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Por: Luz Celeste Payares Simanca

Seis personas rodean el lugar, mientras esperan un turno para ser atendidos por aquel personaje. Con un rostro moreno cubierto por sudor, demuestra agotamiento a causa de horas de trabajo. Con entusiasmo pesa su producto y se lo da a probar a quienes llegan a su puesto por primera vez, pese a estar llegando la noche y la brisa, que trae consigo polvo, humo de los buses y el olor de los puestos a su alrededor.

Su mercancía, apetecida por personas de todas las edades y ocupaciones, tiene ciertas variedades. Blando, duro, semiduro, por libras o por lo que lleve consigo el comprador. Con una bolsa como guantes, toma un trozo, lo corta con un afilado cuchillo y lo coloca sobre un peso electrónico. La libra, siete mil pesos. Si quieres dos, tres, cuatro o cinco mil pesos, él
no se opone.

De estatura media, con jeans, suéter y un bolso canguro en su cintura, Emilson Castro, de 23 años, vende “quesos dietéticos”. Llega a la plazoleta frente a la Olímpica de Villa Campestre por la mañana, después de buscar su carrito en la finca donde lo guarda la noche anterior. Se trata de un mesón pintado de blanco, hecho con láminas de latón y hierro, con un compartimiento en la parte inferior para el “queso de reserva” y una barra de hierro puesta de forma horizontal por encima, donde cuelga bolsas con yuca, también para vender.

A lo lejos se distinguen pintadas en su puesto las palabras “Quesos el dietético”, la primera con un verde oscuro y contorno verde viche y las otras en rojo, delineadas con azul y contorno amarillo. Un par de sillas rimax blancas y unos perros de la calle a su alrededor, quienes le sirven de compañía. Por supuesto sus quesos sobre el mesón, cubiertos por bolsas plásticas transparentes, separados por tipos.

El queso y su mundo

Emilson lleva tres años transportándose desde Soledad hasta la vía a Puerto Colombia, sin importar el clima o las festividades, para vender quesos. Se baja del Coolitoral Circunvalar minutos después de las diez de la mañana, va por su puesto a una finca cerca de la Universidad del Atlántico, y corrobora que esté la cantidad de queso que dejó el día anterior.

Usualmente son 20 kilos. Igualmente, comprueba que el peso tenga carga suficiente, para que no le pase como aquella vez en la que José, el dueño de la finca, olvidó ponerlo a cargar y se quedó sin energía en plena venta.

Llega a su lugar frente a la Olímpica, bajo un árbol, dado el sol de mediodía. Con paciencia, espera que lleguen sus clientes fieles, usualmente moradores del conjunto residencial Villa Campestre, o personas que hacen su compra en el almacén y dejan sus pesitos para el queso. Ellos ya han identificado a Emilson, su puesto, su producto y su forma de vender.

– “El vale no necesita que le hagan comerciales, o que hablen de su puesto, él lo hace a sí mismo con sus productos”.

Ese es el coro de sus compradores, en este caso representados en Toni, estudiante universitario, quien le compa a Emilson diariamente. Del mismo modo, funcionarios del mencionado supermercado le hacen compañía, a la vez que apoyan una labor para ellos honesta, que para nada merece sanciones por parte de las autoridades de espacio público.

Al respecto de la parte legal, en su puesto Emilson mantiene frente a las autoridades. En más de una ocasión, se ha visto víctima de decomiso. Su mercancía, sin importar que sea mucha o poca, le es arrebatada y llevada, por lo que le dicen cuando hacen tal acto, a hogares comunitarios para alimentar a los pequeños.

Él no se opone, porque sabe que si lo hace, puede perjudicar a los otros puestos de la línea de quesos dietéticos “El Gran Vigo”, distribuidos en la zona norte de la ciudad. En una ocasión, uno de sus compañeros en Carulla, se opuso apuntando a los uniformados con uno de sus cuchillos, provocando la ira de los últimos y por consiguiente una semana de molestias en sus ventas.

