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Por: Ana María Drago De La Hoz.

Es abril y 30 personas se reúnen en el lugar en el que, todos los días, componen una sinfonía perfecta. Antes de llegar a Sabanalarga, sobre la carretera de La Cordialidad –por donde pasa constantemente un desfile de buses intermunicipales, carros y tractomulas- se afinan acordes para una sinfonía permeada por el olor a pan horneado y queso. Cada uno de sus miembros, en su propio espacio y con su respectivo instrumento, ejerce la labor detrás de un portón de color rojo, debajo de un quiosco de láminas de ternium. Adentro hay un patio amplio y fresco, poblado de almojábanas recién hechas.

Ahí, una mujer introduce rápidamente en una bolsa plástica transparente almojábanas redondas con un singular agujero en la mitad: todas tienen un color moreno… bonito.  Junto a ella otras 8 personas empacan las bandejas de almojábana que llegan luego de pasar por una ventanilla que está a un costado del patio. Giran las bolsas con elegancia para hacer los nudos; les fluye porque lo han naturalizado.

Sobre las dos mesas amparadas por la sombra del quiosco hay pilas de almojábanas que amenazan con bajar por la rapidez en que son empacadas. En las orillas del techo hay unas agarraderas donde los vendedores tienen colgados sus ganchos de alambre donde atraviesan las bolsas de almojábanas. En cada bolsa se rompe en un agujero perforado por la punta del alambre, causa de la presión de las manos de los vendedores, las bolsas caen a tambalearse con las demás en un péndulo hecho de almojábanas. Cuando del gancho cuelga un ramillete tupido y pesado de almojábanas los hombres salen de La Fábrica La Campechana para cruzar la Cordialidad, alejarse del letrero de La Gran Parada y esperar el primer bus que pase para empezar a vender. Así hacer que la sinfonía se extienda a más personas.

La Fábrica

Campeche es un corregimiento de Baranoa con 12 mil habitantes donde todos se conocen. Basta con salir a la calle para ver una antología de saludos. Desde niños, los campechanos se caminan de arriba a abajo el corregimiento, la iglesia La Inmaculada, cada palo de ciruela y La Gran Parada donde están las delicias de Doña Cele y su fábrica de almojábanas: La Campechana.

Frente a la larga alborada tropical, un letrero alto tiene la fotografía de Celedonia Escobar De Ortega, y claro que está acompañada de unas almojábanas. El local es una casa pintada de verde ciruela sin paredes frontales, hay también vitrinas con hileras de rosquillas, diabolines, merengues y pudines de ciruela.

Un carro que avanza por la Cordialidad se detiene frente al letrero y una mujer se baja, se acerca a comprar unas almojábanas, pero se distrae con el busto en cerámica blanca de Doña Cele que está al lado de las vitrinas. El busto cumple en octubre un año de estar brindándole un homenaje a la labor de la matrona de las almojábanas.

Junto al local está el portón rojo de donde sale y entra el desfile de vendedores todo el día, la casa blanca que le sigue es el nido hogareño de Celedonia Escobar de Ortega desde hace años. En la parte trasera de la casa está su fábrica familiar que tiene más de 35 años surtiendo al Atlántico con almojábanas. Ahí se pasean sus hijos, nietos y bisnietos que trabajan en la preparación del producto junto a otros campechanos que se han vuelto parte de la familia.

Mamá Almojábana

Doña Celedonia está en la sala de su casa sentada en un sofá amplio debajo de una fotografía de ella tomada hace años junto a una flor Celedonia de color amarillo. Frente a ella están los portarretratos de dos mujeres, una de ellas era una mujer de ojos penetrantes quien era su mamá.

-Mijo, pásame la foto de mi abuela- le dice ella a su hijo Jesús Ortega Escobar quien le entrega el portarretrato de Juana Celedonia.

Los padres de la abuela de Doña Cele llegaron a Campeche buscando refugio de La Guerra de los Mil días cuando ella era niña. Venía de una familia que traía en las venas el creer que todo era posible dejando a su descendencia la perseverancia para lograr metas.

Juana era una mujer imparable. Era una ganadera en ese entonces, a pesar de que actualmente no sea esa una profesión común entre las mujeres. Montó una tienda en Campeche donde preparaba panes, polvorosa y Marialuisas, pero no lo hacía tan seguido porque era muy complicado hacer todo manualmente. Pero Juana se aseguró de enseñarle todo lo que sabía a su hija Ninfa Silvera, que rápidamente aprendió el arte de la preparación: hornear a leña, amasar y triturar.

Cuando Ninfa tuvo a su quinta hija su mamá le dijo que le iba a llevar un regalo a la bebé. Ninfa creyó que le regalaría una de sus tantas terneras, pero cuando Juana Celedonia entró al cuartico, cargó a la bebé y le dijo a su hija que el regalo que le daría a su nieta era el nombre Celedonia, el mismo que llevaba ella como si supiera que esa sería la nieta que mantendría viva la tradición de las mujeres de su familia.

