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Por: Edwin Caicedo

La jornada que terminaría con un knockout, muchos moretones y una coyuntura entre lágrimas de tristeza y orgullo, empezó a eso de las ocho de la mañana, el domingo 18 de septiembre. La competencia de Taekwondo en el marco de las Olimpiadas Uninorte dejó como saldo 21 medallas, 11 de oro y diez de plata en una pugna impresionante donde los golpes, la técnica y el juego limpio fueron lo más importante.

La camaradería, la competitividad y la destreza eran lo importante. En el ambiente se sentía el aroma del miedo y la ansiedad de algunos, para quienes éste era su primer combate real. Yo, por mi parte me encontraba más bien emocionado. Habíamos entrenado todo el semestre, unos con más experiencia que otros, nos preparábamos  en esa mañana parca de domingo para sacar a flote nuestras capacidades y destrezas frente a un público exiguo que sin embargo nos alentó a eufóricos gritos.

Para las nueve de la mañana todo estaba casi listo: los deportistas , vestidos con sus impolutos uniformes atados con el cinturón de su rango; el dojang, el espacio donde tendrían lugar los combates – y donde minutos más tarde la sangre, las lágrimas y el sudor serían el sinónimo de esfuerzo-; y los jueces, encargados de velar porque todos los enfrentamientos fuesen justos, aumentaban a cada minuto la impaciencia de todos los que allí nos encontrábamos preparados para una cosa: competir.

La tensión iba en aumento y los primeros encuentros empezaron. El espectáculo inicial fueron las poomsaes -en las que por falta de práctica me abstuve de participar-, una modalidad del Taekwondo en la cual los participantes deben realizar figuras dentro del dojang usando movimientos precisos con destreza y técnica, para posteriormente ser calificados por tres jueces por su precisión, su estética, su equilibrio y su coordinación. El saldo que dejó el evento fue de siete medallas en las categorías de femenino intermedio y avanzado, y masculino intermedio y avanzado.

Hacia las once de la mañana y finalizadas las competencias de poomsaes la agitación y el entusiasmo empezaron a verse reflejados en los rostros de muchos. Algunos corrían de un lado a otro buscando las protecciones obligatorias a utilizar al momento de combatir, otros en cambio, preferían calentar los músculos y así pasar la intranquilidad embriagándose de firmeza y determinación e incluso habían quienes -como yo- preferían sentarse a esperar por el momento en que el altavoz dijese su nombre y su carrera como anuncio de su proximidad a combatir.

Debí ir de segundo entre los más de veinte combates celebrados. Estaba confiado pero por momentos dudoso. Mi rival que si bien era un poco más bajo que yo, tenía gran destreza y explosividad y se destacaba en los entrenamientos por su admirable estado físico -cosa que yo, debido a compromisos académicos había descuidado un poco-.

Es simple, cada patada al pecho cuenta como un punto, cada patada a la cabeza contaba como tres, si dichas patadas se hacían con un giro de 360° o más se sumaba otro punto y si dado el caso se cometían faltas se sumaban o se restaban puntos dependiendo al tipo de infracción. Todo era importante: tanto golpear como no dejarse pegar. Y el ganador era quien luego de tres rounds de minuto y medio cada uno, obtuviese mayor cantidad de puntos.

Los primeros golpes apenas si los senti. Las protecciones no me resguardaban demasiado, pero la adrenalina y la emoción que recorría mi cuerpo en ese momento no me permitió sentir sino hasta más luego la gran cantidad de patadas que mi rival logró conectarme. Para el primer asalto -de los tres reglamentarios- iba como ganador y favorito, mi coach me avisó que iba bien, que debía seguir pateando a la cabeza y defender los puntos que ya tenía y el enfrentamiento sería mío.

Pero tomé demasiados riesgos y olvidé la frase más escuchada por todos los taekwondogas que alguna vez hayan combatido: ¡las defensas, sube las defensas! En un par de segundos el marcador se invirtió, era yo quien perdía en el segundo round y para entonces ya estaba demasiado cansado. Mi estado físico me jugó una mala pasada y para el tercer asalto no pude concretar en minuto y medio el golpe que necesitaba para conseguir los puntos que me hicieron falta para hacerme dueño del tan anhelado oro.

Sin embargo la experiencia -no solo para mí, sino para todos- fue gratificante. Salimos golpeados, cansados, con lágrimas y hasta con vendas, pero seguros de que habíamos dado lo mejor y que todos -aun los que nos fuimos sin medallas- éramos ganadores, por el simple hecho de haber tenido el coraje de llegar allí y participar.

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