Por: María José Santamaría
Llegar a la otra orilla siempre fue una odisea. El cielo se estaba cayendo y Virley Flórez caminaba empapada; ni siquiera podía ni siquiera verse los pies pues el barro la cubría hasta los tobillos. Cuando el clima estaba de buenas y las nubes grises decidían no aparecerse, Virley salía de su casa temprano y un carrito blanco, el único en Santa Ana, la recogía a ella y otras cuantas personas para emprender su viaje hasta la orilla de la isla por un camino de tierra. Ahí, todos esperaban el ferry o cualquier canoa que los pudiera transportar al otro lado. Pero este día de 1995 no era como uno así. El carro blanco no estaba, así que tocaba caminar entre el barro y esperar bajo la lluvia a que alguna canoa apareciera, o intentar llegar hasta Pasacaballo por medio de Puerto Bahía, Barú, Bolívar.
Por mucho tiempo, esa fue la forma no sólo de Virley para poder llegar a Cartagena sino también de muchos de los habitantes en la isla. Sin embargo, en 2014 llegó algo que cambió la vida de los pobladores, algunos dicen que fue para bien y otros que fue para mal, pero lo que sí es seguro es que ninguno de los corregimientos de la isla de Barú volvió a ser como antes. Entonces arribaron muchos talegos de cemento, el hierro, los pilares, los automóviles, los turistas en masa y, por supuesto, la contaminación de todo tipo, no sólo ambiental.
Durante el gobierno del alcalde Campo Elías Terán (2012-2013), fue concebida la idea de un puente que conectara lo urbano con lo rural. El puente que recibe el nombre del aquel entonces alcalde, es una de las construcciones más importantes de los últimos años que tienen Cartagena y sus alrededores. Esta obra conecta Pasacaballos con Ararca, más adelante Santa Ana y finalmente Playa Blanca y Barú.
En 14 meses fue construido con toneladas de hierro y concreto. Se necesitaron 250 obreros y mucho dinero que fue aportado por la Sociedad Portuaria Puerto Bahía. Cartagena y la isla le dijeron adiós al ferry y hola a la construcción de 600 metros de longitud con 13 metros de ancho, incluyendo el camino peatonal. El puente tiene una altura de 17 metros y desde lo más alto puede verse el ferry oxidado que utilizó Virley antes de que tuviera que aprender a cruzarlo. Debajo están las aguas del Canal del Dique y a arriba, diariamente, más de 600 automóviles que circulan de un lado a otro.
Algún tiempo atrás, las calles de Santa Ana eran caminos de tierra, los vecinos se conocían unos con otros y, por las noches, las puertas de las casas quedaban abiertas sin que nada, más que la brisa fría de la madrugada entrara. Claro, nunca faltaba uno que otro pillo y algunas peleas. Lo “normal” por estos lares.
Ahora, el “progreso” no era lo único que había llegado a la isla. El puente Campo Elías, que conecta lo urbano con lo rural, trajo consigo un desequilibrio pavoroso y desmesurado, recuerda uno de los habitantes de la zona. En el momento en que el listón rojo fue cortado en 2014, y sus puertas fueron abiertas, toda clase de personas empezaron a llegar. Algunos con pieles rojas, blancas y morenas. Otros con cabezas amarillas, rojizas, castañas y negras; y por supuesto ojos de todos los colores.
Jefferson Robira es uno de los tantos que llegó para quedarse. Pisó las calles de Santa Ana con 16 años al huir de Antioquia. La violencia es algo que siempre había estado su vida. “Yo era paraco desde pequeño, pero ya tenía mucho miedo”, dice. Sin embargo, en 2015, un día en el que Jefferson no estaba de guardia, agarran a alias Tierra. Desesperado y aburrido de la vida que lleva, le pide ayuda a un amigo suyo para salir de ese mundo caótico. “Me daba miedo hacerle daño a la gente”. Es así como llega a la costa en busca de una vida diferente, una vida tranquila.
