Por: Daniel Martínez Benítez
Tercera entrega del cuento “Ficciones de un edificio delirante”.
Una ventana doble y una puerta, la ventana se extendía por toda la pared. Una columna, de un color incierto —blanco, crema, gris, o celeste, en realidad no se distinguía—, dividía la ventana en dos. Una cama sencilla bastante golpeada y aclarada por el sol, un sillón doble deformado por la constancia de los culos, y seis personas perdidas, solo eso había en la habitación.
Tres meditaban acostadas en la cama mientras las otras tres reflexionaban, en una posición entre sentadas y acostadas, en el sillón, apenas respirando, como perdidas cada una en su mundo aunque compartiendo el mismo universo.
No soy el que está a mi izquierda: su extrema gordura, su tez pálida sin vida, y su hambre no son atributos que me daría; no soy quien está a mi derecha, al frente o diagonal a mí: la última vez que me fijé no tenía tetas, no traía vida a la tierra, no me llegaba la menstruación mensualmente, tenía un pene y no una vagina entre las piernas, y mis jeans los compré en la sección de hombres; no soy el que se está cayendo del sofá, no visto con colores, no tengo la mirada tan perdida, no soy tan bajito, no soy vegetariano ni abrazo una botella de alcohol con fuerza hercúlea; sí soy el que está en el centro de la cama, soy quien no puede apartar la vista de quien está a su derecha, no porque no quiera, sino porque físicamente no me es posible: las piernas y los brazos están dormidos, son fugitivos de la prisión que antes era mi cuerpo, son libres, soy quien tiene alguien encima saltando, gritando, temblando como epiléptica, moviéndose al compás de la música.
Tatiana, es Tatiana.
Tatiana no hace parte del grupo de seis, Tatiana vino conmigo: no soy Tatiana. No tengo tetas, no tengo tantos vicios, no estoy sobre mí, mi prisión no está tan bien custodiada. Sus manos se alzan, intentando tocar el techo, pero no puede. Sus brazos se estiran y lo logra lo logra. En ese momento me cae tierra en la cara. ¿Tierra? Era tierra o sal o harina o cenizas o tal vez era polvo, quizá no el que más deseaba, pero era el polvo de Tatiana.
Tatiana deja de saltar, agarra el vaso de whisky de dieciocho años que tengo en la mano (el vaso está hasta el tope), lo toma de un trago sin arrugar la cara, y con el mismo impulso le da una calada al cigarrillo que enseguida tira por la ventana.
Aunque está sin pantalones (desde que la conozco nunca usa pantalones cuando está en casa) dice que quiere salir, que necesita agua o aire o más whisky o más cigarrillos o todo lo anterior. En ese momento cae sobre mí, inmóvil, con la respiración pesada, con los ojos blancos sin pupilas visibles.
Tatiana no responde, Tatiana no está.
Por la ventana entra más luz que nunca y un aire frío de madrugada corta el calor emanado por algunos de los seis cuerpos. La luz se extingue y alguien grita “¡no vuelvas, infeliz!” Luego del grito una bocanada. Alguien respira, aunque no sepa por cuánto tiempo más. Era humo.
Tatiana había caído sobre mí para luego caer unos treinta centímetros más y poder llegar al piso sin mucho esfuerzo. Las piernas todavía no le respondían lo suficiente. Me hala de la mano, me dice con esfuerzo, “vamos a la cocina, el encendedor salió volando por la ventana y no hay más debajo de la cama” (normalmente tenemos una caja de encendedores bajo la cama).
Esa voz tatina y sonora. Con dificultad caminamos a la cocina, tropezando contra las paredes, los cuadros, las mesas, tropezando incluso el uno contra el otro. Nunca antes dos habitaciones habían estado tan alejadas.
