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Por: Juan José Cepeda

El mundo de una paciente de Alzheimer, enfermedad que en el año 2020 tendrá 260 millones de afectados en Colombia.

Sadie y Juan Diego Alvira son íntimos. Conversan todos los días mientras ella desayuna.

En ocasiones el presentador la altera con su conversación sobre la racha de violencia del país, que da cuenta de homicidios y robos a mano armada.

— Se escucharon disparos en la terminal de Bogotá el día de ayer.

— No, no, cuáles disparos. Ve, ve, tu niña –dice, dirigiéndose a la hermana- parece que están disparando.

— Sadie no están disparando, esa es la televisión

— Bueno y el ¿porque me dice eso?

— No te lo está diciendo a ti, está dando la noticia, es el televisor.

Al principio todos estaban muy confundidos por lo que le pasaba a Sadie Emperatriz Flórez Araujo, una mujer de unos sesenta y pico de años -ni se les ocurra preguntarle el pico- que vive en el barrio Modelo de Barranquilla, en compañía de su hija, su hermana menor y su sobrino.

Como fue la mayor de cuatro hermanos y cabeza de hogar durante toda su vida, sus familiares se preguntaban si acaso no estaría afectada por haber madurado muy temprano para dedicarse a trabajar y estudiar.

Las indagaciones llegaron hasta sus estudios. Al terminar el bachillerato se dedicó a la profesión de sus amores: El derecho, en la que tuvo que leer “demasiado” y seguramente llenar su cabeza de mucha información.

Sadie llevó, además, una vida agitada: compró una casa con el fruto de su esfuerzo; mantuvo a su mamá, su hermana menor, su sobrino y después a los dos hijos, uno de ellos adoptado, y tuvo que enfrentarse a la crisis de dos matrimonios.

En verdad trabajaba sin descanso para poder darle a su familia una vida confortable y, aunque nunca se le vio un gesto de inconformidad o desagravio para los suyos, eran responsabilidades muy exigentes.

Fue –y lo sigue siendo- una mujer de carácter fuerte. Le gustaba hablar, como hoy, sin tapujos y hasta por los codos. Podía pasar horas y horas discutiendo sobre el código penal con cualquiera que le preguntara. Era su tema favorito.

Las discusiones la apasionaban, casi se podía sentir como le hervía la sangre cuando alguien la contradecía y su tono entonces se volvía más intenso y predominante en la diatriba. Discutir con ella era una batalla perdida desde el mismo inicio. Como los buenos abogados, si no ganaba la empataba.

¿Pudo hacer todo aquello que padeciera lo que estaba viviendo?

Sadie batalló hasta el último día antes de que pasara lo que pasó. El recuerdo que tienen de ella en sus tiempos finales es bastante fuerte. Aunque todos supieran que sufría algo, en la empresa donde laboraba nadie dijo nada; ella tampoco, aún sintiéndose diferente y perdiendo la fuerza en su discurso.

Era dura como una roca. Pero hasta las rocas sucumben.

Mientras Sadie seguía ensimismada en su diálogo con los famosos, sus familiares buscaban referentes de lo que podría estar ocurriéndole.

Las recetas iban y venían: “hay que darle a comer pescado, que eso ayuda a la memoria”; “en estos casos hay que leer mucho”, “pónganla a hacer crucigramas…”

El miedo se estaba propagando entre todos.

Hasta que decidieron indagar en la propia familia, inclusive, entre quienes vivían en el exterior, y se encontraron con los antecedentes que algunos mantenían como el secreto mejor guardado.

El Alzheimer, de nuevo, había tocado su puerta y sin previo aviso.

Los primeros chequeos médicos no identificaron ni siquiera un atisbo de aquella penosa enfermedad. Su hija, que es médico, tampoco lo notó.