A pesar de las actitudes negativas hacia su actividad, Emilson, con sus compañeros de puesto, han solicitado permisos a la alcaldía de Puerto Colombia para poder vender libremente. Pero no han conseguido las respuestas y siguen vendiendo, expuestos a que en cualquier momento, su mercancía sea decomisada.

La realidad es que las autoridades nos son las únicas que miran con ojos de escepticismo la actividad ambulante y específicamente, la venta de quesos. Entidades sanitarias le ponen la lupa a los microorganismos que se hallan en este producto, mediante estudios como el realizado por la Universidad Libre, seccional Barranquilla.

La división de Ciencias de la Salud de esta entidad educativa, demostró la realidad bacteriana de esta actividad, representada en muertes anuales por mal estado y/o tratamiento de los productos alimenticios, como los “quesos costeños” comercializados a las afueras de súper almacenes como Olímpica, Carulla, Ara y demás.

En sus conclusiones, exponen la presencia de microorganismos como salmonella o listeria en las distintas variedades de queso analizadas. Estos microbios repercuten en enfermedades como salmonelosis y listeriosis, causantes de muertes. Para los investigadores, esto responde a prácticas higiénicas carentes. Pero si se tienen estos resultados, ¿por qué las personas lo siguen comprando y consumiendo?

Emilson tiene la respuesta a esa cuestión y es muy simple: porque es un producto sabroso, apetecido por personas provenientes de las tierras donde se hace y que viven en la ciudad. Para estas personas, comer este queso representa un reencuentro con sus raíces, un recordatorio de que la actividad agrícola está en todos lados.

No sólo es sabroso, también es fresco. Los quesos que venden dentro de los
supermercados se ven viejos, un tanto amarillos y nada apetitosos. De ese modo se corrobora una de las primeras premisas en el mundo de las ventas e imagen, todo entra por los ojos. Si el producto no luce bien, no causa estimulo en los compradores y por ende, no se compra. Eso Emilson lo sabe y además, tiene presente que su queso luce bien en la medida que la higiene predomine en el lugar, en el producto y en sí mismo.

Lo fresco del queso no sólo se mide en cómo se ve. Al contrario de lo que ya se dijo sobre los que se venden en los supermercados, los quesos distribuidos por el Gran Vigo, son nuevos cada día. Al puesto de Emilson llega Jesús todos los días a las dos de la tarde, con 50 kilos de queso. Estos kilos están distribuidos en las tres variedades de queso, siendo el blando del que más cantidad se trae, porque es el más demandado.

Esas cantidades son bajadas en el mercado del centro de la ciudad. Camiones con quesos provenientes del Magdalena y en menor medida de Sucre y Córdoba, llegan hasta ese lugar con los quesos, entre las nueve de la mañana y la una de la tarde. Estos son hechos el mismo día o el día anterior por campesinos de los lugares ya mencionados.

Distribuidores de toda la ciudad, llegan al camión, reciben la cantidad acordada, la llevan a su local en el centro, lavan el queso y lo distribuyen a las tiendas y puestos de la urbe. De ahí, como es el caso de Jesús, y en alguna vez fue el de Emilson, lo reparten en carro al norte de la ciudad. En este caso, dos Olímpicas, dos Carulla y un Ara, donde los puestos del Gran Vigo están.
Vendedor de queso que no le gusta el queso.

Existen momentos en la vida de toda persona donde se tiene tanto de algo que al final se termina por aborrecer o querer en menos medida ese algo. Emilson ha estado envuelto los últimos años de su vida con la actividad quesera, en varias facetas, sin nunca haberse visionado en alguna de estas. Dejó el colegio y decidió trabajar, en el campo, en Magdalena, su tierra natal.