Ya en la cocina prendemos un par de cigarrillos en la estufa, agarramos cada uno una cerveza y caemos contra la baldosa fría o húmeda, no importa. Ya tumbados, sin poder mover más que un brazo, mirándonos el uno al otro, digo, “no te duermas, todavía hay que volver por los pantalones”. Con risa y desconcierto Tatiana responde, “tranquilo, de aquí no nos volvemos a levantar”.
*
“Amor, ¿cómo vamos a ambientar el día hoy?”, pregunta Tatiana, acabada de despertar, peinada por la electricidad que la chocó la noche anterior, vestida con los mismos harapos que lleva puestos desde hace una semana, con las ojeras que la caracterizan, y su piel amarilla que una vez más le obliga a preguntarse cómo es que sigue viva entre tanta putrefacción.
Él, sentado en la mesa que divide la cocina de la sala, en un apartamento de media muerte, voltea y la mira. Ahí está ella despeinada, ojerosa, desarreglada: natural. Sonríe. Mientras continúa rayando la hoja amarillenta (que reciclable, que el planeta, esa hoja huele feo, la tinta no se agarra igual y el lápiz se borra rápido), responde, “caritas felices”.
Tatiana no dijo nada, de pronto se quedó dormida, de pronto se desmayó (lleva varios días sin comer). No sé cuándo fue la última vez que tomó agua en vez de cerveza o vino o gaseosa. Empieza a sonar una canción. Sigue conmigo, piensa. “Ven, ya tengo la mía”, dice Tatiana desde la cama.
Puedo odiar al sol
Porque cuando sale perjudica todo
Puedo odiar al sol
Mata la noche y me siento solo
Dime cómo hacer para olvidar que sufro
Capaz de renunciar a mi vida
Dime cómo arremeter contra mi voluntad
Eso es demasiado fuerte para mí
Eso es demasiado fuerte para mí
Se levanta de la silla, agarra dos hamburguesas, dos gaseosas y va al sofá. Los dos sentados, mirando al techo, se alejan poco a poco. Cada vez más, el sofá se hunde en el piso. La ropa, las botellas, y toda la basura que los rodeaba empieza a caer sobre ellos mientras se acercan al centro de la tierra.
Las altas temperaturas de un centro líquido, de una pequeña esfera incolora e inodora se apoderan de los cuerpos que están ahí. Tirados en el sofá. Cubiertos por lo que es ya metros de basura se empiezan a ahogar en su propio sudor, la sangre hierve. ¡Se ha materializado!, ¡se ha materializado!, piensa sin expresar palabra. No era quien esperaba, no era el egregor que esperaba. Éste era un egregor oscuro, rebosaba maldad: bruno, colosal, andrógino y sin tiempo.
No era Tatiana, era yo, no, era él. Era su yo futuro, le veía a través de memorias, personaje nonchalante. Era su yo futuro, le veía a través de memorias y se reía de él. Era su yo futuro, un egregor turbio. La materialización del momento.
No, [éramos] eran los dos juntos, ellos, la materialización [de nuestro] de su propio templo, un templo profanado por sus propios vicios. ¡Patético!, vocea su [nuestro] egregor. Una, dos, tres, cuatro o más voces componen esa única voz. No identifica las voces, pero son conocidas. Son voces hermanas. Son voces familiares.
El egrégora aunque no para reír —no debe, no tiene por qué parar de reír—, habla. No entiende qué dice, debería entender pero no entiende. El egrégora empieza a quitar uno por uno los objetos que en este momento ya ejercen presión sobre sus pechos. Amenazaba la asfixia, morían y o no se percataban o importaba poco. La capa de desechos tenía ya kilómetros de espesor, se acercaban más al centro de la tierra, se alejaban más del techo, el techo ya no los protegía. Ya no más.
Han pasado horas. Tatiana duerme. Se levanta del sofá. Agarra la hamburguesa fría y la gaseosa caliente. Se sienta en el escritorio a darle fin a esta historia. No sabe si la siguiente tenga fin, no sabe si la siguiente vaya a ser terminada. Quizá la próxima historia la termine Tatiana y nadie lo sepa. Quizá no la termine nadie.
