Por: Leidys Becerra
En la casa localizada en la calle 68 con carrera 41, nunca se deja de preparar café.
Desde la entrada hasta el patio, se puede sentir el olor a tinto puro que va se va esparciendo por toda la cuadra.
Con la pintura desgastada por el tiempo, es la vivienda diferente del sector. De hecho, permanece las 24 horas del día con la puerta y las ventanas abiertas, las luces encendidas y sus inquilinos despiertos.
Esa vivienda del barrio Boston tiene otra característica especial: en sus ocho metros de frente por 16 metros de fondo, solo viven hombres. 41 en total.
Todos provienen del municipio de Candelaria, al sur del Atlántico, de donde salieron expulsados por las inundaciones o impulsados por la búsqueda de oportunidades.
Tras dejar sus tierras y sus familias se dedican a vender café en Barranquilla.
Con carritos que alguna vez sirvieron de canasta en los supermercados salen de madrugada a recorrer las calles, plazas y obras de construcción. Algunos se estacionan fuera de centros comerciales hospitales y notarias. Sus principales clientes son vigilantes, conductores y obreros que no pueden empezar el día sin dejarse seducir por el sabor de un tinto de 300 pesos.
En la sala de la casa no hay cuadros, adornos, comedor o muebles; apenas un montón de sillas plásticas arrumadas en una esquina y un televisor de 21 pulgadas colgado en la pared.
Lo que sí hay es “carritos de tinto” por doquier.
Allí los tinteros comparten todo. Además del televisor, la casa solo tiene un baño, en el que no hay más que un tubo colgante que funciona de regadera, un retrete, un pedazo de espejo partido colgado en la pared y una caneca donde reposa el periódico popular del día.
No hay más utensilios de aseo, ni cortinas, ni estantes.
La candelaria, como le llaman los tinteros de Barranquilla a esta casa-cafetería, tiene tres habitaciones oficiales y dos más improvisadas con láminas de triplex. Una es para el administrador, Alexander Cervantes, y las otras cuatro para los 40 hombres restantes que acomodan en ellas como pueden.
Cervantes tiene 35 años y lleva 6 años trabajando en la cafetería. En un principio era vendedor, como los demás, pero ascendió y ahora administra la casa.
Cada habitación cuenta con camarotes de tres pisos, en los que en cambio de colchones hay espumas blandas que hacen sus veces.
Al lado de cada nivel de las literas se ubican los ventiladores, algunos amarrados con cabuyas, otros con cables y casi todas sin protección. La ropa que antes fue usada para salir a la calle, está colgada en cuerdas en medio de camas desordenadas y zapatos regados por todos lados. “Aquí vivimos puros hombres, disculpe el desorden, ajá las mujeres son como más arregladas” dice Rubén.
En la cocina no hay platos ni ollas. Únicamente una nevera que guarda agua y una estufa con dos fogones. No se necesitas más.
Ahí se encuentra, a su vez, la principal fuente de esta casa: tres gigantescas grecas que son como fábricas de subsistencia. Alexander con práctica y agilidad ubica en una de ellas 70 litros de leche que hierve para el primer turno; en las otras dos hace 13 libras de café.
Los tinteros pagan para que le surtan cada termo de tinto 1,100 pesos, y de leche hervida, 2,600.
Rubén Cañate, uno de los candelarieros, llegó a la ciudad hace 16 años y desde entonces no ha hecho otra cosa. “A veces gano 45.000, a veces 25.000, pero siempre gano, el tinto se vende porque el calor saca calor”.
Rubén es el último tintero en salir. Lo hace a las 5:30 de la mañana, momento en que el administrador aprovecha y se va a dormir hasta las nueve de la mañana, cuando se levanta para estar pendiente de quienes vuelven a la casa a recargar sus termos de café, agua o leche.
La cafetería nunca está sola o en silencio.
El desayuno de todos es siempre café: una o dos tazas que los más viejos toman sin azúcar y los más jóvenes degustan con leche y azúcar, al lado de una porción de pan o una galleta de soda como acompañantes.
“Es que al que le gusta el tinto le sirven también dos tazas”, dice Alexander Cervantes
Como administrador recibe todos los días gente que quiere sumarse al ejército de tinteros, tras escasear el trabajo en el sector agrícola la principal fuente de empleo del sur del Atlántico. Son por lo general candelarieros que engrosan las cifras de desempleo que tienen la ciudad.
Aunque en la última medición del Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas, Dane, había 877.755 personas trabajando en sectores como la industria, el comercio, los hoteles y restaurantes, unas 86.649 estaban buscando empleo y no habían podido hallarlo.
Sin más remedio buscan la casa del barrio Boston.
Un largo y angosto pasillo conecta la sala con el patio, que es una especie de solar multiuso. Ahí se lava y tiende la ropa, se hacen tertulias después de la jornada y se organizan sesiones de peluquería que alguien lidera con una tarifa de 3.000 pesos por corte.
Entre quienes logran acomodarse en las habitaciones hay padres, hijos, hermanos, tíos y vecinos que esperan reunir algunos pesos para mandar a sus casas.
Esta es la única casa que además de trabajo les ofrece un lugar para dormir.
Poco les importan las incomodidades. Saben que es por poco tiempo. La ilusión es poder regresar un día a su pueblo, envueltos en un mejor aroma.