Por Duber Altamar
Escena 1. Toma 1.
Fue un jueves por la tarde. Todos mis compañeros decidieron quedarse a ver la proyección de mi cortometraje aunque ya era la hora del receso. Yo aún estudiaba en la escuela. Estaba más flaco, con el cabello más corto y todavía no usaba gafas. Ese día, antes de que el cortometraje que había dirigido fuera proyectado ante mis compañeros, yo todavía quería ser ingeniero industrial. Pero estaba a minutos de darme cuenta lo tan equivocado que estaba.
El cortometraje (que no era tan corto por cierto) comenzó a proyectarse. Yo ya sabía lo que pasaba en la historia, pero no sabía qué reacción tendría el público. Quería verlo. Quería ver sus caras cuando descubrieran lo que había hecho, aunque obviamente no lo había hecho solo. La calidad del vídeo era pésima, pero en aquellos tiempos (cuando todavía quería ser ingeniero industrial) yo no sabía nada de calidad de vídeos y tampoco es que me preocupara por saberlo.
Yo estaba contento con lo que había hecho. Sin tener un solo conocimiento sobre cómo se hace un producto audiovisual pude sacar adelante uno de media hora. Era la historia de una asesina con los mismos estereotipos de siempre. Los actores eran mis propios compañeros, la música la había cogido de Youtube sin permiso y la máscara de la asesina la habíamos comprado en el centro por menos de cinco mil pesos. Nada de eso me importaba. Yo solo quería ver las caras de los demás cuando descubrieran lo que pasaba en la historia. Esas caras lo cambiarían todo. Esas caras lo cambiaron todo.
Cuando en la escena final se descubrió quién era el personaje detrás de la máscara cada reacción en los rostros de mis compañeros me iluminó. Me dieron una sensación de satisfacción que no había sentido antes. La profesora le preguntó a mis compañeros qué les había parecido lo que acababan de ver, pero nadie dijo nada. Yo estaba detrás de todos ellos. Solo uno volteó su mirada hacia mí. Parecía que estaba sorprendido. Debo confesar que aparte de él nunca vi los rostros de los demás. Sólo los imaginé. Y desde entonces no puedo dejar de imaginar los rostros de las personas cuando ven lo que hago, preguntándome que ha de estar pasando por sus mentes en aquel momento.
Ese mismo día descubrí que no solo quería ser director de cine, sino que estaba en la obligación de serlo y de darle un mensaje a cada rostro que imaginaba. Pero ese día solo descubrí que quería ser director, aún no he descubierto cuál es el mensaje que debo dar. Y así como en los días que quería ser ingeniero industrial no me preocupaba la calidad de los vídeos, ahora no me preocupa no tener ese mensaje porque sé que llegará espontáneamente.
Colombia ha demostrado tener talento en todo. Nuestro instinto natural para superar los obstáculos nos ha impulsado a hacerlo de la manera más bonita: a través del arte. Artistas en Colombia hay miles pero solo conocemos el mensaje de unos cuantos ¿por qué será? Tal vez sea porque la mayoría de esos artistas siempre hablan de lo mismo. Siempre hablan de la guerra, de la pobreza, del desempleo y la desigualdad social. Bastante que sabemos de esas cosas por otros medios como para que el arte se enfrasque en repetirlas. Me he dado cuenta que Colombia pide a gritos un mensaje diferente a este, que Colombia está cansada de que le repitan que ha estado en guerra por más de 50 años. Tal vez por eso triunfan más las películas nacionales que muestran lo bello de nuestros paisajes y nuestra gente.
Pero prefiero no apresurarme. No hay necesidad de hacerlo. Allá afuera hay un montón de historias que claman a gritos ser contadas. Sólo falta alguien que las descubra. Sin embargo, el día que decidí ser director solo decidí serlo. Ahora lo estoy intentando.
¡Corte!