Por: Sócrates
Derribar una estatua histórica puede parecernos, según nos convenga, algo muy revelador desde lo simbólico; algo muy simplificador desde el rechazo o el aplauso, o algo sencillamente emocional y estúpido desde quien se desmarca de la condición de hombre-masa. Pero hay algo peor: quizás lo más cercano al sentido del hecho podría estar en la combinación entre todos estos factores y otros más que se nos escapan.
Cada monumento y cada estatua nos está hablando de un momento de la historia, de un referente del que no podemos escapar porque, entre otras cosas, somos producto y herederos de esa historia. Es una herencia que nos viene, a lo menos, desde dos vías: la biológica, y la cultural.
Por el lado biológico, tenemos una sangre combinada, y en nuestros genes, palpitan el europeo, el originario continental y el negro. Y si somos capaces de comprender todo eso y manejarlo desde el entendimiento -valorarlo, juzgarlo, apreciarlo, rechazarlo-, es porque heredamos de ellos – pero sobre todo de la línea europea mezclada con la semita- las articulaciones culturales que nos lo permiten. Es así de simple. Lo demás es acomodación asumida desde filias y fobias.
Por el lado cultural, hemos heredado unas articulaciones -o unas gramáticas, dicen algunos- que se expresan en lo tradicional, en los elementos simbólicos que configuran nuestra forma de pensar el mundo, y nuestro lenguaje. Todo ello opera como intermediación para relacionarlos con lo demás y los demás. La música, la escritura, la forma de conectarnos con el absoluto, nuestra manera de presentarnos en el gran teatro del mundo: todo eso lo traemos como herencia inevitable. Podemos tirar la estatura de uno de esos padres y abuelos, y ellos seguirán presentes, ni modo.
Pero está el otro lado del asunto. Quizás quien ayuda a tirar una estatua está pensando en otra cosa y poco le interesa la historia o lo cultural. De pronto, lo más importante es hacer desorden, manifestarse en el caos, hacerse escuchar, o simplemente actuar como lo han hecho los demás en otros rincones del planeta y del país.
Pasamos, entonces, a hablar del vandalismo como expresión, pero un examen de eso no debería simplificarse desde su apariencia de desorden, porque sea de donde venga – de un drogadicto, un delincuente, un anarquista o un travieso, un grupo de desorientados y enloquecidos, un estudiante o un activista social – tiene su origen en la exclusión. Categorías usadas como “gente de bien” y “desadaptados” ayudan a legitimar la simplificación. Son los peligros del lenguaje, cuya propiedad de resumir complejidades en una sola expresión, impone límites en el análisis.
Como ejemplo de las implicaciones en juego, consideremos lo siguiente: si entre los que aplauden mientras cae la estatua de Colón hay alguien que lleva la bandera de Colombia como si fuera una capa, o hay otro que la lleva en alto con orgullo, entonces esos dos están actuando desde lo simbólico contra lo simbólico.
Aquí el entendido sería que lo uno simbólico (la bandera) es mi punto de partida contra lo otro simbólico (la estatua de Colón). La bandera, por supuesto, es un símbolo patrio, vinculado con nuestra independencia, uno de los valores nacidos de la entraña de la Revolución Francesa, tan europea, caramba… Y lo otro: hay quienes interpretan nuestras luchas de independencia no como las de un pueblo criollo sometido contra el dominante opresor, sino como los esfuerzos de una clase dominante criolla que buscaba ganar, por las malas, un espacio de poder negado a las buenas. Un “quítate tú pa’ ponerme yo” que también obró, más adelante, en contra del propio líder Simón Bolívar.
Cuando llegaron en el siglo XV, con el telón de fondo de lo adecuado, los europeos terminaron imponiéndose en nuestra América. Con el paso del tiempo, nos dejaron ciudades amuralladas como Cartagena ( y otras más en Latinoamérica), que muchos de los que hoy aplauden el derrumbe de una estatua, han sabido disfrutar y fotografiarse en ella. Si fueran coherentes, dicen algunos en redes sociales, deberían pensar en promover un encuentro masivo de pico y mona en la Ciudad Heroica, y empezar a tirar las murallas. Ah, y luego deben hacer lo mismo contra los templos católicos, el Castillo de San Felipe, y etc. Así borrarán la historia, y volveremos a nuestros guayucos y canoas. Porque -no lo olvidemos- deben desmontar, también lo simbólico e institucional del sistema democrático, aquella ocurrencia griega…