[wpdts-date-time]  

Kathryna Estrada, Shadia López y Alejandra Salah

El pasado 5 de abril, fue el único día en que Óscar no salió con su hielera al hombro. Como de costumbre, se presentó al mercado público desde muy temprano para abastecerse de pescado, pero, de repente, se quedó sin luces: todo parecía oscuro y borroso. El tráfico se detuvo y se empezaron a escuchar las bocinas de los carros en el desespero. La siguiente imagen es la del hombre arrollado por un bus.

– ¿Recuerdan a Óscar Arias? – preguntó el padre Álvaro Berdejo a los asistentes a la misa dominical de 6 de la tarde en la parroquia San Francisco Javier en Villa Campestre, Puerto Colombia. Claro. El vendedor de pescado. Varios los recordaron: era asistente asiduo a la iglesia. Entonces el sacerdote les contó de su muerte.

Nadie se lo esperaba. Las señoras mayores, sentadas en la banca delantera, se miraban asombradas agitando los abanicos de mano. “Pero, si hace poco lo vimos” murmuraban entre sí. No hicieron falta explicaciones.

No se puede sentir tanta simpatía por un extraño, suele decirse, especialmente cuando se trata solo de un vendedor de pescados. Uno de esos pocos oficios que ejercen unos señores que aún te llevan el producto hasta la puerta de tu casa, conocen tu dirección exacta, tus gustos, memorizan la cantidad que siempre compras y se mantienen vigentes a pesar de los años.

Óscar era un hombre humilde, alegre y noble. Era el rostro familiar que solía asomarse de primero al entrar a la iglesia. La mirada cálida y humilde que brindaba a cualquiera. La mano que alimentaba a los animales huérfanos y la calma en su andar. Era de pocas palabras. A diferencia de muchos, se le conocía por nombre y apellido en ese exclusivo sector residencial donde se ganó el cariño de la gente, andando sus calles para ganarse la vida vendiendo pescado.

La muerte permite comprender muchas cosas. Entre esas, darse cuenta de que aquellos que creías conocer, no los conocías del todo. Óscar era un enigma sin resolver, nadie sabía dónde vivía ni quienes eran sus familiares. Era como si no tuviera dolientes. Antes de que la repentina noticia de su muerte llegara, se había desaparecido como si la tierra se lo hubiera tragado. Al buscarlo en los lugares que solía frecuentar y preguntar por él a los porteros en los edificios que visitaba, las respuestas eran las mismas; “claro que lo conocemos, pero él no ha vuelto, no lo hemos visto más”. Después, se sabría la verdadera razón de su desaparición, estaba viviendo sus últimas horas en un hospital de la ciudad.

A 8 kilómetros, en el sector de Palo Alto de un barrio popular de Barranquilla, ubicado entre las casas de colores pasteles, el olor penetrante, los letreros en las fachadas que señalan un barrio de pescadores y las callecitas angostas bañadas por el agua de la Ciénaga de Mallorquín, un pequeño aviso en papel bond y letras negras en los postes con las iniciales y apellidos de Óscar invita a amigos y familiares a recordarlo. Pero lo cierto era que no se necesitaba de un aviso para que ‘Guayabita’ fuera recordado entre sus vecinos y conocidos.

-Claro, ‘Guayabita’. Hace poquito murió, un gran hombre, que pesar-, dice el señor sentado afuera de una casa que anuncia la venta de camarones, jaiba y caracoles.

A Óscar en su barrio nadie lo conocía por su nombre, sino como ‘Guayabita’. El nombre era un formalismo de sus clientes que desconocían el apodo que había adoptado desde hace 30 años cuando llegó por primera vez al sector que lo acogió recién llegado del interior del país. Llevaba décadas viviendo en la Costa, pero su acento “acachacado” nunca lo dejó. Ninguno de sus familiares aún conoce la razón del apodo y es uno de los tantos secretos que se llevó a la tumba. “Eso es algo que nosotros nunca supimos ni preguntamos, desde que tengo memoria siempre le han dicho Guayabita”, dice un familiar.

