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Por: Randy Gomez Africano

Terminaba la charla de diversidades y minorías dentro del laburo de la narración y el periodismo dirigida por una tranquila y directa Flor Bárcenas con su hablado dulce y un poco ansioso. Cuando en el fondo, a nivel sónico, empañado por los muros reforzados con estantes colmados de la biblioteca del Gimnasio Moderno, comienza el retumbar de untos tambores que se identifican como esos sonidos que, en las tierras de las que hemos venido, son la ley y decreto para los bailes, fiestas y sistemas de sonido populares.

Eran unas constantes progresiones y patrones rítmicos que al retumbar palpitaban y gritaban en mis tímpanos desde la distancia el sentir musical autóctono de un Caribe rural, específicamente los del Bolívar, Córdoba y Atlántico. Aquellos músicos, hasta ahora extraños y alejados de mí gracias al deber de cubrir y por el grosor de estas paredes rellenas de grandes libros de ficción y aprendizaje, habían sido proclamados como la cuota folclórica del evento. Por lo que, abruptamente y sin entrevistar, decidí cortar y salir corriendo, hipnotizado por los ritmos de mi región, para presenciar su incursión en los terrenos y el desarrollo de este festival.

El espectáculo típico en una región atípica.

Al llegar, el espectáculo era uno definitivo y dominante. Había una considerable y destacable cantidad de público divisando la tarima, marcando un aura de aclamación del espectáculo a pesar de los varios huecos de pasto verde oscurecido por el cielo de la capital que se formaban en varios puntos del prado del colegio justo en frente. Todo ser presente estaba maravillado o en éxtasis gracias a los tambores y una potente voz de cantadora de ritmos como el poderoso bullarengue que abatían cualquier sonido que intentaran coexistir y rivalizar con aquellos en toda esta zona de Chapinero.

Esa violenta muestra de poder musical era provista, en aquella pequeña tarima con forma de cerro, por la gran Nelda Piña y sus Tambores. Una de esas poderosas cantadoras provenientes de esa tierra divina, establecida como histórica y legendaria llamada Palenque. Regalaba, al público diverso del festival, esos ritmos musicales también nacidos ahí y en los albores de las orillas del rio Magdalena.

Cuando arribé a ese escenario, estaba concluyendo la interpretación de una composición típica donde la cantadora hace relato de su baile y expresión, y su grupo cual tropa militar en marcha o trote responde:

Muevete mi negra,

Con tu pollera rizá

Con tu paquete de velas

Y tu mejilla colorá

El show se componía por un formato propio de las tierras sureñas del Bolívar como lo es el sexteto, de esos que rememoran las proezas musicales de la familia Cassiani o de grupos como los icónicos Son Palenque. Cinco hombres, ninguno veterano, todos delgados, con brazos fornidos que azotan esos cueros color arena de playa de las tamboras y el alegre. Una mujer corista de nivel propio y competitivo en la voz, y todos con uniformes o polleras propios de un conjunto de bullerengue con patrones de colosales flores color zafiro oscuro y rojo anaranjado en las mangas o la falda.

Nelda en el centro entonaba sus órdenes, descripciones y relatos con autoridad y alegría. Vestida estaba con una pollera y un ostentoso turbante, ambos brillantes y de color purpura, pareciendo una versión femenina y autóctona de Prince en la vestimenta. Tiene una voz nasal fulminante y clara, que recuerda espiritualmente a leyendas como La Niña Emilia. Movía su cuerpo con exposición de juventud a pesar de sus muchas primaveras ya atravesadas. No había rastro alguno del embate de vejez en su semblante y su actitud.

En ese mismo instante, detiene el transcurso de su canción, comienza a presentar al sexteto y comenta su placer de compartir su música en la capital, reivindicando una declaración por la unión y el intercambio cultural entre el Caribe y Bogotá.

– ¡Qué bueno traerle nuestra música a la gente de acá de la capital! Aunque casi todos somos caribeños, entre nosotros hay un rolo infiltrado muy querido. Nuestro gaitero.

