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Una metáfora, un ritual, un ciclo…

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Cuando al cierre del siglo pasado el entonces editor fotográfico de El Tiempo, Richard Emblin, les exigió a sus corresponsales en Barranquilla que, en complemento de las del cortejo fúnebre, le enviaran fotos del momento exacto en que Joselito Carnaval descendía a su sepultura, no estaba ni bromeando ni desorientado: su petición correspondía con el sentido común.

Bueno: se ajustaba al sentido común de todo el mundo, pero no el de Barranquilla.

Pues resulta -y así se le explicó a Emblin-que Joselito no tiene tumba ni nunca la tendrá. Ni real ni metafórica. Porque, en esencia, lo suyo es un morir que no cierra. En ese sentido, una tumba para Joselito no solo es innecesaria como depósito de restos, sino también como referencia  simbólica para perpetuar la relación con el difunto. Además, llevarlo a una tumba sería como “invisibilizarlo”, exiliarlo a una tierra de nadie, al margen de las relaciones con la vida cotidiana y el resto del mundo, y esa nunca ha sido la idea con este muerto en particular.​

Quizás bastaría condecir que Joselito no es un difunto real, sino un muñeco icónico, pero eso tampoco es tan cierto. A veces lo representa un ser humano que es paseado dentro de un ataúd, o un sujeto vestido de cumbiambero transportado en camilla durante un desfile. Ni tampoco es la representación fiel a la muerte de un personaje tal y como la hemos visto, sino una puesta en escena que hiperboliza la extrema borrachera, porque ambas condiciones -la muerte y la borrachera fulminante- comparten, como sello, la pérdida de la conciencia.

Aspectos como ese los tiene, bien claros, el mecánico Ramiro Chanci Rodríguez, un paisa de rasgos melancólicos que ha encarnado siete veces a Joselito en el festivo cortejo del barrio El Lucero.  Ocurre que mientras avanza el desfile, entre música de millo, gritos, y disfraces, un bebé gigantesco, varias ‘viudas’, sacerdotes, diablos y diablesas, lo van surtiendo de ron. Él recibe los sorbos desde la incomodidad en que viaja, pues va con la cabeza afuera de su ataúd. De vez en cuando, alguien le arroja la pregunta inevitable sobre la razón de su muerte, y él, abriendo apenas los ojos en la máscara de maicena que es su rostro, responde con voz temblorosa: “fue de tanto mamá ron”.

De ciclos y simbologías

El actual punto de partida del ritual de Joselito es ese: un borracho inconsciente sacado a pasear como si fuera un muerto. Es un sujeto exhibido en trance de rito fúnebre para burlarse de su situación. También, de paso, esta burla busca tender los puentes de conexión entre esa muerte presunta, entendida como el final del recorrido, y el cierre de la fiesta general que solo dura cuatro días. La duración de la vida termina expresada en ese breve lapso del Carnaval, con la muerte como clausura, notariada con la ceniza del miércoles: “polvo eres y al polvo tendrás que volver”.

La sentencia que mejor viene a cuento con todo esto es, quizás, la de un autor cuyo nombre se ha extraviado entre repeticiones y referencias de la historia: “los vivos somos muertos de vacaciones”. Es genial como chiste y brillante como reflexión. Apunta a nuestro despertar fugaz en medio de dos eternidades: la que dejamos atrás al nacer, y la que asumimos al morir. A esta última llegamos mediante un lento proceso de desintegración que es la misma muerte en desarrollo. Y a la vista solo queda la tumba como un portazo final. 

El asunto aquí, sin embargo, es que la muerte de Joselito va en otro sentido: él representa al Carnaval vivo que hace el viaje al revés, que hace el tránsito el martes. Allí, en ese cuarto y último día de la fiesta, Joselito se toma unas pocas horas de recreo en condición de muerto, y en un cortejo simbólico, retoma la ruta circular que lo traerá de vuelta el año próximo. En otras palabras, la inmortalidad de Joselito está marcada por su mortalidad repetida, pues no se marcha para quedarse atascado en la nostalgia, sino para regresar en el ritual masivo de su propia vida colectiva. ​​

El filósofo danés Søren Kierkegaard dijo alguna vez que la repetición y el recuerdo representan el mismo movimiento, pero en sentido opuesto. Lo que se recuerda es pasado, mientras que la repetición “recuerda hacia adelante” para reforzar la conexión con el pasado tradicional. Pues resulta que la repetición es un rasgo esencial de los rituales, y es claro que la repetición del ritual del sepelio de Joselito cumple con su función de reforzar una tradición, además de que representa un sentimiento colectivo. Esa es la idea. 

