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No se movía un hoja en El Heraldo sin su consentimiento. Para Olguita, como de cariño le decían, su único amor fueron aquellas páginas que por años redactó, corrigió y leyó. No se casó con ningún hombre. Su cuerpo, mente y corazón ya tenían dueño, y era uno de papel.

No necesitó un cartón. Su talento y vocación la llevaron a ser considerada la eterna decana del periodismo en la Región Caribe. No había nadie, por lo menos en Barranquilla, que estuviera más actualizado que ella. “No es que tengas que saber hacerlo todo” – decía con convicción Olguita – “pero tienes la obligación de estar enterado de todo lo que está ocurriendo”. Lo llevaba en su sangre y no podía, ni quería, pelear contra ello.

Su tertulia mañanera era en la Joyería Moderna. Junto con Adelita de Char y una infaltable taza de tinto, conversaban de lo que por su mente cruzara. De los chismes de la realeza y la moda pasaba con facilidad a discutir sobre la economía y la política. Conversaciones que nunca se hacían en vano, pues de ellas siempre había un tema para considerar como noticia en el consejo de redacción del día.

Morgana, como se identificaba en cada una de sus columnas, tecleaba sus escritos en una máquina de escribir de margarita. Cada tecla, presionada con firmeza, plasmaban en tinta indeleble infinidad de ideas mordaces sobre un papel que no paraba de moverse mientras Olga permanecía en su oficina. Su crítica era fuerte, dirigida especialmente a la clase dirigente de Barranquilla, sin abandonar su fino sabor local, que combinaba a la perfección con un toque de ironía y humor.

Así, con sus columnas tajantes, pero a la vez jocosas, fue que Olguita logró ganarse el cariño y admiración de aquellos que la seguían por dentro y por fuera del periódico. Escrito a escrito, construyó con letras un destino que nunca se esperó. La autoridad que ganó no fue en vano, y pronto se convirtió en la razón de vida de El Heraldo.   

Olguita la temida. Lágrimas corrieron a causa de aquella que con intensa rigurosidad inspeccionaba cada letra, cada punto y cada espacio que se escribía. Con voz imponente y pasos contundentes hacía temblar la sala de redacción cada vez que se enteraba de que otro medio había publicado una noticia antes que El Heraldo. Dejarse “chiviar” por una fuente o tener alguna imprecisión en la elaboración de un escrito era imperdonable para la maestra Emiliani.  

Sin embargo, más que temida, ella era Olguita la amada. Si, era fuerte y recia; pero también era noble, humana, divertida y honesta. Su corazón se entristecía con la pérdida de un amigo o por la difícil situación de un allegado. Jamás encontró una razón válida para despedir a un empleado, y su rol de abogada se manifestaba con eficacia ante las injusticias que ella consideraba dentro de la redacción.

Profesional a carta cabal, incansable, perfeccionista, dedicada y exigente; así la describen aquellos que tuvieron el privilegio de conocerla y trabajar con ella. Sus enseñanzas, que en medio de regaños y tachones impartía, hoy son la base de muchas plumas que brillan con luz propia.

El kínder de Olguita con éxito triunfa. Aquellos que se han ido para reunirse con ella y esos que quedan para contar sus memorias, hacen parte de una generación de periodistas que ella formó y que han sido referentes del buen trabajo periodístico. Merecido logro, porque nunca dejó su pasión, y escribió hasta los últimos días de su vida.

El cigarrillo terminó con su vida. La luz de Olga se apagó en abril de 2007. El Heraldo, y el caribe colombiano, recuerdan con orgullo aquella costeña de cuerpo y corazón que se destacó como la mejor columnista de la época.

 

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