Por: Katheryn Sanguino
Amilvia, quien tan solo tenía 14 años, tenía la piel morena y llevaba el cabello recogido en una cola de caballo, lo cual la hacía pasar desapercibida. Estudiaba en el Colegio Normal de Fátima, ubicado en el municipio de Sabanagrande, Atlántico.
Un día de octubre, como siempre, estaba sentada justo enfrente del tablero en la primera silla del salón. Y como siempre, no pronunció ni una sola palabra hasta que el timbre sonó. A sus compañeras les dijo que se quedaría ahí, pues debía hacer la tarea de biología.
Era el típico colegio de monjas que cada mañana pedía a sus estudiantes que rezaran frente a la virgen; aquel en que en sus pasillos, paredes y rincones tenía estatuas, imágenes y calcomanías de Don Bosco, Laura Vicuña, Santo Domingo Sabio, María Mazarello y otro santos. La Hermana Superior decía que ellos estaban ahí para cuidar de todos.
Mientras sus compañeras salían de clase, Amilvia se quedó con la mirada en blanco mirando al tablero por un largo tiempo. Luego, arrancó una hoja de su cuaderno y empezó a trazar líneas de tinta roja en el centro del papel, hasta formar todas las letras del alfabeto y los números del 0 al 9. Se quitó la banda que sostenía su cola de caballo y la ubicó sobre el papel: era la tabla Ouija. Esa tabla espiritista con la que, dicen, es posible invocar los Espíritus del más allá y conversar con ellos. Creada por Elijah Bond, la historia le ha dado varios nombres tales como “mala suerte” o “tablero de bruja”; sin embargo, se ha continuado su uso con el objetivo de crear un contacto entre las personas y los espíritus.
La puerta se cerró. Ni siquiera había pasado un minuto desde que había pintado la tabla. Las luces titilaron y quedó el salón completamente oscuro. A través de una ventana con las bisagras dañadas, soplaba el viento como un silbido constante.
— Abre la puerta Amilvia, que el grupo te está esperando en la cafetería —, gritó Paula.
Pero ella no fue capaz de hablar y mucho menos de abrir la puerta.
— Ábreme la puerta boba, ninguna te va a molestar — repitió su amiga.
Retomando algo de fuerzas, Amilvia se levantó para abrir la puerta.
— Entra que no estoy sola.
Sin entender, Paula entró esperando convencerla.
— Quiero que juegues conmigo a la Ouija—, desde hace rato quiero hablar con un espíritu.
— ¿Te volviste loca?, pueden matarnos las monjas. — Y aun así, se sentó junto a su amiga en el piso del salón.
Con la tabla en medio de ellas, mirándose frente a frente , preguntaron por el espíritu que las acompañaba. Entonces se escuchó un estruendo en el techo y empezaron a pintarse líneas gruesas de color negro en el suelo. Dando gritos desesperados, las chicas corrieron y se subieron en una silla cada una. Estaban justamente en los salones más apartados del colegio, donde no había nadie cerca en horas del recreo.
Las sillas empezaron a moverse. Ya no sólo se trazaban líneas en el suelo, sino en la pared y en el techo también. Por fin, el timbre sonó. Se escucharon pasos que se acercaban, pero cuando ese momento llegó, nadie podía abrir la puerta.
Amilvia se tiró de la silla y tomó el papel donde había trazado la tabla para romperla. Pero fue peor. Las líneas empezaron a pintarse en las sillas, en la puerta e incluso en la parte de afuera del salón.
Cuando lograron romper la tabla, el salón se abrió y las demás compañeras entraron, sin saber lo sucedido. Sin embargo, al ver aquellas líneas negras por todas partes, salieron corriendo por la ayuda de una monja, quien pronto regresó junto al sacerdote.
El rezo logró calmar a las estudiantes en el momento, pero desde aquel día, la niña que pasaba desapercibida empezó a generar un sinsabor en la Normal educativa. Como una tía de Amilvia conocida como bruja en la ciudad había muerto, sus compañeras creyeron que se trataba de influencias satánicas de su parte.
Al poco tiempo la chica abandonó la institución. Las líneas negras que cuentan que generó el objeto diabólico, aún no se borran del salón del grado noveno. Pero donde más se marcaron fue en la mente de grupo de estudiantes salesianas que vivieron la experiencia.
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