Texto y fotos: Gabriela Monsalvo Molina/ @gabrielamm30
En uno de los callejones del barrio El Concord, Malambo, está ubicada la casa del maestro Pedro ‘Ramayá’ Beltrán, conocido como “el rey de la flauta de millo”. Alrededor de las 3:15 de la tarde descansaba junto a su hijo mayor, Ramiro Beltrán, en una mecedora mientras veía televisión. Se asomó y fingió sorpresa al verme, se hizo el desentendido y afirmó no tener prevista ninguna entrevista aunque parece que se hubiera preparado para recibir visita. Llevaba puesto un suéter verde militar estampado con tambores, maracas y acordeones; un pantalón azul turquí de pana y unas sandalias cafés; su cabello estaba recién peinado, caminaba a ritmo lento con su bastón, cortésmente me invitó a pasar y a sentarme junto a él, pidió leer las preguntas antes de empezar, se tomó su tiempo, quería cerciorarse de que no dijera nada que no fuera cierto.
En la entrada hay un letrero que dice: “Ramayá”, el nombre que quedó adherido a su vida desde que el momento en que decidió hacer una versión de la canción africana de Afric Simone. Su casa es como un museo que expone los momentos más importantes de su carrera, porque las paredes sostienen los reconocimientos que le han otorgado por los años dedicados a contribuir al folclor, y no es para menos, porque el legado de Pedro Beltrán sigue vigente, sus canciones suenan año tras año en el Carnaval.
“Soy un músico afortunado, que aprendí solamente porque escuchaba las canciones, me volví músico de un momento a otro, no yo directamente, sino porque la gente consideraba que yo podía hacer algo más que lo que estaba haciendo”. Así se describe este hombre que aunque lleva la música en sus venas, no la vio en un inicio como alternativa de vida o sustento. A la edad de 18 años, se iba a Santa Ana, Magdalena, y veía a los militares del Ejército, esperando que se lo llevasen. Pero él había nacido para la flauta de millo, ya estaba predestinado, eso lo entendería más tarde.
¨Hasta que un día de esos, caminando por Santana, un policía me dijo: oye ¿tú pagaste el servicio militar?, y yo dije: ‘no, no lo he pagado’¨. Al ver que estaba interesado se lo llevaron a prestar servicio en el Ejército, donde a medida que pasaban los años asumía roles de mayor rango, hasta que cumplió el tiempo estipulado para recibir una pensión, entonces sin dudarlo recogió sus cosas y se fue a encontrar de frente con lo que le deparaba el destino: la música.
Su familia fue agricultora, por lo que él desde niño estuvo familiarizado con los quehaceres del campo, aunque nunca se sintió atraído por esto, al contrario de su madre.
–A mi mamá le gustaba la agricultura, ella tiraba machete como cualquier hombre.
En cambio él, apenas agarraba un machete sentía que “ya el ñango empezaba a arderle”. Cuando era niño, su madre lo mandaba a espantar aves para que no se comieran los cultivos de maíz, pero él aprovechaba para arrancar los tallos de la hoja de ahuyama, le abría algunos orificios y de ahí sacaba una melodía. Recuerda también que su hermano tenía una flauta de millo y apenas tenía oportunidad, la tomaba sin que se diera cuenta e imitaba la melodía de las cumbias que escuchaba en la radio. Estos fueron sus primeros acercamientos a un romance con la flauta que duraría toda una vida. Sin razón, solo por gusto.
Él sabía que tenía un don y las personas a su alrededor también lo notaban, podía sacar música a flote sin mayor esfuerzo, como si de verdad le saliera de adentro. Cuando escuchaba los grupos tocando cumbia sentía que él podía hacer algo mejor con su flauta y ese fue un talento que fue perfeccionando a lo largo de los años, nunca dejó de hacer música, incluso en los 10 años que estuvo en el Ejército, donde además aprendió a tocar la guitarra. Viviendo en Soledad, un día escuchó tocar a la Cumbia Soledeña de Efraín Mejía (Q.E.P.D.) en la estación de la emisora y pensó que quien tocaba la flauta de millo, no lo hacía mejor que él, así que esperó que terminaran el toque y le habló al líder del grupo para que lo escuchara.
-No pero aquí no, me dijo Efraín. Entonces me invitó a que fuera al ensayo y allá me escucharon y toda esa vaina.
Efraín le abrió las puertas de su agrupación y fue la Cumbia Soledeña la puerta de acceso a un sinnúmero de logros musicales y artísticos. Pero Pedro Beltrán siempre fue curioso y más si de música se trataba, él sabía que se podía experimentar más con la cumbia, pero como en la agrupación no se lo permitieron con la intención de conservar la tradición. Se vio en la necesidad de abrir su propia agrupación, en la que incluyó a su hijo Ramiro, el mayor de los 6 (todos músicos) y el único que toca la flauta de millo. En este nuevo proyecto al que le llamó La Cumbia Moderna de Pedro ‘Ramayá’, experimentó con instrumentos modernos y distintos a los tradicionales de la cumbia.
A pesar de la diferencias de ideas respecto a la música, siempre fueron buenos amigos. ‘Ramayá’ lo recuerda con nostalgia, gracias a él mostró su talento a las personas, dio a conocer sus canciones y con especial cariño recuerda cuando viajaron a Estados Unidos.
-Era bueno, cuando no tenía plata iba a donde él, le pedía plata, regálame algo, auméntame un toque…
Aunque ha pasado más de la mitad de su vida en el Atlántico, está convencido de que su “Patria chica” es el lugar donde nació el 15 de febrero de 1930: Patico, en ese entonces corregimiento de Mompox (hoy hace parte de Talaigua Nuevo). Pero eso no fue un impedimento para vivir lo que según él fue una experiencia muy bonita y de mucho aprendizaje, el ser rey momo del Carnaval de Barranquilla 2002.
A sus 88 años, Pedro ‘Ramayá’ Beltrán tiene dificultades para escuchar y recordar la mayoría de sus vivencias. después de haber sufrido 2 isquemias, sus dedos no tienen la movilidad que necesita para tocar la flauta de millo, pero sigue conservando su esencia y autenticidad. En la comodidad de su hogar descansa mientras observa a su esposa Cielo de Jesús Ricaurte, que asegura es su gran amor. A todo el que llega a visitarlo lo trata con amabilidad y le muestra su lado más jocoso, porque aunque dice no serlo, le gusta lanzar bromas para causar una buena impresión en las personas y se siente feliz cuando lo logra, por eso le agradece a su compañera de vida que cuelgue en las paredes las muestras de afecto que le da la gente, y se siente feliz de poder decir que pusieron su nombre en una estación de Transmetro estando vivo.