Por Valentina Barros Osorio
Cuatro y 35 de la mañana.
Mis ojos se abren, siempre, cinco minutos antes de que suene la alarma de mi celular, que, por muy pequeño que sea, suena casi tan fuerte como el picó de mi vecino. Mi cuerpo, creo yo, compite con la alarma para despertarme antes de que suene. Eso, o que llevo 40 años despertandome a la misma hora. Mi nombre es Roberto José López Soto, pero todos me conocen como Roy.
Soy comerciante de legumbres, hortalizas y frutos, es decir, vendo verduras, por si no la pillaste. Siempre voy acompañado de mi fiel compañero, casi un hijo mío, y eso que tengo como 8, pero conmigo viven cuatro, incluyendo a El pollo, mi caballito. Hace más de siete años que estamos juntos, es mi favorito, porque sin él no hubiera salido de la inmunda.
El pollo y yo estamos pasando por una etapa difícil, porque aunque me duela mucho, hace un mes tuve que pausar mi negocio de verduras y empezar uno nuevo. Tenía años sin hacer algo nuevo. La última vez que hice algo diferente a vender frutas, fue terminar mis estudios de bachillerato. Ahora él y yo recogemos escombros por toda Barranquilla, y sus alrededores, cosa que a ese man no le gusta, ni a mi.
La inmunda.
Cuando compré al pollo, era un crío, y lo compré con la plata que iba a usar pa meterme droga, por eso dije antes, que él me sacó de la inmunda.
Tuve casi tres meses de recuperación. Consumía de todo, lo que fuera. En ese entonces estaba solo, ni mi mujer, ni mis hijos me querían, ni yo. Cuando iba trabadisimo, camino a comprar más mierda, me encontré con un primo, que en paz descanse, iba caminando con un potro amarrao con una cabuya. Pa que él no se diera cuenta que iba volao, le pregunté qué hacía con ese caballito, y me dijo que tenía que venderlo, porque no se lo podía quedar. Fue ahí cuando decidí, en mi locura, comprarlo y ponerme a trabajar. Eli, mi esposa, dice que el pollo fue enviado pa salvarme, aunque yo no lo sentí así, los primeros tres meses de desintoxicación.
El tinto de las cinco en punto.
A mi el café me queda muy rico, una vez, por allá como en el 98, solía vender café, en el centro, por las oficinas de los abogados. Todos me conocen, vaya y pregunte por Roy y verá. Pero eso no me duró más de cinco años.
Antes de irme, dejo el tinto hecho para mi señora, Eli, se levanta a las cinco en punto, ni antes, ni después, otra loca como yo. Ella dice, a veces, que no me aguanta, pero solo por orgullo, porque ambos sabemos que somos el uno pal otro.
Salgo a las y media, más o menos. Los escombros llegan solos, con tanto edificio que están construyendo, algo deben destruir. Pero también tengo clientes, gente que me conoce y me pide que les recoja los pedazos de cemento y ladrillos que ellos no pueden.
Conmigo, además del caballo, va mi hijo menor, José, pero le digo Joche. Tiene 12, está creciendo muy rápido y esa fuerza del crecimiento me sirve pa levantar piedra.
“Mi apá está medio loco, cuando vamos en la carretilla se pone a hablar solo” dijo alguna vez. Lo que Joche no sabe es que los que estamos locos piloteamos la vida mejor.
El día suele transcurrir muy rápido, siempre nos estamos moviendo, de un lado a otro, eso sí, cuando el pollo se cansa paramos y descansamos bajo alguna sombra. Yo lo entiendo, también me canso, sin embargo yo no me detengo, trabajo duro por mi familia, tengo hasta callos en los callos de los pies de tanto caminar. Aunque lo hago también, porque sé que esto no es para siempre, mi hijo mayor ya está trabajando y siempre me manda alguito.
En cinco años me veo jugando cartas con mi esposa, en la terraza de la casa, sentaos en una mecedora, disfrutando de la vida que nos merecemos, no pido, ni quiero más, porque con tan poco que tengo, es justo lo que necesito para ser feliz. No creo que llegue a dejar de trabajar. Me gusta trabajar, me hace más culto, más conocedor, casi tan sabio como mi papá. “La única forma de que este señor deje de trabajar es que el pollo se muera, lo ama más que a mi, imaginate” eso dijo Eli, pero quiero creer que mi pollito es inmortal.