Por: Daniel Martínez Benítez | Foto:Karim MANJRA
Primera entrega del cuento “Ficciones de un edificio delirante”.
Torre 5, apartamento 603.
Con el teléfono fijo entre la cabeza y el hombro, habla. Respira un tufo ácido a creolina, ajax, y límpido. Encorvado se restriega las manos con agua y jabón mientras estira la pierna a la manija del inodoro: baja agua arenosa sabor a brisa y orín.
¿Con quién hablo?
¿Disculpe? ¿A quién necesita?
¿Con quién hablo?, repite la niña.
¡A quién quiere?
Cuelga. Baja el baño otra vez y grita: ¡Tatiana! ¿Hasta cuándo, hasta cuándo? Verga. ¿Será que sí fue en serio? A ver si llama otra vez —llamó: suena el teléfono, se oye y se deja sonar, la gata no se mueve y la otra tampoco dice nada: no es en serio.
¡Baja, baja, baja!, ¿por qué te quedas arriba?, ¡te necesito cabeceando abajo!
¿Con quién hablo?
Por favor, por favor ¿a quién necesita?
¿Con quién hablo?, repite la niña.
No marica, no Dígame a quién quiere.
Cuelga.
Cae la ceniza en el cenicero y la ceniza la siente. La gata se movió. La otra volteó a mirar pero… pero, ¿y si voltea por las voces del parque? Al lado la gente juega fútbol en la cancha: esos gritos sí los siente Lucifer, que se centra en una de las baldosas y enrolla su colita en ella misma como cuando los niños se meten debajo de su cobija. Así se queda cuando suena el teléfono y pregunta la niña y repite la niña.
¿Con quién hablo?
(Silencio)
¿Con quién hablo?
Pero ¿porqué yo? Por qué no llamas al vecino llama al vecino llámalo
*
Tati, Tati, la… la niña no deja de llamar.
Bello, Bello, ven. Aquí conmigo. Eso. Cierra los ojos. Mira tu respiración. Dime, ¿qué ves?
Una mula, Tati.
Sigue respirando, ¿qué más?
Una mula apersogada a un árbol de puercoespines.
Dime más.
Una mula apersogada al árbol de puercoespines y un… (aprieta los ojos y ve mejor) un hombre rebuscando uno de los bolsos que colgaban de ella.
¿Qué pasó después?, Bello.
El tipo sacó un calabazo de esos que venden llenos de chicha, se lo terció en el hombro derecho, sacó un pastel envuelto en hojas de bijao, una cuchare palo y obligó a la mula a echarse al suelo donde le había dejado avena. Se sentó recostado a la bestia a devorar el pastel. Se tomó la chicha de a sorbos pequeños, “el alcohol ayuda a bajar la comida”, dijo. Cuando estuvo lo suficientemente borracho y la mula se había quedado dormida, la despertó, la montó y la hizo levantar. Se paró encima del animal después de que estaba sobre los cuatro cascos, estiró los brazos, apartó las hojas y vio los frutos. Se empinó y empezó a coger ciento una espinas. Con cada espina que quitaba, el puercoespín gruñía de dolor, gruñía, gruñía, gruñía. Por eso escogía los árboles con menos puercoespines. Terminó y se sentó encima del animal. Se hurgó los dientes hasta que no pudo masticar más el pastel, y avisó que iba al mercado del pueblo: tenía cien palillos por vender.
*
Torre 5, apartamento 604.
Que no se buscaba en internet y que no le importaba lo que opinaran, quizá sí era cierto. Lo que sí hacía cada que no estaba escribiendo era ir a librerías y comprar un café (o un whisky si la librería lo permitía). Cada librería tiene sus propias reglas: hay unas en las que te miran con raye si vas ojeando el libro más allá de la sinopsis, esas no sirven, a esas ni se acercaba, no había posibilidades; hay otras librerías en las que puedes ojear los libros todo lo que quieras: agarras cada página y la llenas un poco de ti antes de que llegue otro y agarre el mismo pedazo de papel y llore también, o tal vez no. Esas eran. Escribía por la mañana después de leer el periódico. Acababa antes de almorzar. Se bañaba, porque a nadie le gusta un cínico en el siglo XXI, y sacaba las llaves, el sueldo no daba para tanto cerrajero y ya había arriesgado la vida más de una vez entrando por el balcón.
