Por Ever Mejía
Muchos barranquilleros tienen alguna anécdota con Shakira, o conocen a alguien que la tiene, o recuerdan algún detalle de su vida en la ciudad: “Era mi vecina cuando vivía en El Limoncito. Mi prima estudió con ella en La Enseñanza. Allí se sentaba a escribir sus poemas. Yo le hice una entrevista en la puerta de su casa. Por aquella calle pasaba todos los días”.
Shakira hace parte de la memoria de Barranquilla. Se han contado innumerables -o quizá son las mismas de siempre- historias y anécdotas sobre ella y la ciudad. Cuando una persona alcanza tal trascendencia para una comunidad, se magnifica cada detalle, lo más nimio pasa a ser representativo; cada quien conserva su recuerdo como quien se abraza al botín de la historia. El silogismo funciona así: si ella es la Historia, y yo tengo algo que contar de ella, entonces yo hago parte de la Historia.
Shakira se ha mostrado agradecida con sus raíces, así que intenta volver a la ciudad. Un día graba un videoclip, el otro viene de paseo con sus hijos y su esposo y ahora fue la estrella de la inauguración de los Juegos Centroamericanos y del Caribe. Pero Shakira ya no puede volver. La ciudad de su añoranza, la que les enseña a sus hijos y a su esposo solo es posible en sus recuerdos.
Juan Gossaín, por ejemplo, nunca regresó a su natal San Bernardo del Viento, por temor a destrozar sus memorias: sabe que su idílico pueblo solo es idílico en su recuerdo.
Además, la fama altera todo. Amigos de Gabriel García Márquez dicen que le aterrorizaba la fama porque “pone muchas barreras frente a los demás”. Plinio Apuleyo cuenta que cuando Gabo se preparaba para recibir el premio Nobel de Literatura les confesó a sus amigos que aquello le parecía más una ceremonia fúnebre, que era como asistir a su propio entierro. Claro, allí se consolidarían las barreras y Gabo se convertiría en un monumento viviente.
En alguna ocasión Gabo dijo esto sobre la fama: “La fama es una cosa estupenda (…) pero tiene una infinita desgracia que casi anula todas las demás ventajas, y es que la fama dura las 24 horas del día. Si la fama tuviera botones que se pudieran apretar y decir: ‘Ahora sí, ahora no, ahora un poco, ahora un poco más’, si con la fama se pudiera subir y bajar el volumen, o apagarla, como hace uno con el radio, sería una maravilla. Pero todas las ventajas se pagan duramente con el hecho desgraciado de que no es controlable”.
Shakira, por ejemplo, no puede ver la misma Barranquilla de su infancia porque ahora la ve con otros ojos, y aunque fueran los antiguos le sería imposible ver algo: se le atravesaría un camarógrafo por delante, un grupo de admiradores le taparía el horizonte, aquel escolta la pisaría, saltaría una manada de periodistas a preguntarle qué-siente-de-volver-a-su-ciudad. Ella respondería con su usual carisma y de forma ingeniosa, pero nadie le preguntará qué se siente no poder volver.