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Las grietas del Romelio Martínez ya sanaron. El templo del fútbol del Caribe resucitó a sus 84 años y sus memorias deben conocerse por todos los futboleros.

Los siglos pasan y allí se encuentra él, grande e imponente como siempre. Su nombre cambió, pero su esencia está intacta. Es la cuna que vio crecer a muchos y la casa que acogió a otros. Antes estuvo acompañado de canchas, niños jugando alrededor, parqueaderos, largas filas para ingresar y la voz de fondo de un grande de la locución deportiva, Édgar Perea. Hoy está acompañado por una estación emblemática de Transmetro que lleva el nombre de un cartagenero ilustre que se quedó eternamente en Barranquilla: El Joe Arroyo. No podía ser de otra manera, ese monumental estadio que es el Romelio Martínez alberga entre sus bloques de concreto y sus graderías las memorias más apasionantes del deporte del Caribe colombiano. Estuvo cerrado, pero ya sus grietas sanaron. Ahora vuelve a ponerle su mejor cara al público y por eso merece este texto homenaje.

¿Cómo olvidar el día que jugó Pelé? ¿Cómo olvidar la primera estrella del Junior en el 77? ¿Cómo olvidar a Garrincha, Heleno de Freitas, Víctor Ephanor, Juan Carlos Delménico y esos otros tantos jugadores que se inmortalizaron en la cancha? Solo por esto, hablar del Romelio Martínez es hablar con nostalgia. Evocar las grandes figuras y gestas que allí se vivieron es revivir el pasado que hace llorar al hincha de emoción. Los jóvenes imaginamos lo que sucedió. Los veteranos, en cambio, se bañan con el bálsamo de la memoria gloriosa que vivieron y que afloró del césped del Romelio.

Su historia empezó en 1934. Su bautismo inicial respondió al nombre de Estadio Municipal. Barranquilla tuvo un escenario de fútbol para más de diez mil almas. Fue el gran sucesor del Estadio Moderno Julio Torres y abrió sus puertas para múltiples eventos nacionales e internacionales. Allí se celebraron los Juegos Centroamericanos y del Caribe en 1946. El Romelio trajo suerte, pues el equipo colombiano quedó invicto en las seis fechas que disputó y se alzó con el título. También fue el hogar de la Selección de mayores en las Eliminatorias al Mundial de Inglaterra de 1966, pero por más aureola de fortuna, Colombia no tuvo fútbol y firmó una pésima participación que le impidió clasificar.

Avión DC4. Tomada aviacol.net

A pesar del significado tan grande y alegre que tiene el Romelio, su nombre guarda matices trágicos. El 15 de febrero del año 1947, el vuelo DC4-114 de Avianca se estrelló en el cerro ‘El Tablazo’. Todos sus ocupantes murieron. 54 fueron los fallecidos en el siniestro: 12 mujeres y 42 hombres. Ese fue uno de los días más tristes del deporte colombiano. En esa ave gigante de hierro iba el atleta y jugador de fútbol Romelio Martínez. El ícono del deporte barranquillero viajaba para dirigir un amistoso como entrenador del Junior de Barranquilla, cumpliendo esa tarea lo alcanzó la guadaña de la muerte. Su pérdida aún se recuerda con dolor, pues dejó un hueco profundo en el corazón del deporte atlanticense. La tragedia fue razón suficiente para que el periodista Chelo de Castro tomara la iniciativa de cambiarle el nombre al estadio Municipal y rebautizarlo en honor a la memoria de aquel deportista que brilló en el Atlántico en las décadas del treinta y del cuarenta. Así se hizo y el pueblo lo recibió con enorme agrado.

Romelio Martínez con el uniforme del Sporting fútbol Club de Barranquilla

Romelio Martínez. Tomada: sportingfcdebarranquilla.blogsport.com

Romelio Martínez fue una estrella grande del deporte. Jugó en el recordado Sporting Football Club. Destacó como potente puntero izquierdo y perteneció al Junior cuando todavía no existía el fútbol profesional en Colombia. Romelio falleció en vísperas de carnavales. Paradójicamente, años después, el estadio que lleva su nombre es el lugar de encuentro de estas festividades. En 1955, el Estadio Romelio Martínez recibió un reconocimiento guardado para pocos, fue oficialmente Monumento Nacional. Con esto, el concreto adquirió estatus monumental, mientras que la memoria del gran Romelio Martínez se hizo inmortal.