Manuel Olivares, nacido en Barranquilla. Su papá y su mamá dicen que en el 97, la tía que no lo quiere dice que en el 98: “¡así la reptiliana esa cree que se quita un año de encima!”, iba gritando cada que la veía; pero no era un resentido, más bien se reía de lo que podía. Cuando en el 2015 se graduó del colegio decidió comprar una impresora grande, y alquiló un apartamento todo el semestre en vez de pagar la matrícula. El papá pensó que estaba estudiando literatura. En vez de eso se la pasó más o menos los cinco meses del semestre (académico) leyendo novelas de sus amigos y decidiendo cuál imprimía y cual con las mismas devolvía. Con los años maduró el proyecto y el papá se la dejó pasar. Compró más impresoras y una casa donde fundó su editorial: Libros de Lunes. En esos años, sus amigos más necios, los que negaban la posibilidad de dejar de escribir por más hambre que tuvieran, le llevaban todas las semanas una que otra historia. Había uno raro: iba todos los días después de almuerzo, le entregaba uno o dos cuentos, empapados de soberbia y un poco de genialidad, que según él los había escrito por la mañana después de leer el periódico. Luego de una o dos horas de cháchara salía volando con la excusa de que iba a una librería. Casi siempre iba a una diferente, pero una en la que se pudiera leer tranquilo.
Llegaba a la librería. Buscaba todos los días la misma novela: Una hostia siempre cae boca abajo. Se sentaba a leer y de a sorbos cortos de lo que sea que haya comprado se metía en las páginas. Esperaba que no lo molestaran, que no llegara alguien y le tocara el hombro, que no le sonara el celular, es más, ya casi siempre lo dejaba en la casa, en su cuarto, en la mesita de noche debajo de la Biblia: así no iba a sentirlo por más que vibrara y hasta se le olvidaba que estaba ahí. Una interrupción en particular no le importaba: que llegara la mujer de turno y se diera cuenta que el mismo de la foto del libro era el que leía. Ya cayó, pensaba.
*
Los empleados del conjunto residencial pasan por la basura a eso de las 8 de la mañana, a veces se demoran hasta las 10, usan el ascensor y suben hasta el piso once, luego bajan piso por piso y agarran cada bolsa plástica repleta de basura, esas que la gente llena de porquería, y dejan (o tiran) fuera de su casa en el rellano antes de cerrar la puerta y se desentenderse. Ahora es problema de otro: Meza levanta las bolsas, las pone dentro del barril plástico, porque si las tira se rompen y es peor. “¿Cómo va varón?”, saluda por hábito, y antes que Varón pueda responder, ya Meza llegó al piso de abajo, al quinto piso, y está saliendo del ascensor: va por la torre cinco, son diez, y es uno de los tres conjuntos residenciales en los que trabaja haciendo lo mismo.
Varón lleva menos de una hora en el descanso del sexto piso. Sacó la basura: dos bolsas malolientes y chorreando lixiviado igual que las otras, las heces de la casa. Las tiró donde estaba el resto y cuando cayeron, sopló la brisa de Barranquilla y cobrándole las de la fiesta de anoche, tira la puerta: lo deja encerrado afuera. Sorprende cuántos golpes puede aguantar una puerta que según el cerrajero, se abre con un solo puño —aglomerado de aserrín y polvo. Varón le creyó, el marco estaba flojo y el tipo abrió la puerta con dos horquillas en diez segundos: Parcero, son cincuenta mil. Parcero le paga y sigue vomitando en el lavaplatos.
*
El primer trabajo que Varón tuvo fue de botón en una foto: la negra Clara había venido a Colombia hacía varios años y se le dio por tomar una foto en la Plaza de la paz para “recordarle a los políticos lo que les falta”. Buscó tres mil personas, la mayoría vestidos de azul y algunos de negro, los formó en un jean gigante y tomó la foto desde el cielo.
Los botones también trabajan en los hoteles, por lo general no son circulares ni tienen cuatro huecos. A ellos no los aprisionan con hilo, lo hacen con un contrato. Tienen cinco huecos; aunque en el hotel de doña Carmen, en el centro de la ciudad, trabaja el Ñato, un botones con una sola fosa nasal: un botones con cuatro huecos.
Los soldados usan botones en sus uniformes, y en los batallones cantan el Trote del Aspirante (cántelo con ritmo de soldados trotando):
Yo quiero bañarme
en una piscina
Una piscina
llena de sangre
Sangre guerrillera
Sangre subversiva
¿Se imagina la sangre de esos hombres?, harían de la piscina un sauna.
Hubo una época a principios de 1900 en la que los uniformes de los policías tenían dieciséis botones: eran agentes de policía con sesenta y nueve huecos. BotónBotónBotónBotónBotón- BotónBotónBotónbotonbotonbotonbotonbotonbotonbotonboton: Tombo. Si ya se sabe cómo entrenan a los soldados, piense cómo entrenan a los tombos (y cántelo con ritmo de tombo trotando):
Yo quiero bañarme
en una piscina
Una piscina
llena de sangre
Sangre de sicario
Sangre ‘e ciudadano
Los tombos caminan por las calles, caminan y buscan con quién bañarse. Varón evita a los policías, evita comprar un carro.