Por: Nicole De Ávila, Selena Gonzalez, Juanita Pinedo y Angélica Salas
Es domingo y el sol de Barranquilla se filtra entre las ramas de los árboles del Tomás Suri Salcedo. Una champeta africana se fusiona con las voces alegres de los niños jugando. Mientras locales y turistas se pasean por el reconocido parque, a su alrededor ocurre un encuentro mágico que cautiva a miles de personas. Las voces de las negras vendedoras de dulces “seduciendo” a los visitantes del Suri Salcedo para degustar de sus manjares reafirma la presencia de sus tradiciones palenqueras en Barranquilla, la ciudad donde la alegría se come.
En el parque está Zurlay Gutiérrez, una mujer negra, robusta y de estatura baja que luce trenzas de color ceniza y visos rubios. A simple vista su ceño fruncido podría crear una impresión intimidante, pero sus gruesos labios de pronto se abren en una sonrisa acogedora. La mujer de 38 años está equipada con un delantal y muchas ganas de trabajar.
Junto a Zurlay hay tres mesas, cubiertas por un mantel blanco, que muestran una gran variedad de dulces típicos palenqueros: coco, leche, ñame, papaya, tamarindo. Entre ellos, está la tradicional Alegría. La misma alegría que motiva a esta mujer a dedicarse a la venta de dulces cuando llega Semana Santa.
Zurlay hace parte de los once hijos que nacieron del matrimonio entre una palenquera y un barranquillero. El barrio El Bosque, el mismo que la vio nacer, ha sido el escenario de una vida marcada por una fuerte unión familiar y los manjares de Palenque. Desde temprana edad, Zurlay y sus hermanos heredaron la tradición de vender estos dulces de parte de unos padres que, hasta el día de hoy, caminan por las calles del Centro de Barranquilla ofreciendo deleites para el paladar.
Hace veinticuatro años, cuando Zurlay tenía catorce y aún vivía en la casa de sus padres, conoció a un joven venezolano dos años mayor que ella. Empezaron a acercarse y con el tiempo se enamoraron. Se hicieron novios y él la iba a visitar a la casa de sus padres. A pesar de ser jóvenes no les gustaba ir a fiestas, por lo que sus salidas consistían en ir a comer, visitar amigos o pasear un rato por el barrio. Lo que importaba era pasar tiempo juntos.
A los tres años de noviazgo se separaron del seno familiar y decidieron independizarse. No les fue difícil adaptarse: “los dos siempre habíamos trabajado, por lo que no nos sentimos apretados”, recuerda Zurlay. A partir de ese momento, ella dejó de trabajar con su madre e inició lo que llama “su propio negocio”.
A los dieciocho años quedó embarazada de su primer hijo. Convertirse en madre le dio un vuelco a su vida, dado que a partir de ese momento todos sus esfuerzos y sacrificios serían para el bienestar de sus hijos. El segundo nació dos años después y la última, al año siguiente.
Su hijo mayor fue quien le enseñó a leer y a escribir. “En vez de ayudarles yo, ellos son los que me ayudan”, dice burlándose. “Mis hijos son mi mayor orgullo. Mi primer hijo estudia soldadura en una corporación, el segundo hace octavo de bachillerato y mi hija menor está en quinto de primaria. El mayor es lo que yo no pude”.
Desde pequeña, y como todos los niños, ella soñaba con lo que quería para su futuro: “Hay tantas cosas que me hubiese gustado hacer que no tuve la oportunidad de realizar en esa época, como estudiar, ser enfermera, estar en una universidad, como tú, pero ajá, no se pudo”, expresa con la voz entrecortada y mirando al cielo. “Por eso le digo a mis hijos que estudien, que se preparen, que estudiar es muy bonito”.
Zurlay aún recuerda el orgullo que sintió su alma luego de soltar el lápiz, ese objeto que la ayudó a escribir su nombre por primera vez. Poder comprender las palabras puestas frente a sus ojos y hacer trazos que representan gráficamente sus pensamientos es algo que aprecia casi como un privilegio, tras años de haberse visto privada de esas habilidades. ‘‘Para mí, aprender a leer y a escribir fue tan maravilloso como ver a mis hijos caminar por primera vez’’, expresa.
