Por Suhaira Kharfan Piñeres
Nunca me sentí tan vigilada. Eran eso de las 10:30 de la noche, un viernes, cuando me encontraba en el barrio Santuario del Área metropolitana de Barranquilla.
Ver a un joven en medio de la calle pintando la imagen de un demonio de Tasmania junto a una gran bandera que decía: ‘Los Care’ Locos’, me indicó que había llegado a mi destino.
Junto a él había ocho jóvenes más. Según lo que se percibía, ninguno pasaba los 23 años. Tres estaban sentados en los bordillos, otros tres en la terraza de una casa y dos más bajo el tronco de un árbol.
La bandera que tenían consigo es el elemento que representa la identidad de su grupo. Con ellos charlaría un poco sobre este mundo de pandillas. Específicamente hablaría con Maikel y Jubran, de 16 y 17 años, respectivamente.
No sabía dónde era ni cómo llegar, así que decidí tomar un taxi, pero al parecer ni el conductor sabía el camino. Después de dar varias vueltas, encontramos el camino. Mientras el taxi andaba por la cuadra, buscando la dirección en baja velocidad, yo miraba por la ventanilla. Me sentí tan vigilada, pues todos quedaban mirando el carro tratando de observar quién o qué iba dentro de él.
Al bajarme del auto, muchos de los vecinos estaban afuera esperando a ver quién había llegado, porque lo que no sabía, era que para poder entrar al barrio debía conocer a alguien.
Cuando me acerqué lo primero que pensé para ‘romper el hielo’, como se suele decir, fue sentarme como ellos estaban, en el bordillo. Hablarles de quién era y qué pretendía hacer.
Les pregunté por qué dibujaban; ellos respondieron que era una de sus formas de pasar el tiempo.
Lo que no entendía era la razón de ser de aquella imagen. Por eso proseguí a preguntar.
-¿Por qué el demonio de Tasmania y qué tenía que ver con ellos? A lo que me respondieron entre risas: “no nos ves las caras… puro Care’ Loco”.
Fue en ese momento cuando me dí cuenta que debía aprovechar para iniciar la conversación que quería. Pero quién dibujaba, que al parecer era el líder, rompió el silencio que guardaba, y aunque siempre afirmaron que ellos no tienen líder, todos eran iguales. En ese momento él parecía serlo.
Su intervención fue contundente. Quién vería las entrevistas, por qué ellos y no otros o qué tipo de preguntas haría fueron sus interrogantes acerca de las preguntas que haría.
Y aunque me encontraba algo nerviosa, y su expresión no me ayudaba mucho, rápidamente le respondí.
El joven solo miró, se rio y le dijo a sus amigos que no respondieran con groserías, que se comportaran. Según los demás, le gusta hacerse el misterio para reírse de los demás. ‘Meter presión’, como lo dicen en sus palabras.
Luego de pasar quince minutos aproximadamente con cada uno, les agradecí el tiempo y me despedí para ir a tomar el taxi de vuelta a mi casa. Para poder salir debía ir acompañada, así que uno de ellos me llevó a la calle principal para poder irme. Esa fue la primera noche que estuve con ellos.
No pensé que volvería, porque aunque no fue una mala experiencia, no era una gran sensación estar allí. Sin embargo, tres semanas después regresé.
Nos citamos en la noche porque era el único momento en el que me podían recibir.
Esta vez el taxi no quiso entrar a esas cuadras, así que ellos me tenían que esperar en una capilla para poder ingresar al barrio. La capilla es la frontera imaginaria que ellos tienen para con otros barrios, y por ende con otras pandillas.
Uno de los mayores del grupo esperaba. En esta ocasión no estaban dibujando o haciendo una actividad en específica. Simplemente estaban algunos reunidos en una esquina, en donde según me comentó el joven es el lugar donde la mayoría de veces están. Todos observaban un objeto que uno de ellos tenía en su mano.
Muchos de los que estaban aquí, no los había visto la vez pasada. Apenas se percataron de que alguien nuevo estaba entrando alzaron sus miradas. Aquel joven, en tono de advertencia, dijo: “dejen que las vean conmigo”.
Él los saludó, y seguimos el camino.
Mientras íbamos para la casa de uno de los chicos entrevistados, pasamos por una casa que resaltaba entre las demás. Paredes blancas, rejas plateadas, una amplia terraza, y desde lo que se podía ver desde afuera, adornos muy sofisticados. Mi mirada se concentró bastante en ella, tanto que el joven se dio cuenta y expresó con orgullo: “allí vive mi tío, el traqueto”.
Al llegar a la casa del joven, él saca una silla y me la ofrece. Yo, entre mis nervios mucho más notorios, después de lo que había escuchado, trato de ser lo más breve posible.
Quien me había acompañado notaba mi inseguridad, y entre risas decía que no me iba a pasar nada. Pero para que me sintiera más segura le aconsejó a su amigo que sacara el revólver que tenía.
Realmente no quería estar más tiempo allí, así que apenas terminé, me fui de prisa.
Pasado un tiempo, tuve que volver al barrio para una firma de autorización. En esta oportunidad, se encontraban en un enfrentamiento futbolero. El grupo dividido en dos. Unos jugando a pies descalzos y otros sin camisas. El campo de juego era simplemente la calle de su cuadra.
Mientras esperaba que salieran de jugar aquellos jóvenes con quienes días antes había hablado, conversaba con un niño que estaba cerca de allí. Entre sus manos llevaba una navaja, un objeto corta punzante que es muy utilizado para herirse en las peleas callejeras.
Al preguntarle de dónde la había sacado, decía que uno de ellos se la había prestado. Hacía gestos tratando de imitarlos.
Pasaba sus manos por la nariz, caminaba moviendo sus brazos exageradamente, y utilizaba expresiones como ‘sisa’ y ‘ahí fue’, entre otros. Y si se le preguntaba si le gustaba cómo eran aquellos chicos, él respondía solamente con un: ‘aro’.
En ese momento entendí que para él era normal este tipo de conductas, porque es normal para él ver que los más grandes se comportan así. Y aunque esta es una situación que se vive en muchas partes del país, sobre todo en sectores categorizados como marginales y peligrosos, para aquel niño es más que eso, es su realidad, su forma de crecer y, sin duda, su forma de vivir.