Por: Samuel Smith Méndez | Foto: Equipo El Punto
Eran las seis y media de la mañana cuando la voz del Joe Arroyo hizo estremecer las ventanas de la casa y hasta las ollas de la cocina. Yasmira se levantó de un brinco de la cama. Medio abriendo la puerta vio que era José, su marido, que estaba desempolvando los bafles de su picó “El Caimán” y haciendo prueba de sonido con la salsa que no puede faltar en ningún picó barranquillero: “En Barranquilla me quedo”; y, aunque ellos viven en Soledad, se sienten barranquilleros.
José vio de reojo que Yasmira se asomaba y le guiñó el ojo. Yasmira intentó molestarse porque parecía que le había interrumpido el sueño que ella siempre le contaba a su comadre Yole: con el vecino que para ella estaba “buenote” a pesar de que le faltaba un diente; pero suspiró como señal de agradecimiento porque se la había agarrado el sueño y se le hacía tarde para llamar a la “veneca” –como llamaban a una estilista venezolana del barrio– que le iba a hacer las trenzas temprano. Ahí empezó lo que sería un intenso sábado de carnaval para la familia Flores, reconocida en el barrio por su alegre espíritu picotero.
A eso de las ocho, los hijos pequeños de Yasmira ya se habían levantado. Lucho y Alejo corrían por la sala de la casa echando el ojo para la cocina de vez en cuando para ver si ya estaba el desayuno que preparaba la abuela Toña. La “abue” estaba rallando como una libra de queso y a la vez fritaba unas tajadas de plátano que no le rendían mucho porque Camila, la hija mayor de la casa, cada vez que pasaba se robaba una. En uno de esos corre corre, Alejo se enredó con el cable que le daba corriente a los alto parlantes de su papá y la canción que sonaba de Diomedes, Caracoles de colores, no alcanzó a llegar al segundo coro.
“Nojoda, pelao calilla –gritó José– deja el desorden y ve a desayuná”.
Se acabó el juego. Toña llamó a los dos niños y les sirvió el desayuno sobre una mesa que estaba en el patio, mientras José cuadraba otra vez el sonido. Yasmira ni abrió los ojos para ver qué pasaba. Yacía sentada y relajada en un taburete frente al espejo resistiendo los jalones de cabello que le pegaba la “veneca” que le estaba haciendo las trenzas. Ni le importaba, después que quedaran bien.
Los más pequeños terminaron de desayunar y salieron corriendo a ver si “el Cole”, el barbero del barrio, ya había abierto la barbería que quedaba en la cuadra de atrás. De allá regresaron con el corte mohicano típico de los pelaos en esa época de fiestas, el que usaban los punks en la década de los 70s, una cresta desde la frente hasta la nuca y los lados bien rapados con cuchilla, que les brillaba con el intenso sol de las diez de la mañana. Lucho se dejó pintar el cabello de un amarillo mostaza y el más grande lo traía de rojo. No hubo quien los regañara porque hasta José tenía el mismo corte pintado de varios colores. Yasmira ya se miraba en el espejo las trenzas que le llegaban hasta la cadera y ahora era Camila la que sufría los jalones de la estilista.
“Parecen es una iguana, carajo”, les dijo la abuela Toña a los nietos.
El calor empezó a intensificar y también el volumen de “El Caimán” a cargo de las cumbias del Checo Acosta. José sacaba del refrigerador su decima cerveza, una Águila que se le veía el envase mojoso, como si la hubieran sacado de la arena, de lo congelada que estaba. En la calle había por lo menos un picó en cada esquina. La gente vestía colorida. Había adornos de marimondas, sombreros y tambores en las casas.
“¿No vas pa’ la Batalla ‘e Flores, Jose?”, preguntó un vecino desde la mitad de la calle, gritando por el ruido.
“Flores soy yo. –respondió Jose con un manoteo y agregó– Nombe, yo la voy a formá’ es aquí en la casa”.
Volvieron a salir corriendo Lucho y Alejo, esta vez llevaban un balde con agua, una caja de maicena, harina y una cabuya. Se encontraron en la esquina con otros muchachos de su edad, eran como quince, algunos de ellos tenían los mismos elementos que los hermanos Flores. Se disponían a formar un retén para recoger monedas. Cruzaron la soga en la vía y todo vehículo que pasaba era interceptado. Le caían como lobos hambrientos. Ninguno se escapaba: taxis, motos, motocarros, bicicletas, el de a pie y hasta el del carrito de los raspaos que intentó devolverse, pero fue tarde. El que contribuía con la moneda de 100 o 200 pesos salía ileso, pero el que no daba porque no quería o porque no tenía, quedaba mojado y con el vehículo sucio de harina y maicena; así se pusiera bravo. Y es que el que salía ese día tenía que llevar monedas en todos los bolsillo porque en cada esquina del barrio había un grupo de pelaos con la cabuya puesta.
Quedaron hechas las trenzas de Camila. La venezolana recibió su pagó y se fue para la otra cuadra donde la esperaba otra clienta. Camila entonces se alistó, se puso su falda de cumbia y una blusa colorida. Pasaron las amigas, también con vestidos de colores, la llamaron y se fueron para la Batalla de Flores. Ni les avisó a los papás. José estaba tan despistado midiéndose una camisa pintoresca, con estampados de marimondas y sombreros, y Yasmira estaba colocando unos pasacalles que anunciaban la rumba que se avecinaba. La “abue” sí se dio cuenta pero la bulla no permitió que se oyeran sus regaños.
Ese día fue inolvidable para los Flores, esa familia típica de tantas discusiones, pero que no dejan de sonreír y en carnaval la alegría aumenta. Entre salsas, champetas, cumbia, águilas, espuma, maicena, agua, y sancocho, el picó dirigió la fiesta de ese sábado de carnaval hasta la mañana del domingo. Llegaron primos, amigos, hermanos, invitados y no invitados, Camila y las amigas, los amigos de las amigas, y hasta el vecino que le faltaba un diente se apareció. Los pelaos jugaron y retozaron hasta donde el cansancio los mandó a la cama y la “abue” Toña se sentó con dos amigas a criticar la vestimenta, el baile y las acciones de los ya borrachos asistentes. José tomó tanto que hoy no se acuerda en qué momento empeñó el picó por más cervezas al paisa de la tienda y hasta el sol de hoy “El Caimán” no ha vuelto a sonar porque no se ha completado la deuda.