Por: María Angélica Molina Gómez
“El Cabo de la Vela es literalmente el mejor lugar para encontrarse a uno mismo, porque ¡no hay nada! Solo estas tú.” – Un amigo.
Abres los ojos. La pulpa del cactus seco te rodea. Hay formas largas, altas, enterradas en la arena una al lado de otra, que sirven al entorno como paredes de la habitación en donde dormiste.
Acostada en tu cama, la luz de la mañana te recibe con la calidez del color madera que las paredes de yotojoro suelen reflejar. Con ella, llegan las brisas imparables que se escabullen entre las grietas del yotojoro, manteniendo tu frescura mientras el calor del desierto Guajiro ruge con ferocidad.
Escuchas el sonido de las olas, formándose y rompiéndose a las orillas del mar. Caminas por el piso de concreto hasta la puerta compuesta de esta madera y cuando la abres, te presentas ante una playa cuya marea no es más agresiva que pequeñas oscilaciones. Espejismos.
Las olas que escuchaste no eran más que el sonido de la misma brisa que al pasar por los tantos orificios dispersados alrededor de todas las paredes, jugaba con tu mente, haciéndote creer que estás en una playa de aguas movidas.
Tus pies descalzos ahora tocan la arena color desierto y te dirigen hacia una choza amplia y abierta con techo de yotojoro y piso de concreto. Mientras caminas, la música típica de la región se va acercando más y más a ti, o tu a ella, hasta que logras escucharla bien. Vallenato, vallenato viejo, sonando bajito desde el equipo de sonido escondido detrás de una pared de yotojoro.
Entre mesas y sillas de plástico dispersadas alrededor del piso de concreto circular, está Serafín, un hombre trigueño de facciones indígenas, alto, grueso y con una cabellera canosa como su bigote. Atiende los desayunos de sus huéspedes y le da la bienvenida a los recién llegados.
“¡Buenos días, Serafín!”. Serafín se acerca a la mesa en la que decidiste sentarte, al lado del árbol, frente a la playa. Te lee la carta, le dices tu pedido y se dirige a una ventanilla en la pared de yotojoro para pasárselo a las cocineras.
Serafín tiene la mejor vista al mar. Otros hostales tienen la vista tapada por otras edificaciones o están ubicados muy cerca a la playa, donde en las noches las jaibas salen de sus hoyos en la arena para alimentarse.
Serafín tiene su hostal a varios metros de la playa, cruzando una calle de arena, y ninguna otra edificación o poste de luz se entromete entre el cielo, el mar, la arena y la hamaca dónde te encuentras, descansando, reposando de la arepa limpia con huevo revuelto y café con leche que te acabas de comer como desayuno.
Este paisaje no lo obtuvo por cosas del destino. Durante el gobierno de Uribe, El Cabo de la Vela se convirtió en un atractivo turístico natural para los inversionistas quienes no esperaron para tratar de sacarle provecho. Propuestas de construir hoteles 5 estrellas, hacer paseos en bote, comercializar la tierra y demás ideas capitalistas le llegaron al gobierno como torrentes.
El gobierno se encontró con un gran obstáculo: el Cabo de la Vela es tierra sagrada para los indígenas Wayüu. Esto significa que ningún inversionista puede obrar allí sin la aprobación de los once líderes Wayüu que conforman la zona norte del país. Serafín, es hijo de una de esas líderes. Es por esto que ahora gozas de esta vista desnuda del mar.
Esta tierra sagrada no siempre se llamó el Cabo de la Vela, se llamó Jepira, en Wayuunaiki. Aquí es donde las almas de los difuntos indígenas Wayüu peregrinan para reencontrarse con sus ancestros en las estrellas después de su segundo velorio.
Dicen que las fuertes brisas que se sienten durante todo el año, a todo momento, no son nada más que todas estas almas y, si escuchas bien, te susurran misterios al oído.
Fue una mujer quien descubrió El Cabo, Jepirua. Dice la leyenda que una noche, Jepirua soñó con este lugar, con estar frente a un cerro que sobresalía de una pendiente de la que caía una gotera. En la mañana siguiente Jepirua emprendió un viaje para encontrar el lugar de su sueño.