Cabe resaltar que esos recuerdos de los que hoy llamamos viejos nunca deben olvidarse. Ahí yace la memoria de una estructura monumental en la que se vivieron emociones e historias que hoy hacen parte del imaginario regional del  Caribe colombiano. Aquí rememoramos algunas.

Letanías entre Heleno y Gabo

El furor que levantaba el fútbol en Barranquilla no era ajeno a su entorno y despertó la curiosidad de un joven que luego se haría el colombiano más universal: Gabriel García Márquez. En ese momento el Romelio aún se llamaba Estadio Municipal, pero ya en su campo se escribía la historia del coloso de la calle 72. Corría el año cincuenta y el joven Gabo escribía con total libertad para El Heraldo, en esa época usó el seudónimo de Septimus, con el cual marcó el derrotero de las letras colombianas de la segunda mitad del siglo XX.

Antes de esto, en tierras cariocas, el gerente del Junior, Mario Abello, hizo una expedición en búsqueda de una nueva estrella para el equipo Tiburón. Allí se encontró con un desdichado Heleno de Freitas. Preso del derroche provocado por el dinero, el alcohol y las mujeres decidió dar sus últimos compases del fútbol en Colombia. Aceptó ir a tierras caribeñas porque Curramba tenía playa, lo que no sabía en ese momento es que al mismo tiempo aceptó conquistar el Romelio.

El 13 de marzo de 1950, Heleno llegó a La Arenosa y se instaló en la primera fila de la agitada vida nocturna barranquillera. Despertó polémicas a montones, pero las calló con goles. Tres semanas después de llegar anotó cuatro goles contra el Atlético Bucaramanga. Gabito no aguantó mucho y el 19 de abril de ese mismo año, tentado por el nuevo rey del Romelio, visitó el estadio y narró por escrito lo que observó. García Márquez mostró el detrás de escena del personaje famoso. Escribió estas palabras para la aventura periodística y cultural llamada “Crónica”, del periódico El Heraldo: “Heleno no sabe por qué estudió derecho, ni por qué juega fútbol, ni por qué vino a Colombia, ni cuándo regresará su esposa, ni cuál fue su temporada más brillante, ni si le gusta Barranquilla”.

La atención de García Márquez no solo estaba centrada en Heleno de Freitas. La relación entre la hinchada y el crack brasilero no escapó al ojo en formación de Gabo, quien se admiró al contemplar que el talentoso Heleno no se inmutaba jamás por lo que pasaba en la grada. “Heleno no mira al público cuando entra a las canchas, ni parece oír los gritos de aprobación o de protesta que su presencia y sus actuaciones despiertan en los espectadores”, con estas palabras García Márquez no lo decía, pero lo mostraba: Heleno solo se dedicaba a jugar.

Heleno era un depredador individual. No dependía de nadie y en la ley de la selva, que muchas veces es el fútbol, su zarpazo siempre declaraba quién era el rey. Gabo lo retrató así: “Sus relaciones con sus compañeros son apenas protocolarias. Aún dentro del campo se ve, se siente crecer una separación, no entre todos, sino entre Heleno y todos los demás”. El ídolo que le hizo al mundo aprender el nombre de Aracataca describió el individualismo de Heleno con absoluta claridad.

Uno fue futbolista, el otro periodista. Uno tenía una vida turbia, el otro apenas encaminaba la suya. Uno enamoraba con sus gambetas, el otro con su prosa. La vida de estos dos personajes se cruzó por cosas del destino y Barranquilla fue el epicentro, pero el escenario central fue el Romelio, estadio que tuvo la fortuna de tener a quien sería Premio Nobel, pero quien antes escribió sobre las pinturas que dibujó Heleno con gambetas.

 Un coliseo romano en Barranquilla

Cuenta la historia que hubo una época en donde los gladiadores del fútbol colombiano tenían miedo de ir al coliseo barranquillero. Allí no luchaban contra leones sino contra Tiburones. Comandados por Juan Ramón La Bruja Verón, el equipo de Junior siempre se imponía con su fuerza en el Romelio, razón por la cual los rivales lo apodaron ‘La Caldera’.

