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Un testimonio a tres bandas

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A diferencia de Joselito Carnaval, que representa a la muerte como condición; y la del Garabato, que la invoca como entidad antropomórfica, el Descabezado es el muerto que representa a los demás. Pero no a cualquiera, sino al que ha venido a serlo como consecuencia de un castigo, y de uno inmerecido, por cierto. Es -si aceptamos los análisis del catalán Joan-Carles Mélich sobre el holocausto nazi-, un personaje probatorio de que en Colombia hemos tenido, por años, acceso directo al infierno. 

Veámoslo un rato: luce como un gigante muy bien vestido que avanza inestable, tambaleándose. En su mano derecha lleva un machete que mueve por el aire en actitud amenazadora; y en la izquierda, una cabeza que cuelga. La gracia del disfraz es que el machete baja repentinamente al suelo cuando se acerca a otra persona, y desde el cuello tajado, sale disparado un chorro fino de color rojo. Visto de cerca, el disfraz deja ver en su pecho manchas que parecen de sangre. Hay gritos en el asustado, y risas en el que ya conoce el disfraz, pues nuestro personaje lleva medio siglo participando en el Carnaval de Barranquilla.

Se trata de un disfraz que Ismael Escorcia Medina diseñó a finales de 1953 y mediante el cual se permitió juntar, en una sola expresión,  tres imágenes fuertes de su memoria. La más antigua –la de su niñez–, es la de un burro sin cabeza que jamás vio, pero que cobraba vida, en forma de amenaza, cuando sus padres lo obligaban a tomarse la sopa, o le ordenaban comprar algo en la tienda. Ese animal insólito, le decían, se lo llevaría para siempre al infierno si no obedecía la orden. También le hablaban de la ‘Llorona loca’, pero esta opción no lo marcó tanto.

La segunda imagen es la de los cadáveres mutilados que bajaban por el río Magdalena, y que él, en su juventud, vio pasar desde la orilla en Calamar, pueblo ribereño del departamento de Bolívar donde nació en 1930. Eran las víctimas de la violencia partidista recrudecida luego de la muerte a bala del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán en 1948. La mayoría de esos cadáveres, asegura Escorcia, flotaban decapitados.

Y la tercera imagen es la de una escena de algún corto metraje de Los Tres Chiflados -un trío cómico de actores vigente hasta 1970- que vio en el barrio Rebolo a mediados del siglo pasado. En ella -recuerda don Ismael-, un hombre que pierde su cabeza durante una pelea, la recoge para darse a la huida antes de que le ocurra algo peor. “Eran de esos cortos que pasaban cuando la película principal se reventaba”, dice don Ismael:

Asegura Escorcia que el asunto le venía dando vueltas en la mente, hasta que se materializó en el disfraz. Aunque no fue fácil, porque para darle forma, tuvo que aprovechar los espacios de almuerzo en su trabajo. Para ese entonces, era pintor a soplete en las Empresas Públicas Municipales, entidad encargada de los servicios de acueducto, alcantarillado y aseo en la ciudad.

Para confeccionar su gigante sin cabeza, Escorcia improvisó con trapos y otros insumos, y se presentó así en el Carnaval de 1954. Desde un principio, la vestimenta fue elegante, en contraste con el machete de madera. En aquellos primeros años, la lengua del decapitado colgaba labios afuera. Hoy, la cabeza, elaborada en poliestireno y recubierta con papel maché, puede traer un rostro sonriente o travieso, dependiendo del personaje evocado u homenajeado en el momento. En todo caso, la presentación completa del disfraz, acompañada en el fondo con la canción ‘El machete’ de Gabriel Romero, puede parecer insólita y absurda, pero es lo suficiente real para asustar, como si fuera la muerte misma…​​

Herencia de un testimonio

Por un lado, entonces, el disfraz es un testimonio que llama a ser leído, porque en este caso, es capaz de hablar desde el silencio de los muertos. De esta manera, el Descabezado contribuye a que la memoria sea, como dice Mélich, una “memoria ejemplar, capaz de transmitir la experiencia del otro, el recuerdo de los otros”. Algo muy poderoso respecto de eso también dijo el poeta y filósofo español George Santayana a principios del siglo XX:

El progreso, lejos de ser consistente en el cambio, depende de la memoria. Cuando el cambio es absoluto, no quedan hechos para mejorar y ninguna dirección existe para una posible mejora: cuando no se retiene la experiencia, como entre los salvajes, la infancia es perpetua. Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo. En la primera etapa de la vida, la mente es frívola y se distrae fácilmente, pierde progreso al caer en la consecutividad y persistencia. Esta es la condición de los niños y los bárbaros, en la que el instinto no ha aprendido nada de la experiencia”.

