Por: Alma Mora
Independiente, fuerte e incluso un poco terca, aquellas palabras son las que primero se vienen a la mente al recordar a Gladis. Si sus padres estuvieran con vida seguramente recordarían entre risas lo obstinada que era, y sigue siendo, su hija.
Fue un 29 de octubre de 1934 cuando ella vino al mundo y cuando comenzó su historia. Normalmente si se habla de alguien suelen destacarse sus rasgos físicos, pero su vida es más profunda que aquella piel color caramelo o aquel cabello ondulado que deja ver los ya más de ochenta años que ha dejado tras de sí. Ni siquiera aquellas arrugas que surcan su rostro tienen importancia al escuchar la forma en que ha afrontado todo cuanto la vida le ha puesto en frente.
Como era común en las mujeres de los años 30, época en la que todavía ellas no tenían derecho casi que ni a hablar sin que un hombre le concediera el permiso y antes de cumplir si quiera quince años, ya se había casado. Tuvo que aprender desde muy joven lo que era atender un esposo y cuatro hijos. Ella no nació siendo independiente, a ella la hicieron así, esta fue la primera experiencia que la lanzó al mundo real.
A sus 22 años, para eso de la época de los años 50’s, un año antes de que el 1 de diciembre de 1957 en Colombia votara la primera mujer, Gladis enviudó. Narciso, su esposo había muerto en un accidente laboral. Gladis, tal vez embriagada por el espíritu de empoderamiento femenino de una época en la que las mujeres empezaban a decir ¡Ya basta! o tal vez porque no le quedaba otra opción, buscó la manera de sacar adelante a sus hijos.
Como buena modista, Gladis ha cosido a pulso y trabajo duro su destino. Salió de Pital de Megua, el pueblo que la vio crecer, con rumbo a Barranquilla. Allí se volvió a enamorar. El segundo amor de su vida, aún más tormentoso que el primero, estaba casado y cuando quedó embarazada de él no se pudo responsabilizar de aquella hija “no natural”, como se les decía en el siglo pasado a los hijos tenidos fuera del matrimonio, pues, a pesar de que el país estaba en un proceso de cambio en cuanto a la cultura machista, todavía le faltaba mucho camino por recorrer, su segundo amor sería un ave de paso que solo le dejaría una hermosa hija como único recuerdo.
Le tocó pasar trabajo duro. Inició trabajando en una fábrica de manufactura, pero pronto se independizó: aquel lugar era demasiado rudo y exigente. Montó el taller en su casa y se hizo de un nombre, la mayoría de sus clientas eran mujeres adineradas de la ciudad de Barranquilla y aunque eran bastante exigentes, ella nunca se quejó de su trabajo.
-Mami, yo no entiendo por qué tus clientes molestan tanto, solían decir sus hijos.
-Tienen que aguantárselo, nosotros necesitamos de ellos, gracias a eso tenemos el alimento, les respondía ella.
Una de las anécdotas más tristes de la vida de Gladis se da en torno a la enfermedad de uno de sus hijos. Le dio bronquitis, por lo que tuvo que dejar el trabajo de lado. Sin embargo, una de sus clientas no logró entender la gravedad del asunto, por lo que al pasar el tiempo y no haber recibido lo que había pedido, decidió prescindir de sus servicios. En esos momentos era cuando su carácter salía a relucir.
-Primero mi hijo ¡A mí no me importa que se vaya y no regrese!, dijo Gladis en su momento.
Sí, Gladis amaba su trabajo, pero para ella no había absolutamente nada más importante que sus hijos, no se dejaba de nadie y lo que menos le gustaba es que le dijeran qué hacer. Aún sigue siendo así.
La vida de Gladis tuvo altos y bajos, pero después de todo, siempre se vuelve al lugar donde uno es feliz. Luego de vivir muchos años en Barranquilla, cada uno de sus hijos fue tomando su propio rumbo en la vida, se casaron y aunque la testaruda, pero de gran corazón mujer no se lleva mal con ninguna de sus nueras, ellas prefirieron no vivir en el mismo lugar que ella. Ya conocen su carácter.
Anhelando la soledad y el tiempo con ella misma, Gladis decidió volver a su pueblo. Ahora se dedica a cuidar de sus tres gatos y su perra los cuales, aunque no estuvo en sus planes tener, cuida con amor y dedicación en su finca en Pital de Megua, lejos del ruido de la ciudad que tanto odia. Quienes la conocen saben que le gusta vivir así, a su ley, cuidando de sí misma como siempre lo ha hecho, siendo independiente, fuerte e incluso un poco terca.