En aquel entonces se hablaba de un equipo imbatible. El Junior de esos años logró algo nunca antes visto. Los Tiburones consiguieron la exorbitante cifra de 48 fechas invictos como local, desde el 27 de noviembre de 1975 hasta el 31 de julio de 1977. En ese año, justamente, se coronaron campeones por primera vez.

Con cara sonriente y sorpresiva, uno de los gladiadores de aquella hazaña rememora el triunfo. Armando “Ringo” Amaya fue uno de los 11 Tiburones hambrientos de gloria que estuvieron la noche del 14 de diciembre del 77. “El estadio se prestaba para esto, era una caldera jugar en el Romelio, ya todos los equipos hacían su plan de partidos y este ya lo ponían como perdido”, dice el exjugador, hoy dedicado a enseñarle sus secretos de cancha a las nuevas generaciones.

Sin lugar a dudas, la historia más emblemática en este estadio fue el primer campeonato del Junior. El título despertó una nueva locura por el equipo. Así lo relata Armando Amaya. Hoy, con toneladas de años en su espalda cuenta el momento: “Hablar del Romelio Martínez es volver a una historia inmensa de nuestro fútbol a nivel de la costa, a nivel de Barranquilla, porque sabemos que en ese estadio se han encerrado tantas historias y era un estadio donde éramos prácticamente inexpugnables”. Estas palabras salen de un veterano de mil batallas que hoy porta el uniforme de director técnico que trabaja bajo el hirviente sol caribe: gorra y camiseta azul con naranja. En la gorra y en su camiseta, sobre su corazón, está estampado el escudo de la escuela que él mismo fundó: “Escuela de Fútbol Ringo Amaya”.

Con el Romelio también nacieron grandes personalidades fuera de las canchas, el estadio se convirtió en la casa de uno de los iconos de la narración deportiva nacional: Édgar Perea. Así lo recuerda el Ringo, quien sostiene que Pérea, más que narrar, los motivaba: “Me acuerdo como si fuera hoy, que uno oía al Negro Perea, a esa leyenda del periodismo en Colombia, oíamos su transmisión en el terreno de juego y eso era muy motivante”.

Más que un estadio

Cuando el Junior jugaba, Barranquilla era otra cosa. Ir al estadio en aquella época era un plan completo. Como si se tratase de un rito, todos los hinchas se reunían muchas horas antes del pitazo inicial para lograr ingresar al templo.

Desde la estación radial Abc, ubicada en la carrera 48 con calle 72, sentado en una silla de madera fuera de la cabina, Javier Castell ––exjugador y extécnico del Junior de Barranquilla–– recuerda con los ojos inundados de nostalgia que, desde las nueve de la mañana, “la gente estaba con sus bolsas en frente de los negocios de comida, las personas iban, compraban y en el estadio todo era una recocha. Eso era más que un espacio para el fútbol, era un espacio para la familia, para el disfrute”.

El fortín barranquillero tiene un peso representativo en la cultura de la ciudad, no solo para los jóvenes, sino también para aquellos que vivían y viven el fútbol de otra manera sin importar color, estrato o edad. El Romelio Martínez es un sitio icónico porque representa el fútbol de la esquina, el fútbol de barrio, el fútbol de la familia, el fútbol pasional y el fútbol que muchos amaban en aquella época y que siempre se vivió alejado de esos delincuentes que tanto daño le hacen y que se hacen pasar por hinchas.

Para los pelaos de la época, poder jugar en el Romelio Martínez era un sueño. Muchos querían consagrarse como jugadores allí. “Jugar en el Romelio era lo más maravilloso. Una vez nos programaron una final de un campeonato de barrio y cuando entré a la cancha, yo veía el estadio como si hoy fuera el Maracaná”, dice Castell al quitarse los lentes.

Así como causaba emoción en algunos jugar en este estadio, para otros ejercía una gran presión. Está el caso de River Plate y de Flamengo, dos gigantes e históricos del continente, que pisaron el gramado del Romelio en dos días distintos, pero con igual resultado negativo: ambos sintieron el ahogo de jugar en un terreno hirviendo. “River, sobre todo, sintió la presión, porque yo escuché después las declaraciones de los jugadores y decían que se sentían en una caldera”, sentencia Castell.

