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Por: Jose Paba Orozco

El profundo sueño de Byron era interrumpido por el estrépito sonido de su alarma anunciando las 7 de la mañana. Algunos rayos de sol traspasaban los calados del ático donde dormía, haciendo visible la suciedad y el tumulto de cachivaches en aquel lugar.

Todo a su alrededor parecía no haberse removido durante años, al igual que un conjunto de extrañas cábalas que realizaba antes de iniciar cada día. La rutinaria vida de Byron le había significado la pérdida de su capacidad crítica, y simplemente funcionaba como una máquina robótica al servicio de un fin programado, la reparación de instrumentos musicales.

Como era de costumbre, cada mañana Byron bajaba a la primera planta de la edificación, en la cual funcionaba el taller de lutheria. Un café tibio y un trozo de queso siempre le daban aliento para limpiar las virutas de madera y aserrín esparcidos por todo el lugar.

Era primordial, para el dueño del “arcaico” taller, mantener feliz a Byron, puesto que debajo de esa persona con aspecto andrajoso y desaseado se escondía la receta de un aceite cuyo aroma y composición podía unir las más grandes grietas de la madera con tan solo unas gotas.

Era tan buena la reputación, que apenas se abrieron las puertas del lugar llegaron los primeros clientes. Todo transcurría con normalidad; sin embargo, aún no ocurría la verdadera magia.

Faltaba un cuarto para las tres de la tarde. El ritmo de trabajo había descendido ligeramente. No obstante, las campanillas contiguas a la puerta sonaban anunciando el ingreso de un particular cliente.

Oí por ahí que en esta lutheria tienen el mejor aceite para nutrir los trastes de mi guitarra.Asintió con la cabeza el dueño del taller.

Entonces demuéstramelo.

Enseguida aquel hombre con chaleco de cuero y botas marrones dispuso su guitarra a Byron ante la mirada curiosa del colectivo dentro del recinto. Fue así como Byron tomó la guitarra y la llevó a su puesto de trabajo. La miró una y otra vez, analizando la gravedad de la situación.

Volvió a acostar el instrumento y esta vez ante la mirada de todos, agarró una pequeña muestra del aceite y lo roció por todo el mástil. El aroma que desprendió aquella simple acción, era increíblemente agradable. Desde que ingresaba por la nariz e inflaba por completo los pulmones proporcionaba una sensación estimulante, calmante y casi que inducía en un ligero sueño.

La frescura cítrica que desprendía el mástil de la guitarra se podía olfatear kilómetros a la redonda. Durante unos minutos el aceite sirvió como un perfume y un purificador ambiental que reducía la tensión y la fatiga en quienes lo sentían. El aceite no solo lo caracterizaba aquel esplendoroso aroma mentolado acompañado de esencias varias, sino que también nutrió la madera de un mástil seco y agrietado y que ahora estaba brilloso, humectado y restaurado.

Precisamente aquella receta de aceite de limón era la especialidad de la casa. Era la que mantenía en actividad el lugar; y cuya única persona que sabía cómo lograr aquel magnífico aroma era ese hombre de aspecto andrajoso y desaseado.

Ese mismo hombre que ha sido esclavo no solo de aquel hombre avaro dueño del taller, sino también de esa mística fragancia que necesita sentir para vivir, y la cual le han pasado de generación en generación; y que así como una droga, lo tiene sumido en un trabajo en el cual no cobra desde hace 39 años.

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