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por Robin Maury 

Un par de hermanos 

José y José eran hermanos, vivían en la misma casa y fallecieron con una semana de diferencia.  

Tenían aproximadamente 70 años. El primero era grueso, moreno, de lento andar y poco cabello,  en su rostro se dejaban ver facciones indígenas; el segundo, de un tono de piel más claro, con  cabellos blancos cortos, delgado y ávido caminante, no compartía el carácter facial de su hermano.  José David falleció un sábado alrededor de las 2 a. m., acostado en su cama junto a su esposa,  Vera. José Jacinto falleció una semana después, esperando la misa de 5 en nombre de su hermano.  Cayó en el patio con su barbilla descansando en la estación donde se limpian los traperos. 

Esto es ejemplo de lo que Duch y Mèlich en su libro Escenarios de la corporeidad hablan sobre la  muerte: que se presenta como algo inesperado, para lo que nunca estamos tan preparados como  deberíamos y que se configura en un hecho inexorable y determinante en nuestras vidas. José David estaba frío y comenzaba a palidecer, tenía debajo de sí una sábana y una almohada  mojadas de sudor. La ambulancia tardaría en llegar dos horas más. Los parientes que aún vivían en  la casa la recorrían alterados, el silencio de la media noche se rindió ante el llanto y las súplicas  que emanaban del corredor. Entre tanto, David yacía en su cama, quieto. José David contaba con la fortuna de vivir cerca de un gran número de familiares: hijos, nietos, hermanos y sobrinos que, sin  ponerse de acuerdo, llegaban a la casa en San José una vez se les había comunicado la noticia. Por  lo menos 30 personas, entre familiares y vecinos amigos, llenaron la sala, la terraza y hasta la calle. Parecía aquello el fallecimiento de un rey o algún patriarca. Al fin la ambulancia llegó, los  enfermeros confirmaron lo que ya todos sabían.

José David en una celebración navideña. 

José Jacinto falleció una semana después. Ese día el sol parecía no tener piedad. Jacinto pasó  pendiente al reloj, ansiando la misa que se celebraba por su finado hermano. Él se encargaba de  hacer mandados: a la tienda, a la farmacia, al centro de la ciudad, donde fuere… y le gustaba  hacerlos caminando. Jacinto acababa de limpiar la terraza y se dirigió al patio. Eran las 5, sus  sobrinos le esperaban en el comedor, sentados frente al computador en cuya pantalla se veía la  misa que recién iniciaba. Una de sus sobrinas se percató de su ausencia. Lo encontró en el suelo del patio, con la barbilla reposando sobre una especie de batea de cemento que descansa en el piso y 

donde se lavan los traperos. Esta vez fueron menos las personas que ingresaron a la casa y el  servicio de la ambulancia fue más inmediato. Al día siguiente llovió en la ciudad. Casi como que  era Barranquilla llorando uno de sus más fieles andantes.

José Jacinto en la celebración de uno de sus cumpleaños.

En ambos casos, los enfermeros que venían en la ambulancia tuvieron que abrirse paso entre un  muro de lágrimas para poder hacer el diagnóstico. A ambos los examinaron en la misma cama y a  ambos dieron el mismo resultado: se confirmó “el cese irreversible e instantáneo de las funciones  vitales metabólicas” que, en otras circunstancias, estarían siendo llevadas a cabo por el cuerpo  humano constantemente. Andrés Soto, médico interno, rescata la labor de los trabajadores de la  salud. Dice que estar “acostumbrado” a la muerte no implica la desensibilización de la misma, aun  cuando el ámbito profesional requiere que se mantenga la calma al tratar con estas situaciones. La  muerte sigue siendo un momento duro. 

La casa en San José es más profunda que ancha. Tiene unos 5 cuartos y 2 baños, una terraza  enrejada y un patio. La compró David con el dinero que ganó trabajando en “la cervecería”, una  vez había dejado Tubará. Fue su hogar por el resto de su vida así como también lo fue, aunque  temporalmente, de sus hermanos, sus hijos y sus respectivas parejas. Hoy aún la habitan 7  personas. Al día siguiente de los respectivos fallecimientos, 2 de las 7 salían de allí, en dirección al  Cementerio Universal. Se encontraron con 2 personas más. Solo se permitía la entrada a 4. Cada 

uno de ellos viendo cómo descendían los féretros mientras contenían el llanto detrás de las  mascarillas de bioseguridad. 