Trepando a la copa… del árbol

La juventud es la etapa de las locuras por amor. Corría el año 1976 y todo sucedió en un domingo cualquiera. Como de costumbre, en Barranquilla, el plan siempre era el mismo: los hinchas del Tiburón se iban para el estadio a verlo ganar.

En un apartamento, muy cerca de ‘La Caldera’, vivía Eneria Pérez: flaca de crespos negros, ojos marrones y piernas grandes. Eneria se alistaba para salir porque jugaba “Tú Papá”. En su familia a Eneria, para consentirla, la llamaban Linda, y Linda recuerda que ese domingo lo fue aún más porque lucía la camiseta del Junior. El vestuario del ritual deportivo lo completaba una gorra roja que amortiguaba el tremendo sol que azotaba por esos días a La Arenosa. Linda menciona que se fue al estadio con un pequeño termo de agua, unas arepas envueltas en papel aluminio, las llaves de su casa y todo su amor por el Junior.

“Chao mami, ya me voy”, gritó al patio donde Sara, su madre, estaba colgando la ropa recién lavada. “Ajá mija, ¿con quién te vas a encontrar?”, preguntó. “Ma’, allá deben estar La Chechi y unos amigos de ella”, devolvió Linda. Sin dar más explicaciones, Linda le dio un beso a Sara y se fue.

Diez minutos tardó para que el horizonte se engalanara con el mítico Romelio Martínez. Ese domingo, sostiene Linda, no quedó un espacio vació en las graderías. Lo que quiere decir que diez mil Tiburones se reunieron a alentar a su equipo. A sus alrededores todo era fiesta, vendedores ambulantes, pitos, cerveza y comida enmarcaron un verdadero carnaval futbolero. Junior enfrentaba a Santa Fe por una fecha más del torneo local. Las primas se encontraron, un abrazo se prolongó por varios minutos porque hace tiempo no se veían. “Primacha estás larga”, fue lo primero que se le ocurrió a Cecilia, al ver cómo había crecido Eneria. “Chechi, tu estás divina con el pelo rojo ese”, respondió la hija de Sara.

Entre risas y recuerdos, Cecilia le presentó a Miguel. Un hombre alto, grueso, de piel morena, voz aguda y sonrisa peculiar, según la descripción de Linda. Si bien le pareció “un bollo” ––lo que en Barranquilla significa un tipo muy atractivo––, Eneria no cayó a la primera, pues dice que siempre ha sido una mujer reservada y que lo físico le importa, pero que no es todo lo que mira. Miguel y sus dos primos quedaron embobados por una obviedad: Linda les pareció hermosa.

Todos se formaron en una de las filas, la que daba a la grada norte del estadio. Faltaban 40 minutos para el partido y el ingreso del público era muy lento. Los gritos y abucheos de la mancha rojiblanca no se hicieron esperar. Algo no estaba bien. “¡Ya va a empezar, abran más esas puertas!”, soltaron los aficionados desesperados. Solo faltaban diez minutos, cuando se escuchó en un gran altavoz: “¡Señores, el estadio alcanzó el número total del aforo. Pedimos que se dispersen. Las puertas serán cerradas!”

Como si se tratase del llamado a los demonios, la reacción de los hinchas enfurecidos estalló como legión. Golpes a las puertas, gritos por todos lados y la gente desesperada. Al ver ese alboroto que amenazaba con convertirse en tragedia, Linda preguntó: “¿nos vamos a mí casa?” Los demás no querían irse, habían esperado mucho para ir a ver a su equipo del alma. Además, el verdadero hincha veía a Junior como Dios y al Romelio Martínez como su iglesia. No se iban a ir tan fácilmente.

“Pacho, ¿y si nos trepamos al árbol del lado de la 44?”, preguntaba Miguel a uno de sus primos. Sin mediar palabra, asintió con su cabeza y tomaron la decisión de subir a uno de los árboles del parque Galán, ubicado al lado del estadio. “¿Alguien más?” insistió Miguel, otorgando una última oportunidad para quien quisiera sumarse a aquella locura.

