoga en esa tormenta y ella es su único salvavidas.

En este pueblo no se llama a la ambulancia. Se procura respirar. No hay médicos a domicilio y resulta inevitable rezar por encontrar un espacio en la sala de urgencias. A las cinco de la mañana hay todavía menos esperanzas. Pero la niña de 13 años sale a la calle desesperada, buscando alguna forma de llevar a su mamá al hospital.

La calle parece un túnel oscuro, cuando de pronto se enciende una luz amarilla, al final. Son dos luces, redondas. Es el carro del vecino Manuel, que ahora lleva un letrero de “Se Vende” en el vidrio delantero. Va camino a la planta de Palmeras, el extenso cultivo de palma africana del que subsisten cientos de familias. Esta es su última semana trabajando allí tras el masivo recorte de personal que ha deprimido la economía del pueblo.

El viejo Chevrolet verde cruza las calles con premura; aún no amanece pero la gente está saliendo de sus casas, abriendo los puestecitos de fritos y ofreciendo agua de maíz en las terrazas. En el asiento trasero, Cecilia sigue respirando con dificultad mientras cada movimiento le arrebata un poco más el aliento. Para cuando el auto se detiene en la entrada de Urgencias, Cecilia ha dejado de luchar.

Esperar, no se puede hacer más

El sonido de una sirena retumba entre las paredes del hospital. Luces rojas y azules salen disparadas a toda velocidad entre la torrencial lluvia nocturna. En la entrada de Urgencias, un charco de sangre se rebosa entre la sucia baldosa y los zapatos de los curiosos que se resguardan del aguacero.

─ Yo no creo que aguante esa media hora de camino hasta el otro municipio.

─ Con esta lluvia… y en carretera, la veo difícil.

─ Yo no le doy esperanza porque ese hospital de allá tampoco es que sea mucho mejor que este.

─ De pronto lo lleven a la clínica nueva, la de tres pisos. Yo escuché que hasta hacen cirugías a corazón abierto.

─ Pero si no tiene carnet no lo atienden, no ve que eso es privado.

En el cuarto de observación adulto, Vanessa se está ahogando por culpa de una gripa. Ha sido todo un día en hospitalización entre una enfermera amargada, que pasa cada hora a ver cómo sigue, y la angustia de sus padres que aún no se cansan de preguntar cuándo viene el médico.

Vanessa está resignada a pasar la noche en esa habitación blanca, mirando al techo de icopor, temerosa de que alguna de las ratas que lo ha teñido con parches amarillentos pueda caer sobre ella y colársele entre las sábanas. Los medicamentos y el olor a decol del hospital la marean, le dan arcadas y poco a poco la dejan exhausta, somnolienta.

─ … acumulación de líquido en los pulmones ─Es la voz de un hombre. Vanessa lo escucha mientras se debate entre los sueños y la realidad.

─ Hay que trasladarla a la UCI, es una neumonía complicada ─Ahora la enfermera parece realmente preocupada.

─ Hay que esperar que regrese la ambulancia para hacer el traslado.

─ ¿Esperar? ¡Pero si llevamos todo el día aquí! ─reclama su papá.

─ No podemos hacer más que eso ─concluye el médico.

No es aire, es Salbutamol

Una simple gripa. Esta gripa me llenó los bronquios de flemas hasta que el aire no pudo circular con normalidad. Solo era cuestión de toser, botar y el aire volvía a pasar. Nada que después de unos cuantos días no se alivie.

Por eso mi mamá siempre repetía “bota, bota la flema pa’ que se quite la gripa”.

Esta vez no tuve tanta suerte porque ni el eucalipto pudo desterrarla. Pero lo que casi me mata fue haber pensado que no tenía importancia. Y no la tuvo, hasta que no pude subir las escaleras del segundo piso del colegio y me quedé sentada en el quinto escalón entre tos y tos, tratando de expulsar la flema para dejar el aire entrar.

Ahora estoy en Urgencias, sentada en una camilla desgastada, mientras mi mamá me repite “Respira. Inhala. Exhala”. Una mascarilla cubre la mitad de mi cara, se asemeja a una gran nariz unida a un largo esófago conectado a una cajita blanca. La enfermera me dice que absorba el gas que fluye por la mascarilla. Se siente frío, artificial, como absorber Vick Vaporub. El gas huele al congelador de la nevera, hasta sabe al hielo que produce la nevera, ese que no se debe comer.

La cajita blanca contiene salbutamol, un broncodilatador en estado líquido mezclado con una solución salina. Con ayuda del oxígeno, ambos líquidos van creando un vapor que al ser inhalado provoca que los bronquios y bronquiolos de los pulmones se dilaten y permitan el flujo del aire. Nebulización es el nombre de este proceso químico que poco a poco me permite respirar y del que mi mamá, asegura, no se puede abusar, porque resulta adictivo y te vuelves dependiente de ese aire artificial.

