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Por: Carolina Valencia

El bus va a su ritmo. Entran y salen personas, desconocidos compañeros de ciudad, de salario y de política, esperando descansar. Es de noche y sube alguien más, un tímido niño de unos 7 años que, con una expresión fija parecida al miedo y con una caja que contiene otras tantas cajas de chicles, ofrece su producto sin mencionar una palabra. No es necesario, solo con su mirada grita ayuda. Ninguno de los pasajeros le compra. Se sube un nuevo luchador: un rapero que lleva al hombro un reproductor de música y se salta el torniquete; su letra empieza hablando del esfuerzo y de la injusticia, del ideal que es ver a todos los niños estudiando. El niño se baja del bus por la entrada, pasando debajo del mismo torniquete pero con mucha menos agilidad que el anterior. Afuera, en ese preciso momento, están jugando jóvenes y niños en un parque recién restaurado… “para generar espacios de recreación para todos”, y no todos sienten que pueden.

No sé qué habrán quedado pensando los demás pasajeros, el niño, o el joven rapero. Pero ¿qué es la caridad, para qué sirve? ¿A quién reconforta una limosna? No es para intentar hacer hazañas heroicas la razón por la que muchos decidimos mirar –en un acto físico- a quien ha sido marginado; ni se piense, no somos sus salvadores. Como mucho somos coterráneos con un tanto más de suerte… y ojalá algún día tanta valentía como ese fuerte niño para mejorar, para cambiar, para limpiar un poco la injusticia que cae y se impregna en esta esquina del mundo, hasta que, como mucho, solo la salpique.

Antes de llegar a casa recordé una película paraguaya del 2012 llamada 7 cajas de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori, que involucra a un adolescente que acepta transportar las susodichas en su carretilla a cambio de unos dólares; solo hasta el final el joven se entera de qué es lo que ahí está guardado. La caja de cartón que llevaba el niño en el bus no guardaba solamente chicles, escondía entre ellos la realidad de su vida que en ese momento le ha sido impuesta por otros y también una realidad de lo que podríamos llamar su corteza social –esa inmediata a él, tan permeable, que lo recubre-, como en la película.

Todavía no sé qué responder a la pregunta que me hicieron hace unos meses sobre por qué debe haber cine latinoamericano, pues es muy obvio. Por un lado hay miles de historias que necesitan ser narradas de alguna forma por miles de personas que, por ser personas, les afecta lo que viven y ven del vivir de los demás… una razón netamente expresiva relativa al hacer cine o al hacer el rap que pide que se escuche. Y por otro, Latinoamérica es antónimo de neutralidad y es común que en lo amplio del territorio existan enormes distancias sociales e injusticias que éstas derivan. Si seguimos escondiendo crudas obviedades dentro del discurso colectivo no vamos a valer más de lo que cuesta una caja de cartón o de lo que representa una limosna.

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