En los cementerios, muy a pesar de lo que pueda parecer, no gustan de la idea de “trabajar con la  muerte”. Para Fredi Gómez, director del cementerio Jardines de Paz, el contacto con la muerte no  existe en el aspecto laboral. Él dirá que es más bien una preocupación por lo que ocurre antes y lo  que ocurre después. Rafael Fernández, director del cementerio Jardines del Recuerdo, opina que  están para “al menos ser responsable con la muerte de uno” y organizar para sufrir y hacer sufrir lo  menos posible a la familia. La función de un cementerio, entonces, está en brindar comodidad al  doliente y aliviar en lo posible su dolor, o por lo menos en ofrecer el espacio ideal para que esta  expresión ocurra. 

A nivel personal, ambos concuerdan que el manejar el sentimiento de la pérdida de las demás  personas los prepara de cierta forma para atender la muerte por fuera del espacio laboral. 

Enterrar a los seres queridos, hacerles ofrendas una vez cruzado el umbral de la vida son maneras  de respetar a los muertos, lo que fue su vida y es una tradición que deja ver una preocupación por  lo que sea que existe —si es que tal cosa existe de verdad— después de la muerte (a este punto  agrego que la población de Barranquilla es en gran medida católica, y esta religión juega un papel  crucial en momentos lúgubres como veremos más adelante). Luis García en su artículo La muerte  desde la mirada de la historia, la literatura y el arte, dice que las comunidades del neolítico y del  paleolítico ya llevaban a cabo estas prácticas de honra. En ese mismo texto se hace mención de  tradiciones de cremación en comunidades indígenas en México como una alternativa a la  descomposición natural del cuerpo. En Colombia también existe, gracias a la marcada influencia  católica, la tradición de celebrar misas en nombre de los difuntos. 

Así sucedió para José y José. En los meses consecutivos se celebraron misas en sus nombres, de las cuales, las últimas de cada uno se llevaron a cabo en la catedral metropolitana María Reina, donde  la acústica del lugar y el Cristo Libertador Latinoamericano de Arenas Betancourt hicieron una  despedida a la altura. 

Para el sacerdote católico Diógenes Marrero —de piel clara, mirada compasiva, dueño de una voz  cálida que contrasta con su gran altura y un cabello que no puede esperar para hacer parte del reino de Dios—, quien es párroco de San Francisco Javier y juez del tribunal eclesiástico de  Barranquilla, la muerte es como un nuevo nacimiento, la muerte es el paso para heredar la vida  eterna que se fundamenta en la resurrección espiritual de cristo. Para los católicos la muerte  representa esperanza en la vida eterna y es una invitación a luchar en contra de los temores y la  angustia que genera el pensamiento de qué viene después. Su rol como padre debe ser uno que  brinde consuelo a quienes a él acuden y se compromete a aliviar, en lo posible, el dolor  melancólico en su comunidad.

Párroco Diógenes Marrero. 

Ante la muerte 

El temor a la muerte del que habla el padre parece no existir en la juventud religiosa. Muchos  cristianos y católicos la ven como el momento de reencuentro con su dios, como una transición a  una nueva forma de vida, y entonces la muerte no es más que el fin de su existencia terrenal. Para  las juventudes ateas y agnósticas, la muerte genera, por una parte, miedos más específicos, por  ejemplo, el miedo a “no vivir lo suficiente”, a que “no exista nada más después”, o “tener que  pasar por una muerte dolorosa”; y, por otra parte, tranquilidad. Las personas la aceptan como algo  inevitable e inesperado.  

Para ambos grupos la muerte resulta un suceso sorpresivo y triste al que toca “acostumbrarse”. Regreso al libro de Escenarios de la corporeidad, donde los autores hablan de “la banalización de  la muerte” como un intento de acomodar el temor y la angustia en nuestras vidas a un evento  lejano y con poca importancia. Duch y Mèlich dicen que la muerte está tan visibilizada que se le ha restado importancia en los círculos de vida privados, está “ausente de manera omnipresente”, y se  debe, entre otras cosas, a que la muerte es ahora solo tratada por expertos, y a los medios que tratan las defunciones como estadísticas o sucesos informativos sin más. Esto lo comparan con la  situación en otro tiempo, recuerdan que antes los cementerios existían en el centro de los pueblos y de ahí que la muerte era parte activa de la vida de quienes viven. Y creo que en eso último está la  clave de todo: aprender a convivir tanto con la muerte que no suscite ni temor ni tristeza.

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