Luego de servirle a un par de clientes frecuentes, Zurlay se sienta en su silla plástica blanca. Muestra con orgullo su pequeño espacio e interactúa con las personas como si las conociera de toda la vida. Es, sin duda, una cualidad de esta mujer que deja a todos con un sabor a casa. Quizás esa es una de las razones por las cuales el negocio le brinda tan buenas entradas económicas, además de su increíble sazón.
Y es que el éxito de Zurlay es proporcional a sus esfuerzos. Ella se levanta a las tres de la mañana para preparar sus dulces y poder estar en el Suri Salcedo a las nueve, usualmente permaneciendo allí por más de doce horas. Sin embargo, lo ve como algo que vale la pena. “Cuando las cosas se hacen con amor, no hay nada difícil. Nada es imposible. Todo es echarle ganas”, dice mientras espanta las moscas con un cartón.
Cuando la Semana Santa llega a su fin, el oficio se torna aún más agotador. Sus jornadas de trabajo pueden extenderse a dieciocho horas repartidas entre la preparación de los dulces o bollos y su comercialización por las calles. “A veces me duelen los pies de tanto caminar. Al final del día es un alivio cuando ya no llevo la ponchera en la cabeza, sino en las manos. Mi cuerpo descansa y mi mente también. Terminar con la ponchera vacía significa que logré la meta del día: vender todos los dulces”.
— ¿Ajá, y cuánto me van a dar por esta entrevista? —pregunta de repente esta comerciante, acostumbrada a negociar con todo— ¿Siquiera me van a comprar dulces?
— Sí, claro.
— ¿Cuáles?
La mujer inmediatamente toma un vaso de plástico y su cucharón para servir.
— Una alegría y un dulce de tamarindo —le respondemos.
A Zurlay se le iluminan los ojos y sonríe por haber cumplido su cometido. Ella empieza a servir el dulce de tamarindo.
—Niño, dale la alegría — le dice a su hijo que la acompaña.
El hijo toma una taza llena de este manjar tradicional, le quita el plástico que lo protege de las moscas y con fuerza separa una Alegría de las demás.
— Bueno, ahora sí —Zurlay se sienta nuevamente en su silla—. ¿Qué más quieren saber?
La mujer se remueve en el asiento, incómoda. Le hemos pedido que comparta con nosotros un recuerdo que tuviese bajo la piel, imposible de borrar.
Zurlay nos relata con voz quebrada sobre aquella madrugada en su hogar que inicialmente parecía ser el comienzo de un buen día, pero que terminó transformándose en un momento amargo. El ambiente olía a humedad y el sol estaba todavía oculto. Cuando llegó al arenal de su patio con sus chanclas a medio poner abrió sus ojos con impresión. La lluvia traída por la noche había mojado la leña que acababa de comprar y la cubrió de lodo, echándola a perder.
“No sabía qué hacer. La mayoría de mis ingresos del mes anterior los había usado para comprar esa leña. En ese entonces mi esposo estaba sin trabajo. Tenía la responsabilidad de mis hijos. Es de mucha impotencia… la sensación de tener las manos vacías y desear que aparezcan mágicamente las cosas. Lo único que queda es levantarse para volver a trabajar”, concluye.
La vida se ha encargado de multiplicar en ganancias las pérdidas de aquel día. Esta vendedora de dulces palenqueros cuenta que su negocio es tan fructífero en la época de Semana Santa, que para transportar sus productos desde el barrio El Bosque hasta el parque Suri Salcedo y viceversa, toma dos taxis por quince mil pesos cada uno.
“Gracias a Dios no nos va mal, pero sería mejor si los carros no estuviesen parqueados”, afirma Zurlay. Para ella los vehículos que tapan los puestos de dulces han afectado la venta. “El año pasado me fue mejor. Las ventas están un poco quietas por el parqueo. Hace veinte años los carros se colocaban por allá, al otro extremo, pero, por el Transmetro, ya no”, comenta. Unos segundos después añade: “el Transmetro desplaza a todo el mundo”. Su expresión cambia. Cuando antes irradiaba calma, ahora demuestra incomodidad.
