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Por: Alexis Posso | Fotos: Laura F. Pacheco

“Y le preguntó: ¿Cómo te llamas?; Y él le dijo: Me llamo Legión, porque somos muchos.”

-Lucas 8;30.

Eran las 2:50 de la madrugada cuando lo vio. De cabello blanco impoluto y con la tez violácea por la hipotermia. Con el uniforme hecho girones y andando de arriba para abajo frente a la estatua ecuestre del libertador. Miserable, con la mirada perdida, y – ¡Jesucristo bendito!, pensó-, mutilado de los brazos.

Las luminarias de la calle ancha hoy se ven tristes. Hay en ellas un dejo de melancolía. Todo el ajetreo del Paseo de Bolívar termina cuando cae la tarde. Los miles de transeúntes que pasan a diario por el bulevar más importante de esta urbe caribe dejan tras de sí, mucho antes de  las seis, una estela de silencio y desolación: “el centro es peligroso de noche”, le dirán las madres precavidas a sus hijos, tal como me lo dijeron a mí.

En la calle 34, a la altura de la carrera 45 (Líbano), protegida por los cañones de la colonia y gallardamente dispuesta para albergar sobre sí a la efigie confeccionada por el escultor francés Emmanuel Frémiet, la placita que corona el camellón está cansada y es presa de un silencio ensordecedor. Los árboles no se mueven, y el olor a orines y podredumbre se vuelve cada vez más penetrante.

Entre todo aquello, la única figura que desentona es la de un hombre descamisado y regordeto, que se fuma tranquilo un Pall Mall, sentado sobre una silla plástica del color de la sangre, en el flanco izquierdo del monumento.

Benjamín Quiñones tiene 65 años, y lleva 7 celando los negocios que rodean la estatua de Bolívar. “Usted sabe que siempre hay uno que otro malandro pasando necesidad”, me dice, a la vez que se lleva el lomo del dedo índice a la nariz, como si inhalara algo. A efectos de cumplir con su tarea protectora, lleva ceñido a la cintura un machete de 3 cuartas que afila unas dos o tres veces por noche. Cuenta que allí, sentado sobre su silla Rimax, ha visto pasar las cosas más extrañas.

La Barranquilla madurada al sol ha quedado en el pasado para el viejo Benja. Desde que inició su labor como celador, duerme de día y se ha acostumbrado a recibir la luz artificial de las farolas. Cuenta, con una tranquilidad inquietante, como a veces escucha a los indigentes pelear con ellos mismos, cambiando de voces, retorciéndose entre la basura. Habla de posesión, sin duda alguna, aunque prefiero pensar que se refiere a episodios causados por la abstinencia.

Habla de haber visto al diablo a los ojos, escondiéndose cual cobarde tras las pestañas de algún coleto. Dice que la maldad contenida en la noche, encapsulada en la oscuridad, viene directamente de él.

A ratos se lo imagina: negro, sonriente, riéndose a carcajadas el muy hijo de puta. Luego se lo imagina triste, y solo, y casi siente pena por él. Sabe que lo tiene cerca, sabe que quiera o no, lo acompaña en la deserción de la plaza. Quiñones admite que lo llevaría en la espalda, como una sombra, de no ser por su escapulario. Gracias a eso y a su costumbre de rezar constantemente el Padre Nuestro, el hombre negro sabe mantener su distancia.

Supo que todo aquello era real, que no se lo imaginaba, cuando se encontró frente al piloto aquel del que tanto hablaban los periódicos. Un ánima sin brazos que busca ayuda en el viejo edificio administrativo de SCADTA, hoy Centro Comercial Avianca.  A veces lo siente a sus espaldas, mirándolo con sus ojos llorosos. Lo sabe porque siempre huele a humedad,  a tarulla y a pescado, a lo que le sigue el  olor del azufre y un corrientazo helado que le baja por la espina dorsal.

Quiñones se persigna cuando el reloj marca las 5 a.m., su turno ha terminado, y por hoy ha sobrevivido. Dice que el único miedo que siente es el no poder abrir sus ojos otra vez, la idea de morirse lo ha atormentado desde muy niño.

En la soledad de la mañana, esperará a que los vendedores empiecen a llegar a sus puestos. Los saludará uno a uno y va a pretender que nada de lo que ha vivido en las noches de estos últimos 7 años ha sido verdad. Llegará a su pieza pestañeando débilmente entre las luces matinales. Dormirá de un tirón y despertará otra vez cuando la noche haya cubierto a Barranquilla, y sus únicas compañías vuelvan a ser su silla, su machete, y el hombre negro, tratando de treparse a su espalda.

EDITOR: Alexis Posso / DISEÑO Y COORDINACIÓN EDITORIAL: Andrea Cancino / EQUIPO PERIODÍSTICO: Meza Perez, Mauro Meza, Dayana Muñoz, Sharon Nugent, Diana Ordosgoitia, Carlos Orduz, Cristian Ortega, Jose Paba, Laura Pacheco, Alexis Posso, Keiner Quiroz, Alvaro Redondo Milian, Jisse Rivera, Andrés Rodriguez, Maria F. Romero, Lyznaydyz Salas, Katheryn Sanguino, Nathalia Tarazona, Jorge Tobon, Maria F. Tolosa, Maria Vasquez. / DIRECCIÓN MULTIMEDIA: Carlos Orduz / DISEÑO WEB: Andrés Tobón y Andrea Cancino.

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