En tiempos en los que la popularidad de un gobernante y su equipo está llegando al suelo, qué mejor que el Estado de Opinión para volver a acumular algunos números. Esto para superar, quizás, ese amargo 29%, producto de la mala imagen que el Gobierno ha decidido proyectarle a sus ciudadanos.
El término estado de opinión no es más que una connotación adoptada desde los tiempos del entonces presidente Álvaro Uribe Vélez. Se utiliza para denominar un Estado que funciona en favor de lo que piensan las personas pertenecientes a él. Hay quienes afirman —como el mismo exmandatario y su entonces asesor, José Obdulio Gaviria— que es “la máxima expresión del Estado de Derecho”. Qué error tan grande.
Pongamos un ejemplo práctico, entendible y reciente. Imaginemos que Disney no es Disney como lo conocemos, sino una empresa que está necesitando ventas para poder avanzar. Disney informa que Halle Bailey, una morena, tendrá el privilegio de encarnar el personaje de Ariel, la sirenita. Las personas se manifiestan en un ambiente de polarización: “Esa no es mi Ariel. Necesito que sea blanca”, “esto es un atentado contra mi infancia y la de muchos niños”, “Halle es hermosa y tiene una gran voz, es perfecta para el papel”, “no estoy de acuerdo ni en desacuerdo”.
En medio de un estado de opinión, Disney piensa en qué es mejor para su imagen con respecto al juicio de su audiencia y lo discute con su equipo. Luego, toma una decisión: darle a Bailey el papel de un extra y buscar, de inmediato, a una pelirroja que se meta en la piel del recordado personaje.
Aunque no todos estén de acuerdo, esa colectividad que se apegó al discurso de “not my Ariel” estará satisfecha. Disney recibirá aplausos, y sus salas de cine se llenarán, pues emitió un fallo en favor de aquellos que le siguen.
En Colombia, ese estado de opinión ha rescatado la imagen del presidente Iván Duque en momentos de máxima desaprobación. El dar de baja a alias Guacho, la ofensiva que se lideró contra el ELN luego del atentado a la Escuela General Santander, el inicio del famoso cerco diplomático contra Nicolás Maduro y el llegar a un acuerdo con los estudiantes fueron, en su momento, propulsores de la aprobación del jefe de Estado. Su popularidad, aunque solo sobrepasó el 50% al inicio de su mandato, alcanzaba números por encima del 40%.
A estas alturas se puede hablar de estado de opinión desde el mes pasado, pues se ha estado promulgando un referendo que busca derogar la Jurisdicción Especial para la Paz y los magistrados de las altas cortes. Asimismo, el presidente ha revivido la inútil discusión sobre la aplicación de la cadena perpetua para violadores y asesinos de niños. Lo calificó, absurdamente, como una “necesidad”.
El presidente no se apartó de la posibilidad de hacer “un llamado al pueblo colombiano” en caso de que no resulte un acto legislativo para esta meta. Si se trata de un estado de opinión, este sería un gran ejemplo. Y, de hecho, es muy probable —quizás lo más probable— que, si la ciudadanía es la encargada de tomar esta decisión, puede llegar más lejos que si pasa por un examen judicial de una vez.
Esto porque en los colombianos se ha implantado la idea de la cárcel como castigo, venganza y no como agente de resocialización. Se sigue observando a la prisión, y la “política del garrote”, como lo más viable en prevención de delitos, cuando no es más que una manera de colaborarle al excesivo hacinamiento en los presidios nacionales. El populismo punitivo es un manjar para la sociedad colombiana.
Es necesario estar pendiente de la existencia y prevalencia del peligroso Estado de opinión, eufemismo del populismo, pues este, como el exministro Luis Felipe Henao afirmó, es la antítesis del Estado de Derecho. Instaurar un gobierno solo de mayorías, solo de cabildeos o simplemente solo de algunos, no es el beneficio de todos.