De los siete hijos que tuvo Ninfa, Celedonia era la más curiosa y se fue familiarizando rápidamente con el maíz, la harina y el queso. Desde los 8 años se pegaba a la falda de su mamá para ayudarla a preparar bollos harinados y almojábanas con maíz amarillo pilado. La mezcla era dura así que ella y su mamá pasaban horas rogando a la masa que se suavizará hasta acabar con los brazos cansados, todo era más lento, era imposible hacer en esos días las más de 4 mil almojábanas que salen a diario de La Campechana actualmente.

En esa época no había buses o carros que unieran los municipios así que Ninfa se iba a lomo de burro hasta los corregimientos y municipios cercanos a entregar encomiendas, pero también llevaba sus almojábanas. En los días de vacaciones a Celedonia le encantaba acompañar a su mamá en esos viajes para conocer pueblos, gente, idiosincrasias, cultura y comidas. Ella corría entre los inmensos cultivos que estaban cerca de los pueblos, caminaba entre las canoas de la ciénaga mientras su mamá intercambiaba pescados grandes por sus almojábanas.  Esas dos mujeres fueron los modelos a seguir de Celedonia.

El amor

En la sala de Celedonia hay muchas fotografías de hijos y nietos. Jesús se pone de pie para mostrar el cuadro donde Doña Celedonia es abrazada por su esposo.

– Es importante encontrar a la pareja de vida adecuada- le dice Jesús a su mamá.

Es imposible para Doña Cele ver la foto y no pensar en la vida con su esposo. Celedonia tiene 83 años y entre esos lleva 78 haciendo almojábanas. Lo hizo por más de 4 décadas junto al amor de su vida Manuel Roberto Ortega quien es el padre de sus 8 hijos. Antes de conocerse, Manuel estuvo deambulando por un tiempo en Barranquilla, ayudaba en el Puerto Fluvial, esperaba a los barcos para ganarse unas monedas y durmió un par de noches cerca del Paseo Bolívar hasta que una mañana se embarcó en un camión que iba a Usiacurí y así regresó a Campeche. Se casó con Celedonia, la niña que espiaba cuando regresaba del colegio, quien lo introdujo al mundo de la almojábana. Él trabajaba en una empresa de producción de Café Almendra Tropical así que tenía ideas para mejorar la producción de las almojábanas de su Cele.

Compraron una parcela a la que le decían El Rancho, ahí colocaron una colmena y una tienda con dos hornos.  En esos días Manuel había convencido a Cele que se dedicara a hacer almojábanas porque eso se vendía todos los días y ella lo convenció para que dejara su trabajo en la empresa Café Almendra Tropical para juntos crear La Campechana. Ella sabía tejer, decorar y le gustaba, pero al casarse se dio cuenta que con las almojábanas le podía dar trabajo a más personas y ayudar a los campechanos. Hoy se les da trabajo a más de 70 vendedores sin contar a todos los que trabajan en la fábrica.

En los primeros años Cele y su esposo dormían en la finca, quizás esa es la razón por la que ella dice que no le gusta la ciudad porque allá no está el verdor que ve cada vez que se asoma por la ventana.

Los esposos se levantaban a las 2 de la mañana para que a las 9 de la mañana ya hubiera almojábanas para vender. Fue Manuel el que eligió el terreno donde está la fábrica y la casa. Era un patio amplio con una casita de palma amarga. Empezaron la producción, los ayudaba gente cercana a ellos. La hermana de Cele, Nancy Escobar la ayudó con las almojábanas cada vez que ella daba luz a un hijo.

-Yo leo mucho la Biblia, Dios planeó todo esto para mí- dice Doña Cele- con Manuel hice el primer préstamo para la microempresa de mil pesos, con eso compramos el primer motor de segunda.  Antes toda la gente venía a mover el molino manual y costaba 50 centavos por galón, después del motor siguieron viniendo, pero a ver.

-Mami, eso fue hace tiempo. Yo no había nacido- le recuerda Jesús con nostalgia.

-Hace 50 años- afirma ella y se queda viendo a una de sus nietas que pasaba por la sala en ese momento- Yo nunca desperdicié tiempo, aproveché mi fortaleza y juventud para hacer todo lo que quería. Ahora, a esta edad, uno sigue teniendo metas, pero el cuerpo no soporta igual- se ríe- Me siento orgullosa y agradecida.

La tradición

-María- llama Doña Cele a su nieta y la joven se regresa inmediatamente -Acompáñame a la fábrica- le pide a su nieta.