-Aún no creo que se haya muerto-, lo recuerda Mónica, una de sus hijas mientras se peina un mechón de cabello que la brisa le ha despeinado.

Contrario a lo que se pensaba, Oscar tenía una familia de la que nunca se le escuchó hablar, poco a poco, niños, adultos y jóvenes vestidos de negro, fueron aparecieron uno por uno en la vivienda de colores grises, también vestida de luto. En una de las paredes de la vivienda, unas letras negras grandes que desprenden olor a pintura fresca dicen “se vende este lote”.

-Él vivía muy agobiado, muy cansado, me tocó recoger sus cosas del suelo y la basura-, agrega Mónica.

Se pensaría que los miedos de un pescador son la oscuridad, los rugidos del mar en la noche y las criaturas que se esconden en el fondo. Pero Oscar tenía otra clase de temores, le temía a estar solo en su propia casa.

Tuvo seis hijos; dos de su primer matrimonio, tres fuera de este, y una hija de crianza que no esperaron la noticia del fallecimiento para repartir sus posesiones. No tenía mucho, pero todo lo había conseguido con su trabajo. Para sus vecinos era normal verlo una tarde cualquiera saliendo apresurado a dejar su licuadora, sábanas, ollas y herramientas en casa de sus conocidos para asegurarlas. Las escrituras de su casa, que eran una de sus más preciadas posesiones, aún reposan en casa de algún vecino para evitar que se las robaran y hasta el día de hoy “nadie ha encontrado los papeles de la casa” cuenta un conocido.

Óscar había tenido serios problemas con algunos de sus nietos. En ciertas ocasiones, hasta la Policía tuvo que interceder a su favor. Pero sus nietos nunca se fueron, ni dejaron de vivir en la que hoy se ha convertido su casa ahora que el dueño se ha ido. Algunos de sus allegados cuentan que sufría malos tratos, desdén y vivía con muchas preocupaciones, lo que lo llevó a alejarse y encontrar refugio en su trabajo y en la calidez de la comunidad que lo acogía.

Era un soñador innato y un enamorado. Tuvo una única esposa, Amparo, de la que lleva separado hace mucho tiempo. Aún conservaba su número de teléfono en uno de los bolsillos de su pantalón. Fue un viernes el día que Óscar empezó a morirse. Dos de sus hijos que viven en Pereira pudieron enterarse de la noticia gracias a que, en el momento del accidente, quienes lo auxiliaron encontraron un solo número en la agenda de contactos: el de Amparo.

-Fue una agonía. Se me hizo eterno el camino de Pereira a Barranquilla-, dice Mónica. Ese día viajó 12 horas por tierra para despedir a su papá y fue la única hija de Amparo que pudo asistir.

Le gustaba el mar, los niños y los animales. “Compraba huesos para alimentar a los animalitos de la calle y era feliz rodeado de ellos”, asegura un familiar. Era amoroso y poseía una gran sabiduría, que nadie se explica de dónde la sacaba. Tenía muchos diplomas que hoy reposan en un camión de basura, así como la mayoría de sus pertenencias.

***

En el caliente clima de Barranquillita, en la popular Plaza del Pescado, Ingrid le vende a un hombre dos kilos de mojarra roja. Está en su puesto vendiendo desde las 3 de la mañana, pero se levanta mucho antes para estar lista y poder aguantar toda la mañana en el calor de la plaza. Lleva realizando esta rutina por 12 años, al no tener más opción, enseñada por su padre y acompañada por el resto de su familia que se dedica a lo mismo.

-Lo más difícil de esto, es levantarme a las 2 de la mañana, trabajar todo el día y terminar no vendiendo nada-, dice vestida con un delantal.