Aquella revelación fue tan aplaudida como cualquiera de las interpretaciones impartidas por el grupo. En ese mismo instante Nelda dice antes de volver a complacer con sus cantos:

– Quiero saludar a dos muy queridos amigos míos, que no creí que estarían en el público. Mi amigo Sarabia; y aquí, al doctor, David Lara.

Comienza una ronda de baile con la parte instrumental donde explota la gaita en una actitud de mantenerse como si de una canción de prog rock o progressive house se estuviera ejecutando. Dentro del mismo segundo, el maraquero y la corista se baten en una demostración del baile distanciado del bullarengue y sus otros ritmos hermanos dados a luz en las orillas del rio Magdalena. Es un baile circular y cambiante donde las cinturas y pies del caballero y la dama resbalan y se vuelven a poner en pie en un solo instante, girando sobre su eje y cambiando a los extremos.

La propia Nelda se une y engrandece el éxtasis y el encanto de la demostración con su propio baile, creando un duelo involuntario con su propia corista. Aquello atrapó tanto al público, que cualquier criatura empezó, sin importar el origen o conocimiento del ritmo, a emular aquel deslizar de las cinturas y las piernas que ejecutaban los miembros del sexteto.

El clímax rítmico

Unos colegas presentes del periódico, recientemente encontrados por mi persona, bailaron intermitentemente a cada choque de las palmas o baquetas típicas en los tambores mientras acompañaban la emanación del poder de la gaita. Yo, con computador en mano, me vi bailando en una actitud de encendido y apagado, como si fuera un switch. Esto se convirtió sin proclamación, en la ley de cada interpretación de un repertorio que fue una ráfaga consecutiva de temas de su trabajo mas reciente, Ecos De Mis Ancestros, grabado con el sexteto que estaba detrás de Nelda. No era el único grupo en el que, en el fraguar entero de su trayectoria, había conformado o hecho parte de su formación, pero este era con el que presentaba una novedad ante la observación y audición del mundo musical.

Aquellos eran retratos sónicos que homenajeaban y relataban la vida en Palenque, canciones que viajaban entre el bullerengue y el fandango y que, habiendo empezado con la orden de Nelda o con una introducción a golpe de cuero, tenían versos como estos:

Yo quiero lanzar un grito

Se escucha en el universo

Yo quiero lanzar un grito

Se escucha en el universo

Jose Mercé,

 tu pa´ dónde vas

Jose Merce

tu pa´ dónde vas

Aquellos clásicos versos salidos por primera vez de las bocas de los Soneros de Gamero, consolidaron la conquista del terreno y el publico presente dentro de las paredes y campos del Gimnasio Moderno, y retumbaron en toda la 74a. El público entró en el cielo que resultó el frenesí de los ritmos y el baile. Una pareja de enamorados movía las cinturas, sus pies y los brazos, dándose las espaldas y reencontrándose con besos y, a la vez, con el coqueteo a distancia que invita el baile de los ritmos costeños. Una fotógrafa revoleaba su cintura, haciendo bailar su cámara a la vez. Una mujer en faldón color azabache, daba pasos a los lados como en un vals, pero a son de tambor. Una mujer en top blanco, de pelo color sangre y piercing en sus fosas nasales, se subió a uno de los pequeños montes que tenía el prado donde se daba el concierto tomando fotos y emulando cada respuesta a los cantos de Nelda.

Aquella fue la última imagen que vimos antes de, desafortunadamente, irnos de la misma forma abrupta en la que arribé al comienzo de este poderoso concierto. Al salir pude escuchar como el público aclamó por la continuación del frenesí, ampliando el repertorio un poco más mientras que, con esa acción, el poder del sonido de aquellos golpes del tambor y la gaita todavía opacaba con dureza el sonar de los carros que paseaban por la 74a. Este hecho marco con claridad y poder en aquella tarde que, aquellos ritmos, y los versos y sentimientos que habían arribado desde Palenque, conquistaron sin esfuerzo aquel colegio y público entusiasta de la capital. Aquellos tambores perpetradores de la felicidad y el trance conquistaron el colegio bogotano.