Yerbatera

Cecilia estuvo en Urgencias hasta las diez de la mañana de aquel día. Esta vez no hubo que cruzar a la farmacia para comprar el micronebulizador. De no ser así quizá el cuento sería otro, porque en medio de la prisa nadie está pendiente de la plata.

Después de una terapia respiratoria y unos cuantos antibióticos para la fiebre y el dolor de garganta, el médico la dio de alta. El peligro ya había pasado. Además, en la sala de urgencias hay que priorizar el espacio y el tiempo del médico, porque en el pasillo hay más personas que se están muriendo de algún dolor, porque aquí ya no cabe más gente y todavía siguen llegando…

Para la gripa, Cecilia se prepara un agua de guarumo, gualanday, eucalipto y limón. Se toma un poquito y con esa misma agua se da un baño. Cada tanto toma miel de abeja. Y antes de dormir, siempre, se unta pomadas de marihuana y mentol. “Estaré viva hasta cuando Dios quiera, pero si me muero que sea en mi casa. Yo a Urgencias no vuelvo”.

El oscuro panorama de la salud

La ambulancia ha tardado dos horas en regresar. Los curiosos abandonaron la entrada de Urgencias luego de que la lluvia cesara; quizá partieron a casa a contarles a sus familias sobre el hombre que se llevaron gravemente herido, y luego dormirán tranquilos festejando el inusual frío de la noche. Probablemente ninguno de ellos sabrá, hasta el día siguiente, que sus presagios se cumplieron y aquel hombre ha perdido la vida a mitad de camino.

Ciento veinte kilómetros de carretera separan a Vanessa de la UCI. Ahora es ella quien se embarca en ese paseo de la muerte a media noche. Dos horas, quizás más, quizás menos, para llegar a la clínica donde pueden atender el pronóstico: neumonía.

A unas cuantas cuadras de esa clínica está el hospital público más grande de la ciudad, que presta servicios de segundo nivel y algunas actividades de tercer nivel. Una gran mole de ladrillo, con varios edificios, lo “mejor equipada posible” para atender a cientos de personas que no solo llegan desde los municipios aledaños sino también desde otros Departamentos.

El hospital lleva varios años con una amenaza de cierre en sus puertas. La crisis financiera de la salud lo ha desfalcado hasta el punto de suspender muchos de los servicios que ofrecía. Médicos y enfermeras han tenido que marchar y considerar la posibilidad de suspender labores por falta de pago. Además, el hospital también afronta una deuda millonaria con la empresa de electricidad, que amenaza con dejar a oscuras el faro de la salud del Departamento.

A 120 kilómetros tampoco hay esperanza

Treinta y tres días estuvo Vanessa en el cubículo nueve de la Unidad de Cuidados Intensivos. Entre cuatro paredes blancas, un pitido intermitente, otra enfermera amargada y visitas de media hora dos veces por día. La clínica se convirtió en un paraíso enfermo donde la vida olía a naftalina. Hasta que la dieron de alta y pudo regresar a casa, esta vez con un tapabocas, antibióticos en la cosmetiquera, huyendo al sereno de la tarde y viendo a sus amigos solo por videollamada.

Hace poco, el personal de esa misma clínica, junto a otros de la ciudad, realizó un plantón para exigir el pago de la nómina y de medicamentos por parte de las EPS y otras entidades. Ante un posible contagio masivo por el COVID-19, estos centros de salud no estarían suficientemente preparados porque debido al desfalco no cuentan con recursos para comprar insumos y materiales de bioseguridad.

Vanessa revisa las últimas noticias y lee que el personal de salud de estas clínicas ha dejado clara su negativa a atender pacientes con síntomas relacionados al virus, mientras no se les asegure la protección necesaria. Si Vanessa sufriera nuevamente una infección en sus pulmones, que derivase en una neumonía, ya no tendría una clínica a donde llegar. Entonces tendría que aferrarse, al igual que Cecilia, a los remedios caseros y a un inhalador con salbutamol que guarda como un “por si acaso”.

Por su parte, el hospital público de segundo nivel acaba de inaugurar diez camas nuevas para la Unidad de Cuidados Intensivos. Con esta nueva dote ya hay 17 en total, con ventiladores mecánicos, desfibriladores y otros equipos dispuestos para la atención de pacientes con síntomas de gravedad por el COVID-19. Médicos y enfermeras reciben con cuentagotas el pago de los 11 meses que les deben desde el 2017, mientras las ambulancias siguen trayéndoles enfermos con la esperanza de que no se pierda una vida más. Algunos, claro, por las circunstancias, ya se fueron. Los del San Roque han permanecido ajenos a esta muerte con pesadillas, hasta ahora.