Al mismo tiempo, sin embargo, este acto funerario es cómico y exagerado, porque hace parte de un carnaval que, como un todo, debe entenderse en clave de rito de inversión. Así le llaman los antropólogos a estas manifestaciones que administran la emocionalidad individual y colectiva, a través de las cuales pueblos y comunidades rompen las referencias de su normalidad. Lo hacen para burlarse, y poner al descubierto el lado oculto de su realidad. Por eso, suelen llevar al primer plano, los temas que de ordinario se evitan. La muerte es uno de ellos, y la de Joselito es una proyección general de la muerte individual.

¿Y qué mejor que llorar esta muerte desde los criterios mismos de la burla? Porque toca hacerlo con soporte en el ridículo, en la hipérbole, como lo manda el Carnaval. Además, como bien lo ha dicho la investigadora Olaris Martínez,  el entierro de Joselito no solo “vacía el rito mortuorio católico en el Carnaval”, sino que transgrede, al mismo tiempo, el poderoso misterio (mítico desde la perspectiva antropológica) de la resurrección de Jesús. ​

Ya en lo correspondiente a su condición tradicional, el entierro de Joselito lo ha hecho todo desde lo primario. En un principio, fue una ocurrencia individual . Después, con muñecos rellenos, armados con prendas de vestir aportadas por cada cual, veremos cortejos diseminados por todo el mapa de Barranquilla. Luego, con actores de momento, ya tendremos a Joselito en el territorio ampliado y hasta en la región. Y ahora, lo más reciente es un desfile del Barrio Abajo que se viene realizando desde 1999. Quizás fue la mejor manera de garantizar la sobrevivencia del ritual, porque esa otra costumbre de echarles agua a los vecinos la mañana del martes del Carnaval lo fue desestimulando en gran medida.

Hoy, en ese evento del Barrio Abajo denominado ‘Joselito se va con las cenizas’, los colectivos participan en competencia, fortalecidos, la mayoría de ellos, desde las artes teatrales.  La mejor puesta en escena, la más transgresora, vistosa, creativa y cómica, será la ganadora. Hay, si se quiere, una combinación, entre lo tradicional y lo actual.  “Sin embargo, hay algunos grupos que mantienen una resistencia y dejan ver ese Joselito viejo, ese Joselito de antes. Hay casos como el de ‘Las viudas de Joselito de Montecristo’, una gallada de muchachos que sale llorando a Joselito a su manera, cada uno aporta desde su histrionismo particular. No son actores, pero sí son excelentes mamagallistas del barrio”, dice Cristian Pacheco Arrieta, testigo, en carne propia, de los cambios en este ritual de cierre:

Diferencias y parecidos

Por otro lado, no es exclusiva de Barranquilla esta costumbre de sintetizar la fiesta en una marioneta o un muñeco. En varios otros carnavales de América, la quema de un personaje de trapo o el sepelio de un maniquí simboliza el cierre del Carnaval. En algunas regiones de España, dice Edgar Rey Sinning,  un muñeco representativo se va despedazando a medida que avanzaba la fiesta. Y la ya mencionada investigadora Martínez menciona la quema del toro en Venecia, y la de la sardina en Murcia (España). En ambos casos, el blanco está representado en figuras y marionetas incluso gigantescas.  La particularidad de Joselito, sin embargo, es que remite no sólo a la terminación de una fiesta, sino a la suspensión de la conciencia en el parrandero agotado. Incluso, el cierre del jolgorio ni siquiera es un corte abrupto, sino una preparación para la Cuaresma. En ese sentido, agrega Martínez, el de Joselito, es un rito festivo único en el mundo. 

Y en cuanto a la condición terminal de quien bebe sin tregua, pues así lo representó muy bien Giovanni Echeverry Nicolella  cuando en el desfile de la calle 84, martes del Carnaval del 2017, se puso en la piel de Joselito vestido de cumbiambero. Tiempo después, en una entrevista para un periódico, alcanzó a decir que se sintió tan identificado con su condición de muerto, que le tocaba, cada cierto tiempo, despertarse en su camilla y gritar “¡He, he, he, he!” para animar a su comitiva. Era su forma de recordarse vivo en la fiesta. Su ejercicio era complementario al de la Reina de entonces, Stephanie Mendoza, quien de negro vestida hasta las plumas y tocados, se le tiraba encima a cada rato para lamentar su partida. Tan solo abandonaba la Reina su angustia de viuda para zigzaguear de acera en acera y “llorar” con los espectadores. Esos momentos los aprovechaba Echeverry para levantar los brazos en su camilla, gritar, y enviar un mensaje de que no estaba vencido del todo, ni como muerto ni como borracho. Era cuando, a pesar de las gafas oscuras y la maicena, en su rostro brillaba la expresión natural del estudiante aplicado.​