*
La luz que la iluminaba era estática. Todo lo que veía, sentía y temía era estática. Confundida y mal interpretada, la estática siempre está en la mente.
Tatiana estaba ahí, quieta, con una expresión que no inspiraba alegría ni tristeza ni angustia. Sus ojos, aunque vivamente desorbitados, eran un par de esferas que solo el rojo de sus ojos mismos les era comparable.
Era estática roja.
Su cabeza giró un poco. Los ojos rojos lo llamaron: dos megáfonos en exceso estridentes. Las piernas se distanciaron del control que una vez Bello sobre ellas ejerció. Ya no estaban conectadas al cerebro que en un pasado, no muy lejano, las controlaba. El cuello no aceptaba que intentara desviar la mirada.
Era estática inmóvil.
Las piernas, solo respondiendo al encanto, se movían en una única dirección sin evadir bancos, árboles o incluso el pequeño cuerpo artificial de agua, tan transparente como el carbón mejor pulido, que los separaba. Había una meta. La meta era ella.
Era estática la meta.
Cayó en el agua que reflejaba el cielo estrellado, el cuarto creciente y la aurora un tanto boreal que poco a poco iba cubriendo la cercanía del cielo, alejándolos cada vez más de la realidad que intentaban escapar.
La estática es el escape.
El caer al lago lo despertó. Había estado mirando la estática del televisor, el canal nacional Estática 24/7, el único canal que sintonizaba el televisor. Estaba ahí, al lado. Con sus ojos inconfundibles tan explayados como físicamente les era posible (sus pupilas eran el ojo), concentrada en la profunda estática producida por la pantalla, concentrada en no dejar escapar cada aliento y así evitar que su respiración conociese una última expiración.
La estática es vida.
*
Barranquilla es una ciudad particular: Hay cosas que pasan aquí que no pasan en ningún otro lugar. Ejemplo de su rareza es el 31 de Febrero en un mundo donde febrero llega hasta el 30. Quienes nacen en esa fecha prefieren nunca haber nacido. Las madres prefieren adelantar o atrasar el parto (más que todo adelantar). Incluso los animales odian el día: los caballos no relinchan, los perros no ladran, los gatos no ronronean, los pájaros no vuelan, los hombres no trabajan.
Las luces de las casas permanecen muertas ese día, el alumbrado público no atormenta la oscuridad, las personas no salen de sus hogares, las calles están desoladas por un día.
Por ley está prohibido salir a las calles de medianoche a medianoche, aunque algunos lo hacen bajo su responsabilidad. Las ambulancias no trabajan ese día, tampoco la policía ni los bomberos. Quien salga y sea herido está a su suerte. Los barranquilleros lo han entendido: en ese día es la naturaleza contra ellos. Es el único día que la policía sabe que no van a ser buscados. Los hipódromos no abren y los casinos mucho menos, los ludópatas sufren; los bares y licoreras no abren, los alcohólicos sufren.
Unos dicen que es Dios —su dios— quien desata su rabia por un día y toma venganza contra los mortales. Otros afirman que es el gobierno el que secretamente lleva a cabo lo que pasa. Unos pocos dicen que todos alucinan, que nada pasa. Quienes afirman lo último salen a las calles y mueren, probando falsa la teoría.
La definición de solipsismo, ha sido cambiada: hoy en día el solipsismo afirma que solo se puede estar seguro de la existencia de uno mismo y de lo que pasa el 31 de febrero. En el año 2000 se tuvo la teoría de que si Barranquilla eliminaba el día del calendario, nada sucedería, y así se empezaría el milenio con el pie derecho, rompiendo la maldición. Grave error.
El primero de Marzo del año 2000 transcurrió como si del 31 de febrero de tratase, se empezó con los dos pies izquierdos. Para enmendar el terrible desacierto, en el año 2001 hubo dos 31 de febrero, doble desgracia, doble dolor, doble sufrimiento.