El recién maquillado San Roque

El nuevo hospital fue el último gran artilugio de la Gobernación. Más de 11.000 millones de pesos invertidos en una gran infraestructura y dotación de primer nivel, cuya entrega debía ser a inicios de 2016 para solventar la asistencia médica de más de 23 mil personas.

Al principio, parecía un elefante blanco al que la gente le perdió la fe. En el barrio donde lo construyeron se conformaron con que hubieran pavimentado la calle. Es que en este pueblo el pavimento es el mayor índice de desarrollo.

Después de tres años, la imagen impresa en una gran valla con la promesa de una dignificación de la salud fue entregada. El nuevo hospital, vestido de blanco y beige, que parece tan ajeno al paisaje, se levanta casi al final de la calle, en lo que antes era un potrero.

Todos en el pueblo se aglomeraron, como en la fiesta patronal, para celebrarle a San Roque. Y alguien dijo: “Está bien bonito, hasta dan ganas de enfermarse y hay más sillas en la sala de espera”.

Y Cecilia estaba también entre los curiosos comentándole a la vecina que este es “un hospital hermoso, lástima que sea de primer nivel”.

Ya ha pasado más de un año desde aquella inauguración. Rosmira recuerda que hace poco tuvo que usar la nueva sala de urgencias por primera vez: “A mami la llevamos hace poco a Urgencias y la atendieron bien y hasta rápido. Aunque le pusieron acetaminofén, pero por lo menos la vio un médico”.

En una verdadera emergencia un paciente tendría que ser trasladado al municipio más cercano, donde hay una clínica de tercer nivel, que es la envidia de los demás municipios. “Y hasta hacen cirugías a corazón abierto”. Y si no hay espacio ahí, entonces te trasladan al municipio capital, a ese intento de ciudad que queda a dos horas del pueblo, donde se supone que están más preparados para salvar vidas y de donde también –desde marzo y antes– han regresado viudas y madres llorando a sus hijos.

Ahora enfrentamos una pandemia. El hospital se aferra a Dios y a San Roque para que lo cubran con su manto protector. Mientras, las enfermeras y médicos corren de un lado a otro, porque el coronavirus es lo nuevo, pero el dengue, la gripa, el vómito, la diarrea y los accidentes son el pan de cada día. Para hacer frente al COVID-19 el hospital preparó dos habitaciones aisladas y un tratamiento a base de acetaminofén e inhaladores puff con salbutamol. Los nebulizadores fueron reemplazados por estos nuevos inhaladores para evitar un foco de contagio.

El pueblo asintomático

El pueblo se ha convertido en una antología llena de mitos, remedios caseros y artículos científicos (o no) tomados de Facebook. La gente sigue creyendo que el virus no se reproduce en altas temperaturas y que los 38° centígrados del mediodía son la barrera que los separa del inminente contagio.

Ya van tres casos, asintomáticos, según una EPS. Pero es mentira, dice la gente, que “son como unos falsos positivos porque a las EPS les pagan por cada caso que detecten, entonces se inventan que la gente es asintomática, pero en realidad no tienen nada porque uno los ve muy bien”.

Mientras, la gente se amontona en los supermercados, en las oficinas de pagos, en las tienditas de esquina, con las narices afuera del tapabocas y el tarrito de antibacterial que se pasan entre todos. Ya van más de 30 mil contagiados por el virus en todo el país en solo tres meses, pero el pueblo sigue viviendo aferrado a la protección de San Roque.

(Mayo de 2020)

Esa fue la primera y última vez que usé un nebulizador. Desde entonces esos síntomas han vuelto muchas veces, algunas leves y otras más fuertes. Broncoespasmos, disnea (falta de aire), sibilancias, congestión, fiebre, dolor de cabeza, tos, cansancio. Y hace poco, en la televisión, un doctor habló sobre estos síntomas, que ahora parecen ser un indicio del padecimiento del COVID-19. Entonces, el doctor dijo que en el caso más grave alguien puede morir a causa de neumonía, pero que eso es más común en las personas de la tercera edad. Y yo me sentí de 70 años, con los pulmones cansados e hinchados, transpirando salbutamol, en la camilla de aquella sala de urgencias donde ahora no está mi mamá Cecilia sosteniendo mis manos.

Mi mamá se quedó en el pueblo. Todavía no confía en los médicos ni en los hospitales; ella prefiere el ajo y el jengibre para que la libren de todos los males. Cada vez que la llamo le recuerdo que ella, al igual que yo, somos población en peligro. Y ella me dice con extraña tranquilidad, a pesar de estar encerrada en un pueblo con un hospital de primer nivel en medio de una pandemia, que “estaremos vivos hasta que Dios quiera”.

*Crónica publicada en El Espectador. 

 

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