Un año antes, el mismísimo ‘Rey Momo’ de esa versión  2016, el folclorista Lisandro Polo Rodríguez, se puso en la ropa de Joselito Carnaval -que en este caso fue un traje entero oscuro, pero sin corbata- y se dejó llevar en una camilla a lo largo del desfile mientras era “llorado” por la reina, Marcela García Caballero, y un sequito de concubinas. Fue un caso inédito, pero él quiso probar lo que se experimenta al otro lado de la muerte, o, lo que es lo mismo en este caso: la plenitud de la borrachera en su máximo nivel de inconsciencia.​

Él señala que otro elemento distintivo de la puesta en escena con la Reina es que ella no iba de negro, sino con un vestido blanco de novia. Porque ella era “la plantada en el altar”, dado que Joselito había preferido irse de parranda antes que contraer matrimonio. Y el suyo no era exactamente un sufrimiento, sino un goce porque no iba a desaprovechar el último día de Carnaval en un llanto inútil.  Yo me sentí bacano en mi papel -agrega Polo-. Al principio me sentí raro, pero cuando uno ya se mete en el cuento, la cosa cambia. Y con la Reina que yo tuve, yo fui ese Joselito que la dejó plantada, y entonces fue una complementación cheverísima por ese lado” .​​

Muerte y borrachera se asimilan, entonces, en el freno de la guachafita, y la caricatura actúa como disparadora de la burla. Con el paso del tiempo, ese Joselito, que fue un muñeco de versiones barriales, un ente sin vida paseado en camilla en simultáneos cortejos por toda la ciudad, se volverá un actor en pleno goce de su muerte, que viene a ser lo mismo que una borrachera anuladora de los sentidos.

Se marcha el irresponsable

Como sea, ya no está capacitado ‘Jose’ para escuchar a las viudas que lo lloran, que lo increpan o se lo disputan; ni a los hijos, compañeros, amigos, religiosos y diablos de la desgarradora puesta en escena. En el ritual, que tranquilamente puede hasta llevar acompañamiento musical, los deudos lamentan, rechazan o resaltan la partida del macho soberano. Un reproductor irresponsable que, además de una prole dispersa y docenas mujeres adoloridas, deja deudas, humillaciones, y toda suerte de aventuras reveladas al detalle en los gritos de dolor. El espectáculo, no obstante, más allá de su valor simbólico, busca ser rentable, porque la gracia es detenerse cada cierto tiempo, frente a una casa o a un grupo de amigos, y recibir una colaboración, un pago, por el esfuerzo realizado. (ver galería completa)

Ya a estas alturas del siglo, poco importa tener la claridad sobre el nacimiento de esta particular tradición. A punta de estarse repitiendo explicaciones en los más variados sentidos, ya se da por hecho, según quien lo cuente, que fue un borracho al que sacaron a pasear en broma; o que fue un sujeto dado por muerto y resucitado en pleno funeral. Se dice, entonces, que lo hizo entre gritos de que andaba de parranda y no en el Reino de los Cielos. Las diferentes canciones que se han inspirado, de una forma u otra en Joselito, dan testimonio de ello.

Y está la versión más fuerte: que fue el cochero Nicolás Ariza Celedón, un guajiro que se vino a Barranquilla desde muy joven, y a quien se le ocurrió, a comienzo del siglo XX, salir vestido de viuda paseando, por las calles polvorientas, un muñeco de trapo. “¡Ay, Jose, te acabaste!,” exclamaba el sujeto refiriéndose, con sorna, a la condición de “hombre dominado” de su vecino José Cedeño en el barrio Rebolo. Fue este, quizás, el primer gran cortejo fúnebre unipersonal de la historia, con una viuda histérica y chistosa que dejó su impronta para la tradición.​

En todo caso, tuvo un nacimiento muy urbano este simpático rito, tan cotidiano como complejo. Siempre presente en su eterno retornar. Y hasta en eso se diferencia de cualquier otra puesta en escena fiestera en el mundo, todas ellas relacionadas con el recuerdo de mitos y leyendas del pasado, como lo confirmó la profesora Martínez.​

Porque Joselito fue parido allí mismo en la cotidianidad -como bien  lo señala ahora Lisandro Polo-, y en su condición de personaje, muestra esa alegría y ese “vacile” del barranquillero. Y además, como muere en un Carnaval y revive en el otro, cumple un ciclo, así como lo hace el personaje de la danza del Garabato. Y la razón es muy simple, agrega Polo: “la vida siempre vence a la muerte, y eso se da es aquí en el Carnaval de Barranquilla”.

Pie de página: para escuchar el listado completo de canciones asociadas con los tres personajes de este trabajo especial, activar aquí: