Radamel Falcao García, James Rodríguez, Juan Fernando Quintero y Luis Fernando Muriel. Estos son algunos de los nombres que conjugan muchos los casos de futbolistas locales que, en la última década, apenas han alcanzado la adolescencia y ya han cruzado el charco buscando labrar su futuro en grandes clubes.
Quizá para la cultura futbolística general sea una regla normal, pues ahora mismo la intención es cazar lo más pronto posible ese talento, reconocerlo rápidamente y asegurarlo. No obstante, nosotros los colombianos parecíamos ser una excepción. Se necesitó de años para adoptar la formación europeizada al jugador cafetero, sin cortarle los típicos vicios sudamericanas como el control seco de balón o el gusto por pisar la pelota. A esos rasgos tan definitorios se le han sumado muchas más armas que hacen de la adaptación futbolística, un proceso más cómodo una vez han llegado a Europa.
En ese sentido, la explosión del futbolista colombiano -una vez ha debutado como profesional- se hace con muchísimo impacto, pues ya tiene arraigado el ritmo, la visión y la ejecución de un jugador europeo, en una liga como la nuestra donde, por lo general, se juega lento, con pocos espacios y entre tantas pierna, por la tendencia generalizada de replegar y no de presionar. Al respecto, Enric Soriano, entrenador español de cadetes, sostiene que al chico se le debe formar como ente individual y, sobre todo, grupal. Es decir, no sólo mejorar, potenciar y ajustar sus talentos, sino hacerlo jugar en pos de los demás compañeros. Cómo moverse, qué pase dar, dónde correr o fijarse. En otras palabras, trabajar su toma de decisiones colectiva. Y ese problema, tan frecuente como ordinario, ha sido el que ha marcado al jugador colombiano, siempre pensando en la pelota, y no en el espacio.
Pero desde el último lustro, esta corriente ha cambiado con los Cuesta, Atuesta, Hernández, Benedetti y Salazar, entre otros. El pasado fin de semana, Andrés Amaya, jugador del Atlético Huila, marcó su primer gol como profesional con apenas 16 años. Y la noticia, más allá de la anotación, estuvo en que ya suma más de 100 minutos en Primera División y que sus capacidades físicas, muy propias de un adolescente, por lógicas razones, son compensadas con cualidades técnicas impropias de su juventud, caso de la gambeta corta para eliminar rivales, por ejemplo. Estas elecciones son muy europeas, porque el futbolista a esa edad todavía no ha desarrollado su talento y, sobre todo, no conoce el techo de su potencial. Amaya no juega por jugar: Amaya juega porque sabe a qué jugar.
En el fútbol, muchas veces importa más parecer que ser. Futbolistas con más talento y técnica los ha habido por montón, pero con la educación táctica actual, definitivamente no. ¿Con la confianza en sus condiciones? Tampoco. Decía Carlos Alberto Valderrama que el Junior campeón de 1993 jugaba a lo que sabía y punto. Con Mackenzie, Pacheco, Guerrero y Valderrama, era hasta lógico que buscaran llevar más tiempo la posesión del balón y atacar el doble que su rival. Sin embargo, se juega a la filosofía del entrenador, sea cruyffista, menottista o bilardista. El entrenador de hoy en día no se adapta a sus recursos, sino que el futbolista se acomoda a sus ideales. Por eso, el central se ve obligado a sacar el balón en raso; por eso el lateral debe sumar presencia en ataque; por eso al otrora volante de marca se le exige crear y organizar. De este modo, el jugador cree en sus condiciones con fe ciega. Y el colombiano va camino a ello. Por lo mismo, la exportación de los Borré, Casierra, Sánchez, Quintero y Orejuela a Europa. Se cree en sus bases como en su maduración. La gran responsable, sin duda, es la cultura del viejo continente.