Lamentablemente, lo que Jefferson encuentra en Santa Ana al llegar, lo decepciona. Sentado en una silla de plástico, con las manos entrelazadas sobre la mesa de madera, alza su mirada y dice “yo venía de tanta violencia y me encontré con más violencia, nada de eso era agradable para mí”. Bajando la mirada comienza a recordar cómo eran las cosas cuando él llegó a la Institución Educativa de Santa Ana (IESA).
La intolerancia reina en Santa Ana
Al cruzar el portón de rejas blancas del colegio, hay un patio enorme con árboles por en medio; a los lados se encuentran los salones. Lo curioso es que muy pocos alumnos se ven rondando por el lugar teniendo en cuenta el número de chicos que están inscritos. Los pocos que van, no hacen más que pelear todo el tiempo por cosas minúsculas. Se dan golpes, patadas, jalones de cabello, intercambian insultos y hasta hacen de un lápiz bien afilado, el arma principal de esta sociedad. No hay suficiente respeto por los maestros, recuerda alguien y, aunque la coordinación está por cambiar, ahora mismo no es muy buena.
Jefferson mira a su alrededor pensando en que, si él pudo salir de la violencia y cambiar, debe hacer todo lo necesario para ayudar a sus compañeros a ser mejor. Así es como se interpone en las riñas, comienza a intentar separar a los estudiantes cuando pelean y a explicarles de la mejor manera que todo lo que hacen no tiene sentido. Nadie le hace caso. Lo único que consigue son golpes e insultos. Para sus compañeros, Jefferson no es más que “el nuevo”. No sabe cómo son las cosas en este colegio.
En este lugar nunca falta el muchacho que quiere meterse con los demás, y “¿qué mejor que molestar al bicho raro del colegio? Siempre se entromete en las peleas y ni siquiera es de aquí. Llegó el momento de darle su merecido”. Seguramente eso piensa uno de los chicos que se acerca a Jefferson y lo empuja buscando iniciar una pelea, no tiene idea que la riña terminará más rápido de lo que cree. “Yo no quería pelear, pero me tocó. Le alcancé a hacer gran daño, le estaba reventando la pierna porque me estaba agrediendo y aunque yo no quería hacerle nada, me tocó”, recuerda Jefferson alzando su mano a ambos lados de su rostro.
A partir de ese momento, todos en el colegio comienzan a respetarlo, ya nadie se mete con él. Es hora de aprovechar el respeto que le tienen y hablar con los chicos para ayudarlos a darse cuenta de que las peleas y discusiones no los llevarán a ninguna parte.
Un cambio de poco a poco
Aunque Jefferson está poniendo todo de su parte para cambiar el comportamiento de sus compañeros, no puede hacerlo solo. Por suerte, no está solo. La nueva dirección llega en 2015 con muchas nuevas ideas. Una de ellas es crear espacios en donde todos los niños y niñas se desahoguen, cuenten lo que les molesta y afecta, descarguen esa rabia que llevan por dentro por medio de palabras y no con golpes.
El problema es que muy pocos hacen caso a estas actividades. Al llegar a sus casas los problemas como la vida siguen, y no hay nada que se pueda hacer al respecto, excepto echarle la culpa al puente. Si, desde que construyeron el puente entra y sale violencia. “No se daban cuenta que la violencia ya estaba desde mucho antes, entre ellos”, menciona Jefferson.
Es el año 2018 y a Santa Ana llegan los resultados de las Pruebas Saber del ICFES, junto con una noticia nada favorable para este colegio. El periódico Semana Rural publica un artículo llamado Así es estudiar en el colegio con el peor puntaje de Cartagena. Esta noticia cae como un balde de agua fría sobre la promoción, de la que precisamente hace parte Jefferson. Hay que hacer algo, ¿cómo podemos hacer que los niños dejen de pensar en pelear? Ocupándoles la mente.
