El silencio se declara amo y señor del ambiente luego de marcharse el vehículo. Solo se perciben los esporádicos silbidos de pájaros solitarios, el rechinar de insectos llamando a la lluvia y la suave brisa acariciando las hojas de olivos, trupillos y guayacanes.
Efectivamente, sí iba camino a su casa y no, el tipo de la moto nunca vino por mí. Tardaría más de una hora completando el camino a pie si no fuese nuevamente por la gaita, debido a que un conocido de Rafa se ofrece a llevarme hasta la entrada de su cuadra luego de verme caminando con el instrumento en una de mis manos.
Rafa no es la excepción. En su rostro, tono de voz y manías se observan los gestos de un hombre recatado y prudente, pero al mismo tiempo, el aroma dulce-agrio a ron blanco que se escapa de su cuerpo le da un toque de vitalidad y desinhibición.
Al acabar, de la misma mochila saca una flauta de millo. Sus labios se posan alrededor de la lengüeta con una actitud firme pero delicada. Parece un beso; un beso entre adolescentes; un beso a escondidas; un beso embriagante, lleno de afán y deseo. Y mientras, los dedos brincan repentinamente, traviesos, como si el estar quietos los quemara, como si fueran una caricia que precisa del movimiento para mantenerse viva.
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