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Por María José Lamanna

Una mujer hermosa. Todas las historias tienen una pero ella era especial, muy especial. No era mujer. Era más bien un ser que parecía mujer, hermosa igual a una, de mirada hipnotizante y una asombrosa piel blanca. ¿Algo raro en ella? No hablaba y rara vez se le veía riendo. Su cabello, un negro imposible y de largo sublime. Siempre estaba sola y pocas veces se veía rondando por el pueblo y cuando eso sucedía todos los bebés del pueblo se unían en un llanto desesperado y agonizante. Todos los hombres la querían tener. Todas las mujeres le tenían envidia. Pero nadie sabía lo que escondía.

Nadie sabía dónde vivía. Todos los hombre del pueblo la veían llegando al arroyo y durar horas ahí, siempre hasta bien entrada la noche. Y aun cuando todos se cansaban e iban a dormir, ella seguía en el arroyo, disfrutándolo, casi que conectándose con él.

Pero un día. Más bien una noche. Hubo uno que no se cansó y no se fue a dormir. Quería estar con ella y la iba a convencer haciendo lo que sea. Esperó y esperó, hasta que se decidió. Salió de los matorrales que lo ocultaban y se acercó al arroyo. La mujer se dio cuenta y también se acercó a él. Sonrió. El hombre se detuvo, pues nunca la había visto sonreír y sintió tremendo susto. Algo no le gustó, aunque no decidía qué de tantas cosas tenebrosas que lo rodeaba no le gustaba. No recordaba el arroyo de esa manera. El agua estaba tan oscura que parecía petróleo. Las ramas de los árboles estaban tan secas y sin rastro de alguna hoja. Todo ese paisaje le daba terror.

Volvió su mirada a la mujer, ya estaba ahí y había que concluir ese asunto. Para eso estaba ahí. Recorrió el pequeño tramo que los separaba y tomó a la mujer de los brazos. Ella lo miró. Jamás había visto unos ojos de ese color. ¿Era posible unos ojos dorados? Noto el punto negro en ellos y se alejó.

La mujer lo siguió mirando, se acercó a él y le dijo: “Ahora te asustas por todo lo que hiciste pero en el pasado obraste feliz.” Esa voz lo aturdió. Era casi como escuchar el chirrido de una uña pasando sobre una pizarra. ¿Qué clase de voz era esa?

La mujer continuó: “Te asusta ver tus pecados pero te gustaba cometerlos” ¿Por qué continuaba hablando? ¿Quién era ella? ¿Qué era todo eso? “Si no lo hubieras hecho no estarías aquí apunto de pagar el daño que hiciste.” El hombre la apartó asustado e intentó correr. Fue imposible con el barro hasta las rodillas. ¿Desde cuándo se estaba hundiendo en lodo? Intentó hablar. Hacerle mil preguntas y huir. Jamás debió quedarse. “No, jamás lo hubieras hecho. Perder a mi bebé por ti fue lo que te trajo. Si yo tuviera a mi bebé no estarías aquí.” Poco a poco el hombre se fue hundiendo y seguía observando a la mujer o lo que sea que tuviera en frente ¿Qué clase de ser era aquello? ¿Escamas y cicatrices? ¿Piel dorada? ¿O era negra? ¿Qué era aquello y por qué ella se bañaba en el arroyo negro mientras él se seguía hundiendo?

El hombre se hundió hasta desaparecer. El extraño ser continuó nadando y dijo: “Si yo tuviera a mi bebé ahora no estarías en el infierno. Ninguno lo estaría.” y siguió nadando hasta bien entrada la noche.

Abuela, ¿Es eso cierto? Pregunté.

Cualquiera que vaya al pueblo puede escuchar los pasos de la mujer en las hojas secas de los matorrales cerca del arroyo. Me respondió.

¿Pero eso no indica nada? Puede ser cualquiera. Le dije. Pues nadie se atreve a averiguarlo.

Respondió dando por terminada la conversación.

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