En principio trabajaba haciendo quesos con su vecino Jose, quien tenía un ganado y lo contrataba para que le ayudara. Algunas veces también le compraba leche a otros ganaderos de la zona. Por todo esto, Emilson apela a la higiene y buen tratamiento que se le da a la preparación de este producto. Recipientes limpios, manos bien aseadas, y espacios libres de moscas y demás insectos. Por supuesto, materia prima natural. Leche pura, sin hervir, pero proveniente de las mejores vacas, bien alimentadas.

Hacía queso picado, de ese que es colado en las poncheras y dejado por unas horas para que se termine de compactar. Ideal para el mote, hacer arepas y productos afines. El producto final era enviado hacia Barranquilla. De ese ejercicio aprendió que no todo el mundo sabe hacer quesos. Se puede saber el procedimiento, pero también es necesario saber el punto exacto de sal y de dureza.

De ahí llegó a Soledad, Atlántico, gracias a su primo quien le consiguió un trabajo como albañil. La construcción de casas era su trabajo, al igual que la construcción de su familia, con Yorleidys, su compañera, quien llegó con él desde Magdalena. Con ella tiene una hija y un bebé.

Aquel primo trabajaba vendiendo quesos, con el Vigo. Lo invitó un domingo a su puesto, precisamente en Villa Campestre, para que viera cómo se vendía. Atendía los clientes que su primo le decía, y así fue como lo contrataron para que repartiera los quesos.

Tenía un horario flexible. Salía de casa tarde y llegaba temprano. Sólo tenía que ir al mercado, recibir el queso, separarlo y repartirlo a los cinco puestos. Pero como dije al principio, él no se imaginaba lo que la vida le tenía deparado. De este modo, su jefe le encargó trabajar “picando queso”, que es como se le llama a estar en los puestos y vender.

Emilson recuerda que al principio trataba de adaptarse. Vender no es fácil y a él le daba pena. Pero fue tomando confianza y ahora ni siquiera necesita llamar a los clientes, porque él ya sabe quién es el que le va a comprar. Cuando ve pasar a sus conocidos, les dice, “hey, aqui te tengo tu queso”, y cuando mira, ya son las nueve de la noche y sólo le quedan 20 kilos.

Esos 20 son los que guarda para la mañana siguiente. Entonces le pregunto, “¿si te da hambre te comes algún pedazo de queso?”. “No, es que a mí no me apetece el queso. Es rara vez y sólo rayado, supongo que es porque paso todo el día viendo queso, que ya no me gusta tanto”.

Un puesto con historias 

Su lugar de trabajo es más que eso. Significa un encuentro con variedad de personas, quienes confían en su labor y ven en él un amigo. Ese es el caso de Diego, un bebé que está aprendiendo a caminar y sale todas las tardes a practicar con su mamá. Cuando ve a Emilson, intenta correr hacia él, para saludarlo con el puño.

Señala el puesto de quesos, indicando que quiere un pedazo. Emilson se levanta de la silla que utiliza para descansar cuando no se acercan clientes, se acerca al puesto, toma el cuchillo y corta un trozo de queso, lo ensarta en la punta y se lo ofrece al bebé. Él lo toma y corre hacia su madre, pero antes, se lo ofrece a Lisa, la perra de la calle que acompaña a Emilson. La madre le dice que no puede darle a la perrita y el niño le obedece.

Llegan madres de familia a comprar el queso para acompañar las pastas, las arepas o los bollos. El precio nunca representa una queja, porque su sabor vale la pena. Asimismo, los deditos y la yuca, también es un motivo más para acercarse al lugar.

Una pareja con su hija están a punto de comprar. Como son clientes nuevos, Emilson les da a probar. Es la niña quien recibe el pedazo y se lo lleva a su mamá. Con su pulgar arriba, la pequeña le da la señal a su papá de que está bueno, que lo puede comprar. Así son las cosas con Emilson, tienes que probar primero y luego decides si compras o no. Pero la única razón por la que alguien decide no comprar, es por el dinero, no por el sabor.

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