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Por: Juan Alejandro Tapia

Columna originalmente publicada en la Contratopedia Caribe: https://lacontratopediacaribe.com/opinion-tres-veces-deportado/

La historia de Carlos Gómez, un barranquillero deportado de Estados Unidos en el avión que Petro hizo regresar, es la de miles de colombianos “deportados” de su propio país, analiza Juan A. Tapia.

Antes de que lo sacaran esposado y encadenado de Estados Unidos, Carlos Gómez Herrera, colombiano, 42 años, fue deportado de su propio país en condiciones más indignas de las que recibió del gobierno de Donald Trump. Las extorsiones no lo dejaban salir a flote, las amenazas no paraban de llegar, su vida y la de su familia corrían peligro. No lo pensó más: vendió lo que tenía, prestó aquí y allá con la promesa de pagar apenas consiguiera un trabajo, y en la segunda semana de enero dejó su vida atrás y se marchó de Barranquilla.

Habría podido resistir otro poco, quizá pagar uno o dos meses de ‘vacunas’ a las bandas criminales que han obligado al cierre de tantos negocios en la capital colombiana de la extorsión —la definición es del presidente de la República, Gustavo Petro—, buscar un acuerdo con los cobradores, suplicar una revisión de su situación económica, pero cuando las intimidaciones subieron de tono y le mencionaron el nombre de su hijo, de apenas 17 años, supo que había llegado la hora de huir de su tierra.

Decidió que lo mejor era llevarlo consigo y no dejarlo expuesto. De haberse ido solo, lo habría hecho por el Darién, pero la travesía por la selva no estaba hecha para el muchacho, así que ambos tomaron un vuelo de bajo costo en Bogotá y cinco horas después aterrizaron en México. En la frontera le entregó todo el dinero que tenía —menos de US 5.000— a un coyote que los cruzó al otro lado. No hay forma de burlarlos, ellos controlan el paso, son casi un peaje humano. Sin cash no hay sueño americano.

En campaña, Trump había prometido una política migratoria agresiva, pero Carlos no pensó que empezaría a ejecutarla de inmediato y en forma tan despiadada. A la espera de un juicio para exponer su caso, él y su hijo se entregaron a las autoridades en San Diego. Era lo único que pedía: la oportunidad de explicar que estaban ahí por las amenazas, que habían sido desterrados de su país y no podían regresar. A cambio lo esposaron y lo mandaron a un albergue donde se enteró de que había perdido su tiempo y su dinero, porque los iban a devolver a Colombia más rápido de lo que habían llegado, en un avión militar que partiría de Houston con cientos de compatriotas indocumentados.

Ahí empezó su segunda deportación. Carlos y su hijo fueron embarcados en la nave que el 26 de enero en la madrugada fue desautorizada por el presidente Petro para aterrizar en Colombia cuando ya se encontraba en el aire. No sólo viajaban esposados, sino que el avión en el que lo hacían, un Hércules de potencia estrambótica, volaba varios pies más arriba que los de las rutas comerciales, por lo que algunas personas perdieron el conocimiento durante el trayecto. Al bajar, de nuevo en Houston, el frío les congeló los huesos, pero el recuerdo que más vivo tiene es el de los rostros de espanto de los niños que iban con ellos.

A Carlos Gómez la exigencia de respeto por los derechos de los colombianos no le pareció exagerada ni el arrebato tuitero de un presidente desvelado o trasnochado. Aunque originó un conflicto diplomático, el regreso al país finalmente se dio en condiciones dignas. Cuando los migrantes vieron en el hangar de Houston el avión de la Fuerza Aérea Colombiana, estallaron en vivas y aplausos. Algunos hasta se animaron a entonar estrofas del himno nacional.

Subieron a la nave sin cadenas ni esposas, volaron con relativa comodidad y, seis horas después, estaban ya en Bogotá. La Cancillería informó a la opinión pública que a los deportados no les aparecían procesos pendientes con la justicia colombiana o estadounidense. Fueron llevados a un dispensario para examinarlos y darles el alta tras anotarlos en un programa de asistencia estatal para cumplir las órdenes del presidente Petro. No nos llamen, les dijeron, nosotros los llamamos.

Entonces comenzó la tercera deportación en menos de un mes, rumbo a la ciudad que los había expulsado a patadas un par de semanas atrás. Los montaron en un bus para Barranquilla, que demoró casi 24 horas en llegar a la terminal de Soledad. De nuevo frente a frente con su realidad, en el punto de partida o, quizá, más atrás: ahora Carlos está sin trabajo y con deudas hasta el cuello, su hijo no puede ir a la universidad y tuvieron que mudarse de casa como medida preventiva. Aguarda la llamada de algún funcionario del Gobierno Nacional, pero su teléfono todavía no suena.

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