La reflexión se ha hecho famosa un tanto recortada: “quien no conoce su historia está condenado a repetirla” y en este equivalente, aparece inscrita en la entrada a uno de los campos de concentración de judíos del régimen nazi en Alemania. O sea, es una invitación a tener presente esa historia de horror para no volver a pisar el infierno nunca más. Y cómo el Descabezado se hace presente en cada Carnaval, pues la ciudad entera y los visitantes lo volverán a ver, a leer, y a releer, una y otra vez. Y así, vamos aprendiendo, recordando, que nosotros tuvimos, y tenemos todavía, nuestro propio infierno: y no debemos permitir que se repita.

​Heredero directo de todo esto que don Ismael compactó en un disfraz, su hijo Wilfrido lo lidera y administra hoy. Él ha sabido proyectar al Descabezado a lo largo y ancho de su familia. Tanto es así que hay una cuarta generación garantizada (los bisnietos de Ismael participan), y las ramificaciones familiares ya se expresan cuando se presentan como agrupación. Hay entonces decapitados y decapitadas, y hasta algunos que no llevan una cabeza humana a la mano, sino la de un animal.  Y en el crecimiento de las manifestaciones, ya personas que sin ser parientes son cercanas, le encargan cada año un disfraz a don Ismael, que los sigue fabricando él mismo, pese a que ya cumplió 92 años.  El gran reconocimiento como personaje lo recibió la familia cuando Wilfrido fue designado Rey Momo del Carnaval del 2009.

Hoy, don Ismael, que a veces participa de las presentaciones luciendo un sombrero evocador del disfraz, tiene bien claro que  su decapitado andante es un homenaje muy fuerte a Gaitán, quien arrastra, con su figura, un significado histórico del que ya hablaremos. Pero además, a punta de hacerse presente, el disfraz se ha recontextualizado, y al de Gaitán -referencia de la indumentaria principal de Wilfrido-, se han sumado otros homenajes, actualizados cada año, con cabezas alusivas a personajes de la vida nacional e internacional. El más polémico, por toda la reflexión comunicativa que generó en su momento, fue el del director de cine Quentín Tarantino. La expectativa fue mayúscula por la anunciada presencia del gran realizador en el acto inaugural del Festival Internacional de Cine de Barranquilla en marzo del 2019. Luego se aclaró que sería El Descabezado con uno más de sus homenajes, y las críticas no se hicieron de rogar por la engañosa campaña. 

Don Ismael, en producción
Wilfrido en metamorfosis
Ya casi listo en su traje negro
Y en una como Pibe Descabezado

Pero el cariño por el disfraz no ha mermado, y más bien se consolida. Si, como lo ha explicado Ismael Escorcia, su propósito inicial fue llamar la atención sobre un acontecimiento histórico, bastante bien que lo ha logrado a través de los años. Ahora, es todo un legado cultural y antropológico que su hijo Wilfrido lleva con orgullo. Es una recordación trasladada al Carnaval, que por esa vía, se suma al gran propósito de la fiesta por transgredir, pero es también una diversión familiar. “Hoy debemos decir que nos sentimos orgullosos de este legado, y de ese goce que es la alegría del barranquillero”, dice el Rey Momo 2009.

El impacto de Gaitán

La dimensión más representativa del disfraz se derivó, como ya hemos mencionado, del asesinato del líder del partido Liberal y muy seguro ganador de las elecciones presidenciales de ese año, Jorge Eliécer Gaitán. Gozaba de la admiración y preferencias nacionales, y era muy reconocido su fuerte discurso alternativo, de gran corte revolucionario y popular, contra el gobierno de la época.  A los disturbios ocurridos en Bogotá luego de su muerte el 9 de abril del 1948 a manos de Juan Roa Sierra -lo que se conoce en la historia como el Bogotazo-,  le siguió una ola de protestas que se expandió a otras ciudades y regiones del país.

Como se sabe, Roa Sierra fue capturado y linchado por la turba enardecida. Pero eso no terminó allí, sino que derivó en un crecimiento exponencial de la indignación, y se recrudeció lo que había comenzado un par de años antes, conocido en la historia con el nombre de ‘La Violencia’. Tal periodo se extendió hasta el año 1958  y fue, en realidad, una suma de muchas y variadas expresiones de violencias en los ámbitos de la política, lo social, la economía y la religión.  El denominador común es que fueron impulsadas por los gobiernos conservadores de la época, a la cabeza del de Mariano Ospina Pérez.​