Al llegar a los árboles inmensos que tenían una altura aproximada de siete metros, Miguel y Pacho sintieron temor. “¿Te vas a mariquear ahora?”, decía Chechi mientras se reía con Linda. “Eche no, pensé que eran más bajitos pero creo que puedo”, replicó Miguel. “No, papi, chao. Ya no voy pa’ ese sipote árbol”, habló Pacho mientras daba un paso atrás. “No-friegue Pacho, me saliste faltón”, respondió Miguel ante el miedo de su primo. De pronto, un sonido celestial surgió desde adentro del gran estadio: “¡GOOOOOL!” El sentimiento más lindo del fútbol se hizo presente. Junior marcó el primer gol del encuentro en los últimos minutos del primer tiempo.

Esa fue la motivación necesaria, algo dentro de Linda despertó. La flaca de grandes piernas se atrevió a subir el árbol como si fuese una butaca. Con ayuda de Miguel y los ovarios bien puestos escaló hasta la copa. Ambos fueron capaces, el amor que les provocaba ver jugar a Junior fue más grande que el miedo. Eso sí, un susto generado por una brisa fuerte que casi los hace caer fue la única mancha de aquella grata experiencia.

Junior perdió 1 – 2 aquella tarde. Aun así, a sus 57 años, Eneria Pérez siempre atesora en su memoria aquella anécdota que hizo por amor, por amor a su Junior. Una pasión que la motivó a hacer algo que nunca más repetiría, pero que fue suficiente para sellar su pacto de amor con el Tiburón. Linda dice que esta es una de las historias que guarda para contársela a sus nietos, para transmitir esa sensación de estar en el Romelio Martínez cada domingo. Para ella era un ritual ininterrumpido, pues el Romelio se convirtió por mucho tiempo en su hogar de paso, en su casa de los domingos.

La resurrección

Es imposible no acordarse de aquellas épocas en las que la hinchada gritaba y animaba a sus equipos. Los ídolos eran insultados e idolatrados de acuerdo a su desempeño. Todo era un Carnaval, así era el Romelio. Goles, cánticos, barras y espectáculo. Todo aquello murió. El histórico y mítico estadio fue olvidado.

El escenario deportivo se quedó pequeño para la ciudad y el contexto exigió otro campo más grande para el equipo local. Por esa razón, nació el Estadio Metropolitano Roberto Meléndez en 1986. El nacimiento de uno, fue la muere del otro. Sin embargo, con el paso de los años Barranquilla se ha vuelto una ciudad importante en Latinoamérica, tanto así que muchos eventos deportivos se llevan a cabo en La Arenosa. Uno de los tantos eventos sucederá este 2018, cuando inicien los Juegos Centroamericanos y del Caribe, que ya están a la vuelta de la esquina. Esto hizo revivir al Romelio. Atrás quedó el oxidado y gastado estadio. El Romelio hoy enfrenta una nueva realidad. La Alcaldía quiere darle nuevamente vida a todos aquellos cánticos, golazos y espectáculos. El renacimiento del estadio no solo pasa por los recuerdos, sino también por el peso cultural que tiene en Barranquilla y en Colombia.

El arquitecto Giancarlo Mazzanti fue el encargado de diseñar la nueva imagen del escenario deportivo. Con su nueva estructura, el Romelio Martínez acogerá a 8.600 almas en sus graderías incluyentes, pues todos los vendedores de la 72 tendrán su lugar en el resucitado Romelio. Pero no todo estará remodelado al cien por ciento. Espacios como la antigua Tribuna de Sombra se mantendrán con su diseño original, debido a que es considerado patrimonio cultural por su sello de art déco, pero eso sí, recibirán sus debidas restauraciones.

Hoy los más viejos sueñan con revivir su juventud y los más jóvenes con escribir historias nuevas, pero sin duda alguna el más agradecido es él. Él quiere vibrar otra vez con un gol, latir mientras algún atrevido tira una gambeta para arrancarle aplausos a las tribunas. Él quiere sentirse de nuevo una caldera. Su resurrección ya tiene fecha, está programada para el 28 de abril de 2018 y Él, el Romelio, será quien más lo agradezca, porque saldrá del olvido y volverá a ser lo que siempre fue: el estadio del pueblo barranquillero.

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