Comenzó con la flauta, con su sonido agudo llamando la atención de aquel que estuviese en el lugar. Siguió el llamador, que golpe a golpe iba marcando el compás para los danzantes. Después un suave merequeteo de guache y maracas, que se correteaban como dos chiquillos quisquillosos. Y por último, el alegre, entusiasta, y la tambora, imponente, se unieron para formar ese ritmo llamado cumbia.
Esa era la música que tenía reunidos a los baranoeros en la 19, una de las principales vías del municipio. Aquella noche de viernes, tan oscura como las otras, iba a ser iluminada con velas por un grupo de danzantes que cerrarían la calle para realizar una rueda de cumbia. Sí, como era costumbre hace muchos años en el pueblo en las fiestas patronales, y que precisamente buscaba recuperar dicha tradición.
En el aire había una mezcla de olores a chicharrón, chorizo y aceite. La brisa fresca corría por el lugar. La luna no brillaba en todo su esplendor, pero tímidamente se asomaba a admirar lo que sucedía en aquella calle. El evento empezaría a las siete de la noche, y aunque los grupos musicales ya se encontraban en el lugar, no se escuchó cumbia alguna hasta las nueve.
Fue ahí cuando izaron la bandera en medio del pequeño escenario de forma esférica y los percusionistas realizaban toques al azar a los tambores. En ese momento, cuando el golpeteo del cuero y el mecer de las maracas se volvieron uno solo, niñas de edades entre 5 y 9 años, alzaron sus polleras coloridas y comenzaron a arrastrar sus pies alrededor de un círculo de madera, donde los músicos se encontraban encima tocando.
Con lentitud y al sonar de la tambora, movían sus caderas dando vueltas en los repiques, enrollando la pollera hacia su cintura, para luego extenderla como mostrando la majestuosidad de esta. Los espectadores, embelesados por tanto colorido, acompañaban algunos con palmas y otros con sus miradas y sonrisas. Los más viejos con nostalgia, recordando los tiempos donde la cumbia era la reina; los chicos, tratando de descifrar qué era lo que tenía ese ritmo que llamaba la atención de todos.
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Mientras los cuerpos se movían alrededor del círculo de madera, había una pregunta rondando en el aire, como una inquietud. Ese interrogante suponía encontrar el inicio de todo, de la tradición que ya no es tal. De la que fue sustituida por las populares tarimas, donde más de uno queda flechado o, en su defecto, alcoholizado.
Dicen los abuelos que este tipo de reuniones eran muy comunes para la fecha. Era la manera en que las generaciones de antaño celebraban las fiestas patronales de Santa Ana, danzando con velas en las manos, la botella de ron en la cabeza y con muchos güepajés al aire. Donde las mujeres eran cortejadas por los caballeros que, con su baile punteado, intentaban ganarse el corazón de ellas.
Era la manera en que se divertían, y aunque no hay una fecha exacta de la realización de la primera rueda de cumbia, se dice que estas nacieron con dicha celebración.
Comenzaban con la llamada que los tamboreros, dándole golpes a los instrumentos, le hacían a la población. Alrededor de las nueve de la noche, una valiente pareja inauguraba la rueda danzando en torno al esférico escenario. A medida en que la noche avanzaba, se iban sumando cada vez más bailarines a aquella fiesta. Ahora, este tipo de celebraciones son una forma de lucha de unos cuantos que quieren preservar las viejas costumbres. Sin embargo, aquel espectáculo había convocado a un considerable grupo de gente y, sorprendentemente, la mayoría eran jóvenes curiosos.
La idea de realizar la rueda de cumbia fue de “Raíces de mi Tierra”, una fundación baranoera que se dedica a trabajar las danzas tradicionales de la región con niñas del municipio. Fue creada por Lizbeth Barrios, quien organiza, dirige e incluso hace las coreografías. Fueron ganadores de Zonal de Danzas del Atlántico en la categoría infantil, unas muestras que premian a los mejores grupos participantes.
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La música se detuvo y los aplausos de los asistentes no se hicieron esperar. El murmullo sustituyó el musical compás de la cumbia mientras que las danzantes se reunían con su coreógrafa. Algo traían entre manos, pues cuchicheaban las unas con las otras mientras los espectadores intentaban averiguar qué iba a ocurrir a continuación.
La primera vela encendida captó la atención de los espectadores. Como una ráfaga, aquella mecha fue consumida por el fuego mientras, una a una, iban encendiendo el manojo que una de las chicas mayores llevaría en su mano. Eran tan similares a las luces que estaban en el lugar, un híbrido entre amarillo y naranja que daba como resultado un tono cálido.
Cuando de cumbia se trata las velas son un elemento importante. Aunque no es necesario usarlas para disfrutar del ritmo, indudablemente es una característica que emociona a quien disfruta verlo y bailarlo. En las ruedas de cumbia, esto era parte de un ritual que se practicaba en el municipio anteriormente. El hombre le ofrecía el paquete de velas a la mujer, y quien las aceptaba tenía que bailar hasta que estas se acabarán. Si el parejo quería seguir bailando, tenía que comprar otro paquete.
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No hubo un momento exacto donde las niñas, ya coreografiadas, dieran paso a los danzantes callejeros. Esos que fueron simplemente a observar, pero se dejaron llevar por el ritmo. Al principio, cohibidos por la avalancha de miradas que había en el lugar, solo se trató de unos pocos. Luego, el círculo alrededor del escenario se tornó más pequeño y personal, por lo que ya no solamente se movían los pies, sino todo el cuerpo.
Y así se amaneció. Como antes—como siempre—: a punta de risas, de gritos gozosos y una cumbia sabrosa.
Fotos: Eydelmar Barrios Barranco