Después de largos recorridos por el desierto, al fin, la fuente de agua en el cerro se encontró frente a ella, tal como lo había visto en su sueño y desde entonces, cada madrugada, Jepirua emprendía el viaje en busca de agua al cerro, el cual le ayudó a sobrevivir a ella y sus dos hijos en estas tierras desérticas.
Los hijos solo veían a su madre irse y volver con su múcura llena de agua, sin saber de dónde la traía. La curiosidad fue creciendo, hasta que un día decidieron seguirle el paso a escondidas. La siguieron bajando el cerro hasta su base, donde Jepirua llenaba la múcura.
Fue en ese momento cuando Jepirua voltio a darse cuenta quién la seguía, viendo a sus dos hijos espiándola, y fue así como se reveló la magia de la fuente de agua, haciendo que la furia del cerro encantado convirtiera a la mujer en piedra.
Hoy en día, los restos de Jepirua convertida en piedra residen en Lojou, como testimonio de lo sucedido a la que le dio nombre a este territorio sagrado.
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El Pilón de Azúcar. Ahora estás en tu carro rumbo al norte para llegar al Pilón de Azúcar, a lo lejos lo puedes ver, como una montaña imponente. Te acompaña un local de confianza que te guía a través del desierto.
Si no fuera por él, las marcas de carros que hacen las vías jugarían contigo: se juntan y separan como arterias en la arena, dividiéndose y a veces juntándose de nuevo, o separándose a lados contrarios hasta lo lejano.
También sabes que de regreso, la misma ruta que tomaste para ir no será la misma para venir, porque esa ruta ya habrá desaparecido con la brisa. Así se comporta el desierto, el mar no se mueve, pero la arena sí.
De repente, te encuentras con un pedazo de carretera de cemento de tan solo unos metros de distancia, plana, cubierta de arena. ¿Qué es esto? ¿Por qué hay un pedazo de carretera en la mitad de la nada? Algo tan común, como lo es una carretera, se ve tan fuera de lo común, cuando estás fuera de lo común. “Eso fue Belisario Betancur” dice el local y hasta ahí quedó su explicación.
Sigues tu camino entre cactus, dunas, chivos, turistas, wayüus, subiendo lomas hasta que, 20 minutos después, llegas al Pilón. Ahora la montaña prepotente que veías a la distancia se encuentra justo al frente de ti y en ella, una fila de personas la escalan como hormigas en un hormiguero, pequeñitos.
En la cima, vez algo que no logras distinguir y la curiosidad te empieza a guiar a ella. Entre más te acercas, más te percatas de su inclinación, y así emprendes tu caminata rumbo a la cima entre las piedras. Llegas a la falda, o parte media del Pilón, y paras para tomar aire. La brisa se vuelve más violenta, las piedras donde pisas más inestables, los precipicios más altos, las personas más pequeñas.
Empiezas a sentir el miedo subir desde tus viseras, miras a tu alrededor. La vista es realmente increíble. La cima será aún mejor. Miras hacia arriba, todavía hay un largo camino por recorrer, sigues caminando.
Por fin, llegas a la cima y la brisa está feroz. El objeto indistinguible que veías desde abajo llegó a ser un altar… con el santo robado. Pero no importa. Rápidamente te das cuenta de la verdadera razón por la que subiste: la inmensidad del paisaje desértico.
Por un lado, el desierto infinito, donde las dunas naranjas, el espacio y la nada, te demuestran que solo estás tú, insignificante en la grandiosidad. Paneas a tu derecha, y el mar se conecta con todo esto, mostrándote todo, mostrándote al mundo, y con ella, infinitas posibilidades. Cierras tus ojos y llevas esta nueva enseñanza a tu corazón.
***
Cae la noche y con ella la temperatura. Cansada, tirada en tu chinchorro, descansas el día. Un momento, el sol te ciega y al otro, te sumerges en los brazos fríos de la brisa. Así es el desierto, un lugar de extremos. La energía eléctrica en toda la zona es cortada, trayendo a la luz el cielo estrellado, el silencio, y la tranquilidad atemporal.
El tiempo, que una vez se sintió tan real y pesado, ahora se convierte en tan solo una leyenda lejana. Solo te queda el sonido de las olas que no existen, la oscuridad iluminada por la luna, las almas peregrinando de los difuntos indígenas y los misterios que te susurran al oído.
Foto: Julian Florez