Pero Sadie ya no llegaba de su oficina y se ponía a hablar de su trabajo, como lo hacía siempre, sino que se sentaba a mirar la televisión. No pronunciaba palabra alguna. Se perdía en las imágenes de las novelas mexicanas, como haciendo parte de aquella realidad.

— ¿Sadie?, ¿cómo te fue hoy?

— ¿Cómo?

— ¿Qué hiciste hoy, cómo te fue?

— Bien, mija, bien.

Ahí empezaron a hacer seguimiento a cada uno de sus pasos y a percatarse de evidencias que los aterraban más:

Dejaba la puerta de la calle abierta, perdió las llaves de la casa, se le olvidó cómo usar su computador, dejó de ir a trabajar… todo se volvió un caos.

El diagnóstico era inobjetable: pérdida de la función cerebral con afección a la memoria, el pensamiento y el comportamiento.

Saide era una de los 120 millones de personas que padecen Alzheimer en el mundo, según la Organización Mundial de Salud, y una de las 260.000 que de aquí al año 2020 lo sufrirán en Colombia, de acuerdo con una investigación del Icesi.

Por eso se levanta muy temprano en la mañana, aunque a veces prefiere dormir un poco más, para no perderse la cita con Juan Diego:

— Nuestro ojo de la noche tiene en exclusiva la historia del asesinato de tres personas en la madrugada del día de hoy.

– ¿Viste? Solo me da malas noticias.

El Alzheimer, dice su hermana Diana Flórez, “la ha dejado en un estado de incoherencia parcial, pues todavía tiene algunos recuerdos y puede coordinar palabras, pero de la mujer de antes ya tan solo queda el recuerdo”.

Ahora –agrega- “nos toca aprender a conocer a la nueva Sadie y quererla como es, por lo que fue y por lo que será”

Juliana Rueda, Médico general, afirma que las personas con Alzheimer van perdiendo poco a poco sus recuerdos, lo cual incluye su aprendizaje básico como la lectura, la escritura. Por esta razón la persona que lo padece empieza a tener ciertos comportamientos agresivos e inadecuados, asociados a esta pérdida de conocimiento, por el temor que tienen de ir perdiendo poco a poco sus recuerdos.

En este nuevo mundo, por ejemplo, Saide sigue siendo la persona que manda. Se molesta cuando no le consultan algo, se fastidia cuando no le hacen caso o no la dejan salir sola.

– ¿Por qué yo no puedo salir y tú sí, ah?

Su mundo sigue siendo perfecto. En su mente desordenada que no reconoce, hay un orden lógico: se levanta, desayuna, habla con sus amigos, toma decisiones, pelea con su hermana, intenta irse de la casa y se duerme. Algunas cosas en la lista pueden repetirse hasta 4 o 5 veces más.

Otras veces pasan cosas extraordinarias, como momentos de lucidez, calma y tranquilidad, donde la esperanza prevalece; pero luego llegan días peores, donde olvida los nombres de las personas que habitan con ella, incluyendo la de su hermana que desde siempre la ha acompañado.

Pero uno y otro momento lo pasa en su mecedera, observando directamente la pantalla de su televisor y hablando con los personajes que por ahí circulan.

Cualquiera la puede ver como aprisionada, pues de hecho, por precaución solo sale acompañada por un policía o un familiar que la vigile.

Sin embargo al ver su mundo ampliado con los amigos imaginarios y los amigos de su sobrino, su hermana y sus hijos, que ahora también son los suyos, es como hacer un flash back e imaginar cómo era en épocas pasadas.

La doctora  -como le siguen diciendo en el barrio- tiene las arrugas un poco más acentuadas, ha perdido mucho peso y ahora es más pausada en su caminar. Es su tiempo de descansar.

Quienes alguna vez fueron atendidos por la “gran madre” la consienten todo el tiempo. La lucha es porque en su caso no se repita la metáfora de los ancianos colombianos, a los que llega la soledad con abrupta apariencia y los envuelve en su órbita implacable y triste.

 

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