El olor penetrante a pescado, la gran cantidad de moscas y mosquitos, la cama de lodo en el piso causado por una lluvia de días anteriores que no tiene por donde irse, y el fuerte sonido de la música de una tienda cercana, parecen no molestarle. Aún lejos de su puesto, se escucha claramente como Ingrid recita con facilidad los precios que tiene grabados como un abecedario.

 -La mojara negra en 12500, la roja a 18, bocachico a 25 el kilo, y si quiere el criollo, ese está a 19- ,grita mientras se acomoda el delantal blanco.

Ingrid, como muchos de los vendedores en la plaza, compran su pescado de proveedores de diferentes partes del país y los venden únicamente en la plaza. “Hay muchos que vienen y nos compran acá y después se van a vender casa por casa, pero nosotros preferimos quedarnos aquí, nos va mejor.” Dice que los vendedores llegan apenas abren la plaza, a las 3 de la madrugada, la hora a la que Oscar solía levantarse todos los días.

Cuando Ingrid escucha la historia de Óscar, asiente.

 -Eso pasa- dice que ha escuchado casos como estos. No conoce a Óscar, o al menos dice que no se acuerda. 

La pesca artesanal es una práctica común en Colombia, alrededor de 113.000 pescadores formalizados viven de esta actividad, sin contar los que ejercen el oficio de manera informal que representan un 40 por ciento en la Costa Atlántica Colombiana. En una ciudad como Barranquilla, los vendedores de pescado informales operan como Óscar, comercializando sus productos en las calles y plazas de mercado ofreciendo pescado puerta a puerta que carece de regulaciones o medidas de higiene al ser transportado en una hielera, especialmente un alimento que requiere de un meticuloso manejo.

Más allá del cuidado que exige el producto, ser pescador es un oficio complicado y menospreciado. A pesar de los problemas, los vendedores de pescado son siempre alegres y dispuestos. La mayoría tienen una voz ronca que les permite gritar a todo pulmón y una buena retentiva para memorizar los precios de toda clase de pescados. Se ajustan a las necesidades de sus clientes sin regalarles nada, haciéndoles sentir especiales, de vez en cuando ofrecen rebaja de “500 pesos por aquí y por allá”, para mantener a la clientela fiel. El trabajo duro es indiscutible, los días de descanso son pocos y las horas son largas y extenuantes.

Este oficio ha enfrentado retos, logrando sobrevivir a los años y a los cambios en las preferencias de los clientes, quienes eligen comprar en establecimientos regulados que comprarle al vendedor ambulante. Además, la incertidumbre de si hoy se venderá o no, es el pan de cada día de un pescador porque cuando hay temporada alta significa que hay dinero, pero ¿cómo se pude vivir y comer el resto del año a punta de pescado? Es algo que solo los pescadores pueden responder.

Óscar tenía 76 años y no hubo un solo día en que no saliera a vender pescado, durante 46 años, se levantaba diariamente al albor de la mañana. A veces él mismo pescaba, cuando no tenía suerte, se dirigía a la plaza de mercado a comprar la pesca del día para luego realizar largas caminatas por el sector de las calles 84, 82 y Villa Campestre a comercializar el pescado. Tantos años ejerciendo el oficio lo obligaban a tener que pedirle ayuda a una de sus hijas porque había sufrido una fractura en uno de sus brazos macizos, que le impedía cargar peso. 

-El mismo iba y como no podía cargar, se iban mis hijos y me iba yo a veces. Lo ayudaba porque me decía acompáñame porque no puedo solo y me iba con el- cuenta una de sus hijas.

Sierra, Pargo, Mojarra, Lebranche eran una de las clases de pescados más apetecidos por su clientela, dentro de las 81.000 toneladas de pescado que se producen en el país. Oscar solo le vendía pescado de mar a sus clientes, debido a su elevado valor y por el símbolo de “sofisticación” que significa para muchos consumir este tipo de pescado en comparación con el de río.