Gaitán supo centrar en su persona los sueños populares de superar esa violencia. De esa manera, recogió las banderas de las protestas sociales y de quienes se sentían víctimas de desplazamiento forzado y de presiones desde alcaldes y gobernadores. Su más potente muestra de poder y manejo de masas fue aquella famosa  y multitudinaria ‘Marcha del silencio’. Tuvo lugar la tarde del 7 de febrero de 1948, y como acto central, estuvo aquel formidable discurso suyo  ‘Oración por la paz’ con el que le pidió al presidente Ospina “paz y piedad para la patria”. No hubo aplausos, sino pañuelos y banderas al aire.​​

Su asesinato fue el detonante. En el capítulo 11 de ‘La historia de Colombia y sus oligarquías (1498-2017)’, Antonio Caballero cuenta que “en la Bogotá medio quemada restablecieron el orden las tropas del ejército venidas de Boyacá, pero en provincia los que fueron llamados “nueveabrileños” empezaron a levantar la autodefensa liberal vaticinada por Gaitán: en los Santanderes, en los Llanos orientales, en Cundinamarca y en el sur del Tolima, en las regiones cafeteras del Viejo caldas, en Boyacá y Casanare, en el Meta. Exceptuada la Costa Atlántica y el despoblado Chocó, la violencia liberal-conservadora, oficial y civil, empezó a extenderse por todo el territorio del país. Si en el año 47 había causado 14 mil asesinatos, en el 48 las víctimas mortales llegaron a 43 mil, con el correlativo éxodo de varios cientos de miles de personas de unos pueblos homogéneamente sectarios a otros, o a las grandes ciudades heterogéneas y anónimas, que se agrandaron aún más”.​

Los decapitados que don Ismael vio pasar arrastrados por el río, eran las víctimas de toda esa violencia. Eran personas ejecutadas por sus inclinaciones políticas, la mayor parte de ellas por cuenta de grupos al margen de la ley. Todo un recuerdo a cuestas el que carga este disfraz, dispendioso en su confección, y bastante trabajado para ponérselo, confiesa Wilfrido. (ver galería completa).​

Desde su carácter simbólico, el disfraz se distancia de la banalización de la muerte, muy propia de estos tiempos modernos en los que ha pasado a ser “desposeída de su carga humana”, como dice el antropólogo catalán Lluís Duch. Para eso, dice este investigador y pensador, la muerte ha pasado a tenerse como una avería mecánica de la “máquina corporal”. Estamos tan acostumbrados hoy a ver la muerte como un espectáculo mediático que  ya se nos ha alejado de su fuerte conexión con la vida, la más profunda de ellas.

Las películas y los juegos, en los que caen cuerpos por montones, y las estadísticas que lo reducen todo a un número, también refuerzan esta condición superficial de la muerte. En este escenario, el disfraz del Descabezado pretende exactamente lo contrario, y en ese sentido, como agrega Duch, pasa de la muerte informativa, a la muerte comunicativa. La muerte deja de ser banal y retoma su valor humano,  su aspecto significativo para la identidad familiar y colectiva: recobra la cercanía perdida. Porque la muerte del otro (de los otros miles que evoca el Descabezado) es también la mía, la única que puedo experimentar, la muerte que de verdad me duele porque es la que me interpela y me cuestiona, como nos enseñó el filósofo lituano Enmanuel Lévinas.​​

Todo un proceso

Peso simbólico mayúsculo tiene este disfraz, muy coherente con el de su propia estructura. De hecho, El Descabezado toma forma soportado en un tejido de varillas recubierto de esponja sobre la cual se coloca un traje de talla de gigante.  Un elemento singular dentro del pecho del traje es un pote plástico con doble entrada de tubos. Por un extremo, el portador del disfraz sopla una boquilla y eso permite la salida del contenido rojo en un chorro delgado “Yo me inventé eso para el segundo año que saqué el disfraz, porque un hombre sin cabeza debe botar sangre”, dice entre sonrisas, y con voz pausada, don Ismael.​

El creador del Descabezado es un hombre muy activo pese a su avanzada edad, y todavía no ha encontrado a quien delegarle la labor de tejido de varillas del disfraz. Nadie logra la perfección y el rigor que él le imprime con sus largas manos seniles, apenas ayudadas por una pequeña pinza. Trabaja en camisilla, en el patio de su casa en el barrio El Santuario. A la vuelta, queda el museo que da testimonio de la historia del disfraz. “Y le llamé Descabezado, no el Hombre sin Cabeza porque él lleva la suya”, aclara.​

Y cada año que pasa hay alguien más portando este disfraz considerado ‘Tradicional’ por todos los años que lleva en la fiesta. La sola palabra representa mucho. La tradición es una forma poderosa de acceso al pasado, que se renegocia y actualiza en cada generación. Con eso se garantiza que el Descabezado nunca morirá. Dicho en otras palabras, este disfraz en una auténtica derrota de la muerte, porque ella no tiene más remedio que manifestarse viva para ayudar a reforzar el testimonio de un pasado.