Todos somos artistas
Cuadernos hechos por los estudiantes de séptimo grado.
Algo que marca la IESA son los profesores. Todos aquellos que vienen de la ciudad son ignorantes de la situación que existe en esta pequeña sociedad y en la forma en la que se llevan a cabo las cosas en el colegio. Muchos no aguantan la responsabilidad que significa ser maestro de este lugar. No se puede simplemente llegar a un salón y comenzar a leer o escribir cosas en el tablero. Es necesario llegar al corazón de los alumnos.
La profesora de sociales, Ingrid Anillo, tiene una forma de enseñanza bastante particular. Sentada frente a una de las mesas de la biblioteca, justo al frente mío, me explica la forma en la que desarrolla sus clases. Creativas y entretenidas las quiere, que los niños participen y usen su imaginación, que entiendan que no hay límites para lo que desean hacer. La profesora quiere que lo vea con mis propios ojos, así que se levanta y busca algunos cuadernos que hicieron los chicos para su clase. Están decorados con diversos colores y contienen diseños de sus alumnos hechos con todo tipo de materiales. En su interior, las actividades se escribieron como poemas o canciones. Y es que esta profesora descubrió algo que no habían visto antes, los estudiantes son artistas.
“Para mantener a los niños y jóvenes fuera de las peleas, deben andar ocupados en otras cosas”, recalca Jefferson sonriendo. Grupos de baile, una banda con todo tipo de instrumentos, dibujos a lápiz, pinturas y obras de teatro son algunas de las diferentes actividades que se realizan a lo largo del año. Incluso los jóvenes de grado 11 tienen clases, en convenio con el SENA, en cocina, mesa y bar, entre otros.
Un refugio seguro
Ronda el año 2017. El paro nacional escolar ya va para 4 meses. Los niños y jóvenes no pueden estar encerrados en sus casas o, peor, trabajando en Playa Blanca. De todos los que lo hacen, solo muy pocos ayudan con dinero en sus casas, el resto prefiere despilfarrarlo. Sin embargo, absolutamente ningún día la IESA ha cerrado sus puertas. Muchos niños llegan en busca de distracciones, aprendizaje, de sus amigos e incluso comida.
En el pueblo de Santa Ana ocurre algo preocupante. No es sencillo encontrar una autoridad que se encargue de los asuntos legales y tampoco aquellos que impartan y cumplan con la justicia. Por ello, es el mismo colegio el que ha asumido la responsabilidad de mantener el orden de la comunidad y dar seguridad y calma a todos los niños y jóvenes de la región. La Institución se ha convertido en un refugio, en un lugar apartado de los problemas provenientes de afuera donde los chicos son libres de expresar sus ideas y pensamientos, de jugar y aprender, de desarrollar sus talentos sin miedo a ser juzgados o maltratados.
Hoy día, Jefferson tiene 21 años y es egresado del colegio. Trabaja allí, en la biblioteca, imprimiendo y fotocopiando cualquier documento que se necesite. Además, es pionero en una organización llamada JOCFUS (Jóvenes Construyendo Futuro por Santa Ana), que busca trabajar por la comunidad, pensar e impulsar proyectos que ayuden a los jóvenes a tener una mejor convivencia y, por ende, mejor calidad de vida.
A Jefferson le gusta escribir noticias sobre lo que sucede en el colegio y en el pueblo.
Sin duda hay muchas más historias por contar sobre este colegio en donde todos aportan lo mejor de sí mismos para dejar atrás un pasado no deseado o un presente violento. De la mano de los profesores existen múltiples proyectos en favor de la mejor convivencia y el desarrollo, como lo es el Foro social: Santa Ana un sueño posible, del que Jefferson hace parte como organizador. Cada día se buscan nuevas formas de enseñar e impulsar el talento de los niños y jóvenes. Claro está, tratando siempre de atravesar puentes para que muchos de los estudiantes puedan volverse líderes responsables de la comunidad.