Vendedores como Ingrid y Óscar que llevan en el oficio desde jóvenes, nunca estudiaron, ni trabajaron en otras cosas, abundan en la ciudad. A las 12 de la tarde, Ingrid y otros pescadores recogen su puesto y los pescados que no se vendieron, no les queda otra que marcharse y levantarse al día siguiente con la esperanza de vender “uno que otro pescaíto para comer”- ,dice Álvaro, un pescador de tez morena. Si se tiene suerte, con la venta del día, se debe alimentar a la familia entera, pero cuando no hubo suerte se llega a la casa con las manos vacías.

***

«Jesús les dijo a Pedro, a Santiago y a Juan que lo siguieran

 y que fueran “pescadores de hombres”. Ellos dejaron todo

lo que tenían y acompañaron a Jesús» (Mateo 4:18–22, Lucas 5:10–11)

Se dice que a un hombre se le mide por su fe y Oscar era un hombre con una fe inquebrantable, un verdadero pescador de fe. De lunes a viernes trabajaba, pero los sábados y domingos los reservaba para asistir religiosamente a la celebración de la eucaristía a las 6:30 y 8:00 de la mañana. Caminaba alrededor de siete kilómetros atravesando las polvorientas calles que lo separaban de su hogar y su lugar de encuentro con Dios. Se sentaba en la última banca del recinto y lo que alguna vez dijo con su voz ronca, era que prefería caminar sin importar la distancia porque le gustaba la manera de predicar del padre

La iglesia es un espacio que existe sin importar el estatus, condición social o económica donde hay un solo fin: el encuentro. Óscar no era más que un humilde pescador rodeado de personas de clase alta que pertenecían a la comunidad que él frecuentaba. Utilizaba zapatos blancos, siempre limpio a diferencia de los vendedores de pescados vestidos con bermudas, camisillas y chancletas. Vestía pantalones largos y camisas los días de fiesta, muestra de que se tomaba muy enserio su trabajo y que debía estar presentable para atender a su distinguida clientela.

A pesar de su origen, se hizo su propio espacio, ganándose el aprecio, la estima de la gente y volviéndose popular. Algunos se convirtieron en sus clientes y otros en sus amigos que ante sus constantes ausencias se preocupaban por él. -Algunos miembros de la comunidad que eran médicos allegados a él, estaban muy pendientes de cómo había seguido, porque se enfermaba mucho” lo recuerda una señora de la iglesia que frecuentaba.

A veces las personas se acostumbran tanto a las cosas, que terminan por olvidarlas. Es la única explicación para que nadie se percatara que faltaba Oscar “Al no encontrarlo de pie en el parque vestido de blanco” dice con nostalgia un vecino y amigo. “Al no verlo más en la iglesia que sagradamente visitaba todos los días”, cuenta una feligresa que lo conocía. Al no “saludarme más como acostumbraba” afirma un viejo conocido de hace 20 años. “Al no decirme hermano, como siempre lo hacía” recuerda uno de sus amigos.

Ese domingo fue el único día en los 76 años de Óscar en donde no pudo cumplirle su cita a Dios, porque fue a cumplírsela en persona.

Hoy dos meses después de su muerte, las hojas tristes de los árboles cubren las letras del cementerio comunitario, a un lado, en una de las paredes de la fachada del lugar, sobresale la palabra “cartelera”, debajo una hoja de color blanco con los nombres y apellidos en una tipografía mayúscula y de color negra dice que en el lugar reposan los restos de Óscar junto con otros más.  Todos los días mueren personas, pero la muerte de Óscar dejó muchas cosas, entre ellas, demostrar que hasta los extraños tienen cosas por enseñarte.

Etiquetas:

Comunicador social-periodista (1986), Magíster en Comunicación (2010), con 34 años de experiencia periodística, 24 de ellos como redactor de planta del diario El Tiempo (y ADN), en Barranquilla (Colombia). Docente de Periodismo en el programa de Comunicación Social (Universidad del Norte) desde 2002.

jfranco@uninorte.edu.co

Escribe un comentario