Doña Cele se levanta. Atraviesan la casa. Dos niñas pequeñas vienen corriendo con un paquete de almojábanas y casi atropellan a Jesús quien las sigue, son unas de las bisnietas de Doña Cele que prácticamente nacieron con almojábanas en las manos. Salen por la puerta trasera que da a un patio donde están sentados a la mesa varios de sus nietos e hijas. Tiene 8 hijos, 17 nietos y 14 bisnietos.

-Salieron 240 a las 25- se escucha a una mujer desde el pasillo que lleva a la fábrica.

-Salieron 240- repite otra mujer.

-Hay 8 bandejas en el horno y hay 13 para entrar- se oye que dice otra de ellas.

Doña Cele entra a la fábrica y camina entre el sector de moldeo, todos le prestaron atención cuidándola. Saluda a todos por nombre propio y con una sonrisa.

Celedonia conoce a sus empleados y muchos de ellos son su propia descendencia. Cele tuvo 4 hijas y 4 hijos todos con títulos profesionales y todos tienen algo que ofrecer a la empresa familiar. Elizabeth vigila todo, Galo compra material, Ivis siempre está en la fábrica, Roberto contabiliza, Jesús hace la publicidad, Inmaculada y Modesto están en producción y Yunis ayudó desde que se molía a manos y ahora cuida de su mamá. No hay envidias todos trabajan juntos y eso le ha traído éxito dice Doña Cele.

La tradición crece cada día más ellos tienen el legado de las mujeres de la familia de Celedonia, muchas de sus nueras se bañan cada día en el olor a almojábana porque trabajan para la empresa, muchos de los nietos también y los más pequeños ya están aprendiendo. El calor que se siente en la fábrica no viene de los hornos de leña ardientes en color rojo, se siente es calor humano entre los que trabajan. En la esquina dos mujeres que resultan ser hermanas hablan alegremente sin dejar de trabajar. Pasado el mediodía llegan tres de las nietas de Doña Cele que se unen con las dos pequeñas bisnietas, para ellas es un juego miran, ayudan y aprenden.

“Al-muyabbana”

Doña Cele se asoma por la ventanilla que da al quiosco donde están los vendedores acomodando las bolsas de almojábanas en los ganchos.

-Yo pienso mucho en ellos-le dice a María sin dejar de mirarlos- ellos viven de eso, muchos me dicen que han hecho sus casas con lo que venden. A todos les digo que estudien, lo hacen y siguen vendiendo.

María tiene la mirada clavada en la sinfonía que se compone en ese patio de la casa de su abuela.

En eso entran por el portón rojo un carro de mula cargado con una pila de leña seca que venía de algún monte cercano.

– ¡Abuela, abuela! – llega corriendo una de las bisnietas, la más grande de las dos pequeñas-¡Llegó la leña!

María la carga sonriendo.

-¿Quieres ir a ver?- le pregunta María a la niña que asiente rápidamente.

Una de las hijas de Doña Cele, Elizabeth, llega de recibir la leña y las cuatro regresan al corazón de la fábrica.

Todo empieza con una ponchera de maíz desgranado de color jipato que es triturado por una máquina, esta destruye los pequeños granos de maíz tanta fuerza que algunos saltan juntos como si se tratara de diminutas explosiones que se repiten. Ese maíz triturado es mezclado manualmente con otros ingredientes formando una masa blanca y pegajosa que despliega un olor a maíz.  Las manos se sumergen en la mezcla una y otra vez. Luego va a la moldeadora que corta la masa en círculos con forma de O. Las bandejas rellenas de las futuras almojábanas son sometidas al ardiente horno de leña que las camufla en un color rojo y naranja fuerte, al tiempo que le tiran más leña para hacer crecer el fuego. Finalmente sacan las bandejas con un palo largo del cual se equilibran como si se tratara de un show de acrobacias y las dejan apiladas en una estructura vertical para que se reposen.

 

En las bolsas de almojábanas que salen cada día de La Campechana va pegado un sticker del logotipo de la marca que nació en los 90 cuando Jesús lo diseñó en respuesta del reconocimiento que empezaba a tener la empresa. El logotipo es una muñequita con dos trencitas, es una campesina porque las almojábanas son horneadas a leña y hechas naturalmente a base de maíz, queso, huevo, azúcar y agua. Pero con el paso las personas empezaron a dejar a un lado a la muñequita del logo y empezaron a buscar a la muñeca real: Doña Celedonia. La visitan los canales de televisión, los medios, la radio, los periódicos y todos los curiosos.

Campeche es reconocido por las ciruelas y las morenas almojábanas.  El producto de Doña Cele es la base económica de más de 80 familias de este corregimiento.

-¿Por qué se llaman almojábanas?- le pregunta a Doña Cele su nieta.

-La palabra viene del árabe “al-muyabbana” que quiere decir que tiene mucho queso.

Doña Celedonia es simplemente la directora de esta sinfonía que crece cada día más en Campeche.

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