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En una pequeña casa de bahareque, en el departamento de Córdoba, vive una familia de Antonio, quienes sueñan con salir adelante dejando a un lado las barreras que suele crear la vida en el campo. Creen en la educación para el campo. Creen en sus sueños.

Por Angie Palacio

El cielo es como un óleo de colores que van del rosa al amarillo. El sol empieza a asomarse y poco a poco se ilumina cada hoja de pasto de la finca. Antonio Fuentes despierta con el sonido de los gallos, baja de su hamaca y monta su burro en busca de las vacas que ordeñará para tener leche al desayuno. Aunque el aspecto de Antonio lo hace ver mayor, es padre de tres niños que no superan los trece años.

Ya son casi las seis y una vieja moto llega con pimpinas de agua. Dentro de la casa de bahareque, los hijos se arreglan para asistir al colegio. Es una costumbre. La moto de Antonio, con parches en las llantas y tanqueada con gasolina de contrabando, lo lleva a él y a sus hijos por una inmensa trocha hasta llegar a la recién pavimentada calle del pueblo. Allí, una alegre maestra los recibe en la puerta del colegio y los hace ingresar.

Empieza una nueva jornada escolar. Mientras algunos niños presumen sus libretas con ‘stickers’, los hijos de Antonio sacan de sus mochilas hechas de tela de jean -cosidas por su madre-, dos cuadernos reciclados que les sobraron de los años pasados; igual muestran los libros de segunda que consiguieron en el centro del poblado.

“Todo el esfuerzo que hago es para mis pelaos, la educación es lo más importante”, es la frase que repite Antonio cada mañana al recordar que no todos los niños tienen la posibilidad de acceder a la educación. Afirma que en su vida no tuvo la oportunidad de estudiar y que cuando ya quiso validar el bachillerato estaba “viejo y cansado”. En su mirada se ve que anhelaba más “en otra vida… quizá”. Pero que sus hijos no se queden sin lo que toca.

Ya son casi las tres. La esposa de Antonio espera impaciente a que sea la hora de que sus hijos lleguen de estudiar. Ya les tiene lista la chicha de maíz para combatir el intenso calor de Córdoba. Finalmente los niños llegan, hablan con su madre, dan un paseo en burro y empiezan con sus deberes. Mientras Antonio saca las vacas a pastar, su esposa cocina el palmito dulce para la cena y sus hijos se ayudan entre sí para hacer las tareas de matemáticas.  Cae la noche, con mucho esfuerzo y bajo la luz de una vela las tareas quedan finalizadas… y al borde de una mesa. La familia procede a entrar de nuevo a la casa, donde esperan con ansias, y un poco de cansancio, un nuevo día.

El mayor de los hijos de Antonio, José, anhela ser veterinario para ayudar a su padre cuando el ganado se enferme. María Juliana, la del medio, quiere ser maestra y crear su propia fundación para ofrecer educación a los niños del campo “para que nadie se quede sin estudiar”. Y por último, Dayana aún no decide si quiere ser doctora o psicóloga.

Para esta familia, los aparatos electrónicos no juegan un papel importante. Ninguno, a excepción de Antonio,los posee. Los niños cumplen con sus compromisos en la escuela, con ayuda de sus maestros, en una biblioteca y muy pocas veces en la casa de sus compañeros.

Así transcurre la cotidianidad de una familia en una casita de bahareque, de Córdoba, Colombia. Alejados de la sociedad urbana, alejados de la electricidad y buscando como defensa la educación.

En Colombia hay 373 municipios rurales, con una población de 5 millones 440 mil habitantes; igualmente hay 318 territorios catalogados como rurales dispersos, con 3 millones 660 mil habitantes. El 85% del territorio nacional es rural o rural disperso. Allí, en comparación con lo que sucede en el resto del país, hay menor nivel de escolaridad, menores ingresos y menor movilidad social (Misión Rural, 2016).

Bajo el alegre sol cordobés, los niños desarrollan sus tareas manteniendo siempre la disciplina y el carácter.

 


Para todos los que nos formamos como contadores de historias en este particular espacio de tiempo, y en estos momentos cuando estamos buscando dejar atrás la piel de un reptil que, como país fuimos, es necesario aprender a armar memoria, sin perder los estribos, con pedazos sueltos, pedazos de acciones, recuerdos y olvidos.

Esta es una colección de historias que ofrecen oportunidades, historias quizá nuevas, quizá conocidas, pero todas escritas desde las perspectivas a veces juguetonas, a veces muy formales, de una serie de mentes fértiles de las que brota la necesidad de dar a conocer un país diferente a aquel que nos venden y que, tristemente y con frecuencia, compramos al precio más bajo.

#YoConstruyoPaís es la muestra inequívoca de que Colombia vale oro. Y a la vez es una invitación de El Punto y las jóvenes generaciones de periodistas de Uninorte -que no pasan de sus 20 años-, a pensar y proponer un país mirado desde la paz.

Somos una casa periodística universitaria con mirada joven y pensamiento crítico. Funcionamos como un laboratorio de periodismo donde participan estudiantes y docentes de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad del Norte. Nos enfocamos en el desarrollo de narrativas, análisis y coberturas en distintas plataformas integradas, que orientan, informan y abren participación y diálogo sobre la realidad a un nicho de audiencia especial, que es la comunidad educativa de la Universidad del Norte.

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