A pesar del entorno inestable que se ha estado presentado, ella no permite que eso la detenga. Todo lo contrario: ofrece el mismo amor y dedicación que ha puesto en la producción de sus dulces a todo el que transite por el Suri Salcedo. Nunca ha habido una ocasión en la que alguien se encuentre disgustado al probarlos. Una vez los saborean, quedan hechizados.
Zurlay guarda con recelo la fórmula secreta para la creación de los manjares, así que, al preguntarle sobre el proceso de sus productos, medita unos segundos. Con una voz casi parecida al susurro comienza a explicarnos: “Hay que cocinarlos bien porque pueden dañarse. A veces los dejan crudos y por eso a los dos días se les estropea. Aquí a nosotros los dulces nos duran quince días bajo el sol porque los hacemos con leña, en calderos grandes y quedan bien cocinados. En mi casa tengo cuatro fogones y la leña me la traen en un camión. En eso me gasto cincuenta mil pesos”.
Su buena preparación es confirmada por un comensal:
—¡Negra, tú si sabes hacer dulces, oíste! —grita el hombre relamiendo la paleta donde las pequeñas partículas de azúcar se han secado.
Una gran sonrisa se asoma en los labios de Zurlay mientras su pecho se alza de orgullo. Una potente voz escapa de su interior, bañada de una dulzura que ha traspasado del plano de los dulces hacia el alma.
—Gracias, mi amor. Que tengas lindo día —responde.
Zurlay retoma la conversación y afirma que algunos dulces necesitan más tiempo de preparación que otros. “Por ejemplo, la Alegría es uno de los dulces que más se demora. Para hacerla necesitas millo (una planta de color verde, parecida al maíz) y melaza. La melaza consiste en mezclar la panoja (la flor del millo de color blanco cenizo), panela y coco”, expone haciendo movimientos con las manos.
“Primero lavas el millo y luego lo pones a secar al sol hasta que se tueste. Mientras, puedes ir mezclando pedazos de coco con panela y eso lo cocinas entre quince y veinte minutos. Después le quitas la flor al millo y se la agregas a la mezcla de panela y coco. Y listo, ya tienes la melaza. El siguiente paso es mezclarlo con el millo para ir armando las bolas de Alegría. Por último, envuelves cada bola de Alegría en papel de plástico transparente para asegurarnos que se conserve por más tiempo y alejar a las moscas”.
Segundos después se acerca una mujer de mediana edad que acaba de parquear su carro.
— Negra, ¿a cómo tienes la tacita de dulce?
—Mi amor, la taza te vale siete mil, pero por ser tú te la dejo en seis mil.
La nueva clienta resuelve de manera rápida su compra para no desaprovechar la oferta especial. Entrega el dinero y a cambio recibe unas tiras pequeñas de coco rallado mezcladas con azúcar y “clavitos”, cuya textura es parecida a la mermelada. Da las gracias y Zurlay la despide con su tradicional alegría.
El canto de los pájaros se mezcla con las risas de los niños. Las voces de las vendedoras, fuertes y consistentes, que invitan a los transeúntes a disfrutar de su festival de dulces prevalecen en el parque Suri Salcedo. “A la orden, a la orden”, dicen las vendedoras.
Los rayos de sol comienzan a perderse entre las copas de los árboles y ahora la luz artificial blanca del alumbrado público marca la recta final del domingo. El día de venta ha terminado para Zurlay y sus compañeras.
Las mujeres cubren las tazas, doblan los delantales, guardan las mesas y se reúnen a conversar sobre los pormenores del día mientras caminan hacia la calle donde tomarán el taxi de regreso a sus hogares ubicados en barrios emblemáticos de la ciudad, como El Bosque, Las Nieves, Me Quejo, Nueva Colombia y La Manga. Sus corazones están regocijados por las ganancias de la Semana Santa, pero un aire de melancolía impregna su ser.
Ya ha terminado la época más próspera del año para ellas. Mañana volverán a sacar las poncheras llenas de bollos, frutas, cocadas o Alegrías para caminar por las plazas, playas y calles de cada rincón del Caribe colombiano. Sus voces promulgan una tradición que se mantiene viva a través de cada bocado de sus dulces en nuestros paladares. Dulces que año tras año, representan el sustento de muchas mujeres con un mismo origen: Palenque.